Solemnidad
de Todos los Santos
01.11.2025; Mt 5, 1-12 (Las Bienaventuranzas)
En otras épocas, los santos estaban en plena vigencia. Las iglesias se
llenaban de sus altares e imágenes, y mucha gente acudía a ellos incluso más
que a Dios. ¿Por qué? Porque, aunque sabemos que Dios es Padre y cuida de
todos, a veces lo sentimos lejos, como si no entrara en los líos de cada día. A
los santos, en cambio, los percibimos a mano: han pasado por nuestras mismas
peripecias y se nos vuelven amigos con quienes desahogarnos y de quienes
recibir consuelo y ayuda.
Los santos, compañeros de camino:
consuelo, ejemplo y decisiones
No es raro, entonces, que para casi cualquier apuro haya un santo “patrón”.
Los sentimos como hermanos y hermanas que ya pasaron por lo mismo y, por eso,
entendemos que pueden ponerse en nuestra piel. Si alguien padece llagas
que no cicatrizan, piensa en san Roque; con problemas de vista, en santa Lucía;
para la garganta, san Blas. Y hay de todo: desde la calvicie hasta la obesidad,
la ludopatía, la cleptomanía o el dolor de cabeza. Al final, lo que cuenta es
ese trato de confianza: hablar con los santos como quien habla con un amigo. Es
una relación bonita y vale la pena cuidarla.
Conviene precisarlo: no nos acercamos a los santos para que “hagan de
intermediarios” y nos consigan un milagro. Eso no va de eso. Lo valioso es que,
desde la luz de Dios, nos enseñan con su propia vida cómo atravesar los
momentos difíciles—los mismos que ellos pasaron—, y nos empujan a elegir a la
manera del Evangelio. Hoy la liturgia nos propone mirar de frente las
bienaventuranzas que Jesús proclamó en el monte (cfr. Mt 5,3-12): son opciones
concretas de vida que los santos abrazaron y a las que también nosotros estamos
invitados si queremos acertar con nuestra vida.
Para Jesús ser bienaventurado
es aquel que ha acertado con la vida
¿Qué entendemos por “bienaventurada” cuando lo decimos de alguien?
Normalmente, que “le va de cine”: juventud, salud, atractivo,
reconocimiento… y, si puede ser, una buena cuenta corriente. Ese es el retrato
que suele venirnos a la cabeza. Pero, siendo sinceros, ¿de verdad eso agota lo
que significa ser bienaventurado?
En la Biblia, llamar “bienaventurada” a una persona es
felicitarla porque ha acertado con la vida. La pregunta importante no es
“qué tiene”, sino quién te da la enhorabuena.
La pregunta decisiva:
¿de quién quieres oír “has acertado”?
Si buscas el aplauso de los criterios de siempre —los del escaparate social
que todos conocemos, también dentro de casa—, basta con caminar en dirección
opuesta a lo que propone Jesús. Lo más probable es que te aplaudan: acumulas,
presumes, subes peldaños… y escucharás: “¡Éste sí que triunfa!”. Pero
una cosa es el ruido del aplauso y otra, muy distinta, la verdad de la
bienaventuranza. ¿De quién quieres oír ese “has acertado”?
Seamos claros: a veces llamamos “bienaventurado” a quien, para
Jesús, va por la ruta equivocada. Al que vive para acumular, Jesús no le daría
una palmadita; más bien le diría: “te has perdido”. Por eso no compremos
sin pensar el lenguaje del éxito. Si al final queremos oír de Dios: “enhorabuena,
te pareces a Jesús de Nazaret”, nos toca aterrizar las bienaventuranzas en
decisiones concretas, aquí y ahora.
Escuchemos a Jesús…
«En aquel tiempo, al ver Jesús el gentío,
subió al monte, se sentó y se acercaron sus discípulos; y, abriendo su boca,
les enseñaba diciendo».
“El pecado” es errar el blanco
Al final todos vamos detrás de lo mismo: la alegría. Casi todo lo que
hacemos lleva esa brújula. El lío es que, a veces, apuntamos mal. En hebreo, pecado
es חַטָּאת (ḥaṭṭā’t; se lee “já-ttat”) que significa “errar
el blanco”. Disparamos hacia la alegría y nos quedamos en el placer
inmediato… y llega la decepción. El pecado no es tanto maldad como
despiste.
Y Dios no va con el palo: ve a un hijo desorientado y quiere una sola cosa,
que encuentre cuanto antes la ruta de la alegría. Hoy Jesús nos da la pista.
