Homilía del Domingo XXIX del Tiempo Ordinario, ciclo c
Lc 18, 1-8
(Parábola
del juez inicuo y la viuda importuna)
La
vida alterna días en los que todo funciona —familia, amigos, trabajo, barrio—
con otros en los que la injusticia nos desarma. Aparecen mentiras, traiciones o
abusos y se nos hace un nudo; buscamos
cómo responder sin caer en el arrebato. No solo duele cuando nos afecta
personalmente: también cuando vemos que a otros les pisan sus derechos, cuando
el débil o el indefenso quedan expuestos. Esa indignación, lejos de ser un
defecto, indica que nos importa la justicia; el punto es encauzarla para no
sumar más daño. La propuesta del Evangelio es simple y exigente a la vez:
encontrar la fuerza para mirar de frente lo que pasa, mantener la calma y actuar con cabeza y corazón, sin dejarnos
arrastrar por el impulso del momento.
El riesgo real es que indignación nos mande.
Aprender a canalizar lo que sentimos
También
Jesús se indignaba. Y cuando la Biblia habla de la “ira” de Dios, usa un modo
humano de decir que no es indiferente: no mira hacia otro lado ante lo que nos
pasa. Es una forma de afirmar que su amor no es frío ni distante. El riesgo para nosotros, sobre todo
cuando estamos desanimados, es distinto: perder
el control y dejar que la indignación mande. Mientras Jesús convierte ese
empuje en gestos que curan, a nosotros se nos va la mano y, sin querer,
añadimos más daño al daño. De ahí la importancia
de aprender a canalizar lo que sentimos para que construya, no para que
arrase.
El consejo de Jesús
para gestionar bien nuestra indignación
¿Qué
hacer para gestionar bien nuestra indignación? Jesús nos da un consejo.
Escuchémoslo.
«En aquel tiempo, Jesús decía a sus discípulos una parábola
para enseñarles que es necesario orar siempre, sin desfallecer».
La
traducción que se nos ofrece nos da a entender que se trata de una invitación a
rezar mucho; recitar muchas oraciones. Acudamos al texto griego para que nos
ayude a entender este versículo traducido de un modo desafortunado.
«Ἔλεγεν
δὲ παραβολὴν αὐτοῖς πρὸς τὸ δεῖν πάντοτε προσεύχεσθαι αὐτοὺς καὶ μὴ ἐνκακεῖν» (Élegen dè parabolḗn autoîs pròs tò deîn pántote proseúchesthai autoùs
kaì mè enkakeîn); que traducido es algo así: ««Y les decía una
parábola con miras a que es necesario que ellos oren
siempre y no volverse agrio/aspero/no amargarse/no vengas a menos/no
portarse mal ante la presión (μὴ ἐνκακεῖν)».
Si
ante la injusticia dejas la oración,
te vas amargando por dentro
Podemos
decirlo así; si ante la injusticia, dejas de orar, te vas agriando por dentro y
acabas actuando mal. La parábola, de hecho, coloca el foco en una situación
injusta; no desarrolla un tratado sobre la oración.
La oración como terapia imprescindible
Aquí la oración aparece como una
terapia imprescindible para no amargarnos cuando la injusticia aprieta,
especialmente cuando nos sentimos impotentes y toca aguantar sin margen de
respuesta, salvo la tentación de devolver el golpe y multiplicar el daño. Lejos
de ser un tema aparte, la oración actúa
como ese espacio interior que desactiva el rencor y nos impide entrar en la
lógica del “ojo por ojo”.
El tema de fondo es la justicia
Conviene
no distraernos: El hilo central del pasaje es la petición de justicia.
De hecho, la palabra “justicia” suena
repetida —hasta cuatro veces— para que no perdamos de vista el tema de fondo.
La
razón del por qué es Lucas
Sus
comunidades sometidos a constante presión
Esta parábola la
conserva solo el evangelista san Lucas y cobra sentido si miramos el contexto
de sus comunidades en Asia Menor vivían bajo una presión constante. El
Apocalipsis describe ese clima con la imagen de la “bestia”: es la forma de
señalar al poder cuando se absolutiza; en tiempos de Domiciano (81–96 d. C.)
muchos vieron ahí al emperador. Negarse a rendir culto a su estatua no era un
detalle piadoso: tenía consecuencias diarias. Sufrían vetos y abusos; la
vida cotidiana se llenaba de trabas y les cerraban puertas en el trabajo y en
el comercio —abrir un negocio era casi imposible— si no ofrecían culto al
emperador (cfr. Ap 11,7; 13,1-4.11-18; 14,9.11; 15,2; 16,2.10.13;
17,3.7-8.11; 19,19-20; 20,4.10; cfr. Ap 13,15-17). Desde Roma llegó una palabra
de aliento en nombre de Pedro: «Queridos, no os extrañéis del fuego que ha
prendido en medio de vosotros para probaros, como si fuera algo extraordinario»
(cfr. 1 Pe 4,12). La lectura es sobria y lúcida: si el sufrimiento viene por
coherencia, no se busca ni se aplaude, pero se atraviesa con dignidad; otra
cosa es padecer por delitos o por meterse donde no corresponde: ahí no hay
mérito alguno.
El
peligro real que corrían estas comunidades cristianas
¿Dónde
estaba el riesgo para aquellas comunidades de Asia Menor? En que, si dejaban de
orar, la indignación se les volviera amargura; responder al golpe con
otro golpe, a la injuria con otra injuria, e incluso descargar la frustración
contra Dios, acusándole de “dejar pasar” en vez de intervenir (cfr. Mt
5,39; Mt 5,44; Lc 6,27-29; Lc 6,35-36; Mt 7,12; Lc 6,31; Mt 26,52). Ese círculo
vicioso no solo multiplica el daño, sino que termina por vaciar la fe. De ahí
que algunos —no pocos— acabaran tirando la toalla y volviendo a la vida de
antes. La alerta del texto es clara y humana que sin ese espacio interior que
te serena y te centra, la injusticia te arrastra y te convierte en lo mismo que
combates regresando a la vida pagana.
La
oración desactiva los problemas
En ese clima,
Lucas entiende que sus comunidades necesitan claridad: «orad, y hacedlo
siempre». No es un eslogan; es una pauta que el Nuevo Testamento repite.
Pablo lo formula con precisión: «Mirad que ninguno devuelva mal por mal; al
contrario, procurad haceros siempre el bien unos a otros y a todos»; y acto
seguido, «orad en todo momento» (cfr. 1 Tes 5,15.17). La idea es
sencilla: la oración no evade los problemas; los desactiva para que no
respondamos con la misma moneda. Y en otra carta añade: «Alegraos en la
esperanza, sed constantes en la dificultad, perseverad en la oración» (cfr.
Rm 12,12). Dicho en corto que cuando aprieta la tribulación, no es momento de
apagar el corazón, sino de sostenerlo para no perder el norte; es el momento de
orar.
La parábola…
«Había un juez en una ciudad que ni temía a Dios ni le
importaban los hombres. En aquella ciudad había una viuda que solía ir a
decirle:
“Hazme justicia frente a mi adversario”. Por algún tiempo se estuvo negando,
pero después se dijo a sí mismo: “Aunque ni temo a Dios ni me importan los
hombres, como esta viuda me está molestando, le voy a hacer justicia, no sea
que siga viniendo a cada momento a importunarme”».
El
juez debería posicionarse del lado de los sin defensa
La parábola
arranca con un juez que, por oficio, debería ponerse del lado de los débiles y
de quienes no tienen defensa. No es idea nueva. En el Antiguo Oriente los reyes
se presentaban como protectores de huérfanos y viudas, y los faraones lo
proclamaban al inicio de su reinado. El célebre Código de Hammurabi (reinó
aprox. 1792–1750 a. C., período paleo-babilónico) se ofrece como un proyecto de
justicia para que el fuerte no oprima al débil.