Toca elegir: ¿nos fiamos de su propuesta o seguimos con nuestras mañas para ser
felices y, en el intento, seguimos errando el blanco?
El símbolo del Monte
Nos cuenta el evangelista Mateo que Jesús lanzó su propuesta en el monte.
La tradición cristiana ha visto ese monte en la colina que domina Cafarnaúm
—ahí está la iglesia de las Bienaventuranzas—. El lugar impresiona, sí, pero
Mateo no se queda en la geografía. El “monte” en la Biblia es un símbolo
potente: en la antigüedad se pensaba que los dioses habitaban arriba, en las
cumbres —basta recordar el Olimpo griego—.
Ponerse
a tiro de su mirada
Subir al monte es acercarse a Dios, ponerse a tiro de su mirada.
Por eso Moisés sube al Sinaí/Horeb (cfr. Ex 19,3; 24,12-18; 34,4), Elías
sube al monte de Dios (cfr. 1 Re 19,8-13) y Jesús se lleva a Pedro,
Santiago y Juan a la transfiguración en lo alto (cfr. Mt 17,1-8; Mc
9,2-8; Lc 9,28-36): allí se hace una experiencia especial de Dios, se le cogen
el pulso a sus pensamientos, a sus sentimientos, a sus criterios. También Balaam es llevado por Balac a distintas alturas para
pronunciar oráculos: a Bāmôt-Baʿal (בָּמוֹת־בָּעַל; “Altos de Baal”) (cfr. Nm
22,41), a la cima del Pisgá (פִּסְגָּה, Pisgáh) (cfr. Nm 23,14) y a la
cima del Peor (פְּעוֹר, Peʿōr), frente al desierto (cfr. Nm 23,28),
donde levantan altares antes de cada oráculo (cfr. Nm 23,1-3; 23,29-30). Pero
Balaam no pudo maldecir a Israel: Dios no se desdice ni cambia de parecer como
nosotros (cfr. Nm 23,19) y, además, el Espíritu de Dios le puso las palabras en
la boca; allí donde le pedían maldición, terminó pronunciando bendición (cfr.
Nm 23,5; 23,16; 24,2).
La llanura: la vida de cada día “con sus inercias”
Desarrollando el símbolo: el monte se despega de la llanura. En la llanura
va la vida de cada día, con sus inercias y su “sabiduría” de siempre —que,
vista desde Dios, es corta de miras—. Y todos conocemos el repertorio: “Lo
importante es la salud (mejor, la salud lo es todo); lo que cuenta es el éxito;
bienaventurado el que tiene un buen saldo; bienaventurado el que viaja y
disfruta; no te prives de nada; a mí lo que me interesa es el sexo;
sacrificarse por otros, ni hablar…”. Ésas son las consignas que circulan abajo,
el modo común de razonar.
Subir al monte es tomar distancia para escuchar otra música y
contrastar nuestros criterios con los de Dios.
Salir de la llanura para acertar el rumbo
¿Quién encuentra de verdad la alegría? ¿El que se amolda a los tópicos de
siempre? Para no jugarnos la vida a ciegas, hagamos algo sencillo: salir de
la llanura un momento y subir al monte para escuchar qué piensa
Dios y cuáles son sus bienaventuranzas (cfr. Mt 5,3-12). Luego, cada cual
es libre: siempre se puede volver a lo de siempre —al “sentido común” de
abajo o a un “creo un poco” y ya—. Pero, si queremos acertar el rumbo, merece
la pena subir y oír de labios de Jesús cómo entiende la vida, y después bajar y
convertirlo en decisiones concretas. Ahí se juega la alegría.
1.-
Los pobres en el espíritu
«Bienaventurados los pobres en el
espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos».
Ojo con esta bienaventuranza: hay que
entenderla bien. A veces se ha dicho —y tiene tradición detrás— que uno puede
ser muy rico y, si “tiene el corazón desprendido” y ayuda mucho, sería
un “rico bueno”. No va por ahí. Jesús declara bienaventurado al pobre.
El pobre es el que no tiene nada.
¿Y quién es el pobre? El que no tiene nada. Ahora, no
confundamos: una cosa es quedarse pobre por una desgracia —un terremoto, una
enfermedad, la guerra, una riada que arrasa casa y campo—, y otra lo que Jesús
llama “pobre”.
Ese “pobre por desgracia” no es el bienaventurado de esta frase. Sería una
lectura engañosa y contraria a la Biblia: Dios prometió a su pueblo que no
hubiera pobres entre ellos (cfr. Dt 15,4), y en la Iglesia primera, al
compartir los bienes, no había necesitados (cfr. Hch 4,34). El mundo que
Dios quiere no es un mundo de miserias, sino uno donde sus hijos vivan en
plenitud. Por eso, la pobreza que Jesús llama bienaventurada no es la miseria
forzada.
La inercia natural nos empuja a acumular
Jesús no está hablando a los desheredados de Cafarnaúm, a los andrajosos o
a los mendigos, sino a sus discípulos: «Bienaventurados
los pobres en el espíritu» (cfr. Mt 5,3). ¿Y eso qué significa?
Que nuestra inercia natural no nos empuja a soltar, sino a retener:
guardamos, acumulamos, y siempre parece poco—para uno, para los hijos, para los
nietos… Esa es la pulsión.
Pobres en el espíritu:
soltar para que sólo permanezca el amor
El Espíritu, en cambio, tira en sentido contrario: a despojarnos, a
no quedarnos con todo, a poner los bienes donde hacen falta.
Bienaventurado es quien se deja llevar por ese Espíritu y no se aferra a lo
que Dios ha puesto en sus manos; bienaventurado quien, al final, no se ha
reservado nada porque lo ha puesto a disposición del que lo necesita. La
imagen es clara: lo que no entregamos “en el camino”, se pierde “en
la aduana”; no se convierte en amor, y sólo el amor permanece.
Dar donde hace falta:
Así vive el que ya pertenece al Reino
¿Quién encarna esto del todo? Jesús de Nazaret. Él no se guardó ni un
instante: todo fue don. Por eso el Padre puede decirle: “Eres de verdad mi
Hijo; has construido el Reino de Dios”. Y ésa es la promesa para los pobres
en el espíritu —no para los pobres por desgracia—: «porque de ellos es el reino de los cielos».
No se trata de “algún día, en el paraíso”: cuando uno se hace pobre por
amor, movido por el Espíritu, ya pertenece al Reino. Ésta es la primera
propuesta de alegría de Jesús. Pobreza por amor, no por desgracia: así empieza
la alegría.
Las bienaventuranzas
2.- Los mansos
«Bienaventurados los mansos, porque ellos
heredarán la tierra».
Cuando oímos “manso” pensamos en alguien tranquilo, que no se mete
en líos y traga injusticias sin rechistar. ¿Habla de eso Jesús? No. Para
entenderlo conviene ir al Salmo 37, de donde toma la frase: allí se describe a
quien, aun sufriendo atropellos, renuncia a la escalada y no responde
con violencia: «Desiste de la ira, abandona el enojo, no te acalores,
que será peor» (cfr. Sal 37,8).
Mansedumbre no es rendirse:
es la fuerza que construye tierra nueva
La Biblia distingue: hay una “ira de Dios”, su amor encendido por la
justicia, y está nuestra ira, buena como alarma cuando vemos una
injusticia, pero peligrosa si se descontrola y se vuelve agresión. La
mansedumbre no es resignarse; es la forma justa de reaccionar:
intervenir, sí, pero sin añadir más mal.
En la lógica del camino, esta bienaventuranza viene antes de la de “los
que lloran”: primero, la tentación es endurecerse y pensar que todo se
arregla empujando; después, cuando se elige amar de verdad, llega el dolor por
cómo están las cosas. Jesús se define así: «aprended de mí, que soy manso y
humilde de corazón» (cfr. Mt 11,29). Tuvo choques serios con el poder
político y religioso, pero los vivió como manso: firme por la justicia, sin
replicar con violencia.
¿Y la promesa? «ellos heredarán la tierra».
No “el cielo”: la tierra. Con Dios, los mansos acaban siendo
constructores de una tierra nueva. Aunque parezca que hoy la tierra la ocupan
los fuertes y los que imponen la cultura del “yo primero”, Dios dice:
con vuestra mansedumbre vamos a levantar algo habitable para todos. Aquí,
ahora.
Las bienaventuranzas
3.- Los que lloran
«Bienaventurados los
que lloran,
porque ellos serán consolados».
A veces hemos vinculado a Dios con el dolor, como si la fe fuera aguantar y
ofrecer penas. Por eso esta frase se leyó mal, «Bienaventurados
los que lloran». No va de eso. El Evangelio es alegría. ¿De qué
llanto habla Jesús? No del que viene por una desgracia cualquiera. Dios no
quiere el dolor.