En Israel, el
Salmo 72 traza el retrato del gobernante ideal: «Que gobierne rectamente a
tu pueblo, a tus humildes con equidad (…). Defenderá a los humildes del pueblo,
salvará a la gente pobre y aplastará al opresor (…). Florecerá en sus días la
justicia, prosperidad hasta que no haya luna» (cfr. Sal 72,2.4.7).
Con este telón de
fondo, Lucas nos coloca ante un juez que debería encarnar ese estándar… y
veremos que hace justo lo contrario.
Pero
este juez es impío e injusto
El juez de la
parábola aparece como un impío e injusto: no le mueve la justicia ni el cuidado
de los frágiles; va a lo suyo. El retrato que hace Jesús es tan directo y
concreto que uno sospecha que está pensando en un caso real, algo que le
contaron o que él mismo vio. No es una caricatura para asustar, sino la
fotografía de cómo el poder se tuerce cuando olvida a quien debería proteger.
La parábola saca a la luz una realidad
¿Qué pasaba en
Israel, más allá de los buenos discursos? Los profetas no se andan con rodeos.
Isaías, al empezar su misión, pinta un cuadro duro denunciando que los jefes
van de la mano con los ladrones, buscan regalos y sobornos, no hacen justicia
al huérfano y la causa de la viuda ni les llega (cfr. Is 1,23). Más adelante
vuelve al tema: «¡Ay! los que dictan normas inicuas, y los que firman
decretos vejatorios, excluyendo del juicio a los débiles, atropellando el
derecho de los pobres de mi pueblo, haciendo de las viudas su botín y
despojando a los huérfanos» (cfr. Is 10,1-2); porque con esas leyes niegan
el derecho a los pobres, convierten a las viudas en presa y despojan a los
huérfanos. En la práctica, en herencias y traspasos de propiedades, se abusaba
de quienes menos podían defenderse. Esa era la realidad que la parábola saca a
la luz.
Analicemos
a los personajes
Antes de
interrogar al juez, conviene ajustar el foco a la viuda. En el ecosistema
social de entonces, viudas, huérfanos y extranjeros ocupaban el punto ciego del
derecho: sin tutor, clan o representación, sus reclamaciones se perdían en el
aire. No eran precisamente los jueces quienes los rescataban. La memoria
bíblica, sin romanticismos, ubica a Dios del lado de esa intemperie: «Padre
de los huérfanos y defensor de las viudas» (cfr. Sal 68,6). Con esa clave,
la parábola se aclara: la viuda encarna la vulnerabilidad que llama; el juez,
la instancia que debería responder y permanece inmóvil.
¿Y en tiempos de
Jesús? Él mismo lo señala con crudeza: «Guardaos de los escribas…, les
gustan los saludos y los primeros asientos, y devoran las casas de las viudas»
(cfr. Lc 20,46-47). Con ese telón de fondo, no extraña lo que pudo pasarle a la
viuda de la parábola: quizá un engaño en una herencia, una estafa bien armada,
un trabajo no pagado. No lo sabemos con detalle, pero sí el desenlace: sufrió
una injusticia y nadie le hizo caso. Esa es la escena: una persona sin
respaldo que llama a una puerta que no se abre ya que nadie le hace caso
ni le ayuda.
Las comunidades cristianas son esa viuda
Para entender al juez, primero hay que acertar con la identidad de la viuda. En aquel sistema, las mujeres no solían presentarse ante un juez: lo hacían varones de la familia o alguien del clan. Que Jesús ponga a una viuda como sujeto que habla y reclama justicia no es un detalle pintoresco, es una decisión pedagógica: convierte a la parte más frágil en la voz que centra el relato. La Biblia usa “viuda” también como imagen colectiva cuando un pueblo queda sin defensa ni respaldo. Lamentaciones abre así: «Se ha convertido en viuda la que era grande entre las naciones; Jerusalén es una viuda» (cfr. Lm 1,1). Con esa clave simbólica, el mensaje de Lucas cae por su propio peso: esa viuda sois vosotros, comunidades pequeñas y presionadas que piden justicia ante un poder que no responde ni te ampara.