Implicarse hasta que duela, ahí llega el consuelo
Habla de un llanto que nace del amor. Jesús lloró al ver que su pueblo
rechazaba su propuesta de mundo nuevo y caminaba hacia el desastre (cfr. Lc
19,41-44). Ese dolor es la reacción de quien ama y ve que la alegría del Reino
se está perdiendo.
Miremos alrededor, guerras, abusos, engaños, hipocresía. Siempre queda la
opción de pasar y vivir tranquilo, pero eso no es amar. Bienaventurado quien se
implica hasta que duele, quien sueña y trabaja por una humanidad que se sepa
hija del mismo Padre y viva como hermanos. Su tristeza no viene de sus propios
problemas, sino de cómo va el mundo. La gran tentación es replegarse, pensar
que no hay nada que hacer. Si compramos esa idea, ya hemos perdido.
La promesa es sencilla, «porque ellos
serán consolados». Dios se pone de su lado, sostiene ese amor
que no se rinde y, con gente que ama así, el mundo nuevo empieza ya.
4.- Los
que tienen hambre y sed de la justicia
«Bienaventurados los que tienen hambre y sed de la justicia, porque
ellos quedarán saciados».
¿De qué justicia habla Jesús? No de “hacer pagar”. A veces llamamos justicia a castigar, a mandar
al patíbulo o a la cárcel y decimos “ya se ha hecho justicia”. Esa idea
hasta se proyecta sobre Dios, como si fuera vengativo. No va por ahí.
Justicia que transforma enemigos en hermanos
La justicia de Jesús es el proyecto de amor de Dios para este
mundo. Que todos se sepan hijos suyos y hermanos entre sí. Que los bienes
se compartan. Que el dolor y la necesidad del que está al lado nos importen
como propios. Que aprendamos a perdonar y a convertir enemigos en hermanos. Eso
es lo que hay que desear con hambre y con sed, como el agua en pleno desierto.
Por eso dice «porque ellos quedarán saciados».
No es un sueño ingenuo. Es la promesa de Jesús a quienes de verdad quieren
poner en pie esa justicia.
Las bienaventuranzas
5.- Los misericordiosos
«Bienaventurados los misericordiosos,
porque ellos alcanzarán misericordia».
Solemos pensar la misericordia como compasión, perdonar y no caer en el “que
lo pague”. También lo aplicamos a Dios y entonces aparece la duda, si Dios
es justo, cómo va a ser misericordioso. La salida no es repartir mitad y mitad,
sino limpiar nuestra idea de justicia. La justicia “a nuestra manera”
cae.
En Dios lo que hay es חֶסֶד (ḥésed, se lee “jésed”), amor
incondicional y fiel. Ningún pecado ni rechazo apaga esa pasión de amor. El
metal de Dios es el amor, y es oro puro.
Misericordia en tres pasos: ver, conmoverse, actuar
Cómo se ve esa misericordia. Miremos a Jesús, y en concreto la parábola del
samaritano (cfr. Lc 10,25-37). El samaritano retrata a Jesús que se encuentra
con la humanidad malherida, y a la vez muestra el modo de actuar de quien se
parece al Padre.
Tres gestos de la parábola del samaritano reconocen la misericordia. Primero,
ve. Detecta la necesidad, no aparta la mirada, no se refugia en “mientras
yo esté bien”. Segundo, se conmueve. Compadecer es ‘padecer con’. En
griego σπλαγχνίζομαι (splagchnízomai, se lee “splangjnízomai”),
sentir en las entrañas lo que vive el otro. Tercero, actúa. Si puede
ayudar, lo hace ya.
Ésta es la misericordia de la bienaventuranza. Quien sintoniza con la
misericordia de Dios y de Jesús no es que reciba un “mirar para otro lado”
ante sus pecados. Vive en armonía con el corazón de Dios, que es amor y sólo
amor, y por eso alcanza misericordia.
Las bienaventuranzas
6.- Los limpios de corazón
«Bienaventurados los limpios de corazón,
porque ellos verán a Dios».
Cuando no hay batiburrillo el corazón reconoce a Dios
Para nosotros, “corazón” suena a sentimientos. En la Biblia, en
cambio, es el centro de las decisiones. Y puede estar puro o impuro.