La
justicia llega por presión insistente
Afinemos ahora
quién es el juez. La parábola lo deja hablar a solas y se delata: no piensa
cambiar por convicción, sino por cansancio. No rectifica porque entienda que su
conducta es injusta, sino porque la viuda no afloja y le incomoda. El griego es
muy gráfico: ὑπωπιάζῃ (de ὑπωπιάζω; jupopiázo), que significa “me
golpea por debajo del ojo”, “me da golpes bajos”, “me desgasta”,
“me tiene cogido”, “me daña la reputación”. En otras palabras, “resolveré
el asunto para quitármela de encima”. El contraste es fuerte: la justicia
no llega por sentido del deber, sino por presión insistente. Y ese detalle es
clave para leer el resto del relato.
La demora no es ausencia:
Persevera sin amargarte.
La viuda —símbolo
de esas pequeñas comunidades— clama a Dios y, sin embargo, percibe silencio:
Dios parece quieto, no interviene, todo sigue igual. Cuando esa impresión se
alarga, pasa lo de siempre: la indignación se vuelve amargura. No es solo
cansancio; es empezar a leer el silencio como desinterés y a encerrarse por
dentro. La parábola corta ese razonamiento y da la vuelta a la escena: Dios no
es indiferente y hará justicia, aunque a nosotros nos parezca que tarda.
Por eso, conviene no confundir demora con ausencia, ni permitir que la
frustración se convierta en el cristal con el que lo vemos todo.
Un dios elaborado por nosotros
¿A qué “dios”
acuden esas comunidades? A veces, a una idea de Dios que no es Dios, sino que
es una proyección nuestra que debería arreglarlo todo con milagros y prodigios.
Si no actúa así —pensamos—, ¿para qué está? El problema es que ese “dios interventor
a la carta” no existe; nos lo hemos fabricado. Por eso, cuando la
realidad aprieta, esperamos portentos y nos frustramos. La parábola corrige esa
expectativa: no promete magia, sino fidelidad.
Orar
es mantenerse en sintonía
con
el modo de actuar de Dios
Orar no es exigir
efectos especiales, sino mantenerse en sintonía con su modo de actuar,
que es más discreto y, a la larga, más profundo. No interviene como
querríamos; interviene como él actúa. Lo decisivo es estar atentos para reconocer
sus tiempos y, cuando se abre una oportunidad de bien, entrar en juego y
colaborar en el nacimiento de un mundo más justo.
Ora para no torcerte por dentro
Ora para no vivir amargado y con resentimiento
¿Entonces, qué
pasa cuando uno ora? Lucas lo resume en una línea práctica: no te amargues ni
esperes prodigios del “dios” que te has imaginado; sigue orando para no
torcerte por dentro.
La
oración es permanecer en contacto con Dios
La oración no es
varita mágica: es permanecer en contacto con el modo de pensar, sentir y
proyectar de Dios, y eso cambia la mirada. Te mantiene despierto para
reconocer el momento en que se dan las condiciones que permiten mover algo de
verdad. El Apocalipsis lo cuenta con una imagen potente: el vidente llora
porque ve la injusticia y no entiende por qué Dios no interviene, hasta que oye
«Sube acá» y se le muestra otra perspectiva; entonces oye: «No
llores… ha vencido el León de Judá» (cfr. Ap 4,1; Ap 5,4-5). Orar es
justamente ese cambio de enfoque que evita que la frustración te gobierne y
te prepara para actuar cuando se abre una puerta.
La oración como terapia para no equivocarse
Eso es lo que hace
la oración: nos “sube un piso” y permite mirar el dolor desde otra altura, como
lo ve Dios, y entenderle el sentido. Cuando falta, perdemos el hilo y
reaccionamos por impulso; y así nos desviamos, nos dañamos y dañamos. Por eso
funciona como una terapia en momentos tensos: no anestesia, aclara; no
escapa, centra; y nos devuelve la calma para actuar sin añadir
más herida.
Si no entras en la oración te amargas
y se corre otro riesgo
«Y el Señor añadió: «Fijaos en lo que dice el juez injusto; pues Dios, ¿no hará justicia a sus elegidos que claman
ante él día y noche?; ¿o les dará largas? Os digo que les hará justicia sin
tardar. Pero, cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará esta fe en la
tierra?».
Ahora interviene «el Señor». En Lucas, ese título no es
decorativo: nombra al Resucitado que entra en escena y toma la iniciativa. La
indicación es clara y actual: «escuchad lo que os dice el Resucitado».
No es recuerdo ni consigna del pasado; es una voz viva que reclama atención en
medio de la presión que se vive.
Sus
elegidos: Los que se han dejado tocar
por
la propuesta del Evangelio
«Pues Dios, ¿no hará justicia a sus elegidos que claman ante
él día y noche? ¿o les dará largas?».
«Sus elegidos»: la expresión tiene fuerza y
cercanía. Nombra a quienes se han dejado tocar por la propuesta del Evangelio
y, por eso mismo, ya no pueden responder a la injusticia con los reflejos de
siempre. No somos una élite; somos gente común que ha decidido tomarse en
serio otra lógica. Y esa elección cambia el modo de reaccionar: en vez de
devolver el golpe, buscamos caminos que no multipliquen el daño.
La justicia termina irrumpiendo:
Mantente en sintonía.
Y llega la
respuesta: «Os digo que les hará justicia sin
tardar». En griego lo pone así: «λέγω ὑμῖν ὅτι ποιήσει τὴν ἐκδίκησιν
αὐτῶν ἐν τάχει»; (LE-go
i-MÍN JÓ-ti poi-É-sei ten ek-DÍ-ke-sin au-TÓN en TÁ-jei), que traducido
es del siguiente modo: «Os digo que hará/llevará a cabo/realizará la
vindicación de ellos/la defensa/el restablecimiento de la justicia con
celeridad/con rapidez [con un matiz de irrupción repentina más que “de pronto”
cronológico].»
Cuando
menos te lo esperes
Es decir, añade un
matiz clave con ἐν τάχει: no tanto “en poco tiempo” cuanto “con
celeridad”, “de modo repentino”. Dicho de otro modo, cuando menos lo esperes
y quizá de un modo distinto al que imaginabas, pero la justicia llega.
El problema suele
ser nuestro guion previo ya que queremos que ocurra “a nuestra manera”. El
texto corta esa expectativa y nos sitúa en otra lógica: mantener la oración
no es acumular palabras, sino seguir en diálogo y en escucha, para estar afinados
cuando aparezca la oportunidad real —esa grieta en la pared— por la que empezar
algo nuevo y justo. La oración te coloca en esa disposición: mirar con
atención, reconocer el momento y entrar en juego sin perder el compás.
Cuenta con que esta espera podría prolongarse, pero él hará justicia. Fíate de lo que te dice el Resucitado.
Mantenerse
en tensión con la oración
o
retornar a la vida pagana
«Pero, cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará esta fe en
la tierra?».
Cuando la espera
se hace larga, la fe se juega en lo pequeño: entra el desgaste, baja el pulso y
uno piensa que lo de Jesús fue un sueño hermoso. La respuesta del texto no es
épica, es precisa: fíate y permanece en oración, no como trámite, sino como
modo de afinar la mente y el corazón con el de Dios.
La última frase
funciona como prueba de estrés: «Cuando venga
el Hijo del hombre, ¿encontrará la fe sobre la tierra?». No
pregunta cuántos quedarán, sino en qué estado nos encontrará: conectados
o desenchufados, atentos o distraídos. La cuestión no es si Dios llega, sino si
nosotros estaremos a tono cuando llegue. Puede suceder que Cristo llegue y nos
encuentre desprevenidos.
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