Decimos “oro puro” cuando no está mezclado; igual aquí: un corazón puro
es el que no está mezclado, el que deja que sea Dios quien oriente las
elecciones. Impuro es el corazón con un batiburrillo de “dioses” que dan
órdenes por turnos, dinero, orgullo, codicia, desorden moral…
La promesa es fuerte, «porque ellos verán
a Dios»; es decir, harán experiencia de Dios. A veces
alguien dice “no creo, me faltan argumentos”. El problema no siempre es
de ideas, sino de mezcla interior. Mientras siga ese barullo en el corazón, es
difícil “ver” a Dios. Primero toca limpiar por dentro; entonces
empieza la experiencia.
7.- Los
que trabajan por la paz
«Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque
serán llamados hijos de Dios».
Durante tiempo se dijo “los
pacíficos”, como si bastara con llevarse bien. Está bien, pero se queda corto. Jesús usa εἰρηνοποιοί (eirēnopoioí,
“constructores de paz”), de eirēnē “paz” y poiein “hacer”.
Bienaventurados, por tanto, quienes se ponen manos a la obra. El término
aparece sólo aquí en el Nuevo Testamento, aunque era común en el griego
clásico, y hasta los emperadores se lo colgaban para presentarse como “pacificadores”.
No es ese estilo el que Jesús bendice.
Un ecosistema de bienes que sostenga la vida de todos
¿De qué paz habla? De la que suena a שָׁלוֹם (shalōm, “paz, plenitud
de vida”). No basta con que no haya guerra. Hace falta un ecosistema de
bienes que sostenga la vida de todos. Hablamos de trabajo digno y salario
justo, de salud, educación y vivienda al alcance de cualquiera, de una justicia
que protege y repara, de seguridad sin abusos y con instituciones fiables, de
libertades que se respetan y minorías cuidadas, de familia y comunidad que
acompañan, de una cultura de la vida, de una economía que comparte y abre
crédito justo a los frágiles, de cuidado de la creación y uso responsable de
los recursos, de cultura del diálogo y medios que informan con verdad, de
educación para la paz y de procesos reales de perdón donde hubo daño. Quien
trabaja para que todo esto exista, ése es el bienaventurado del que habla
Jesús.
Y la promesa es preciosa: «porque serán
llamados hijos de Dios». Es como escuchar a Dios decir “sois de
los míos”, porque su deseo es shalom para todos. Cuando levantamos estas
condiciones, Dios mira a esos constructores y reconoce su propio corazón en
ellos.
Las bienaventuranzas
8.- Los perseguidos por causa de la justicia
«Bienaventurados los perseguidos por
causa de la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos. Bienaventurados
vosotros cuando os insulten y os persigan y os calumnien de cualquier modo por
mi causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en el
cielo».
Hemos subido al monte para escuchar la propuesta de vida feliz de Jesús.
Nos alegra haberla escuchado y haberla entendido. Pero no podemos quedarnos
arriba. Toca bajar a la llanura, volver con la gente que piensa distinto, que
sigue otros criterios y otras “bienaventuranzas”.
Del monte a la llanura:
la coherencia tiene precio y promesa
Y le preguntamos a Jesús: ‘si vivimos en serio lo que nos has enseñado,
¿cómo nos irá ahí abajo?’ Jesús responde con una octava bienaventuranza: «Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia»;
es decir, perseguidos por querer la justicia nueva del Reino de Dios. Y habla
claro, no será fácil. Contad con insultos, persecuciones y calumnias por mi
causa (cfr. Mt 5,10-12). Hay un precio cuando se eligen las
bienaventuranzas. Es como si avisara, cuando vean una vida tan distinta, cuando
os oigan hablar de gratuidad, de compartir los bienes, de cuidar a los últimos,
de un amor fiel, definitivo e incondicionado, pondrán trabas o, como mínimo, se
burlarán. Aun así, seréis bienaventurados.
Vivir distinto y ser feliz en medio de la persecución
¿Y por qué? Por dos motivos que Jesús pone en presente. De ellos es el
Reino de los cielos y grande es vuestra recompensa en los cielos. Al oír “cielos”
solemos pensar en el más allá, pero aquí “cielos” nombra el Reino de
Dios, el mundo nuevo que ya ha comenzado y que aparece donde se viven las
bienaventuranzas.
El perseguido no es feliz a pesar de la persecución, sino en la persecución, porque ahí mismo tiene la prueba de que está viviendo de otro modo, no con las claves del mundo viejo, sino con la justicia nueva. De esa certeza profunda nacen la alegría y la paz que Jesús promete.



No hay comentarios:
Publicar un comentario