viernes, 24 de octubre de 2025

Homilía del Domingo XXX del Tiempo Ordinario, ciclo C Lc 18, 9-14 (El fariseo y el publicano en el Templo)

 Homilía del Domingo XXX del Tiempo Ordinario, ciclo C

Lc 18, 9-14

       

        La semana pasada Jesús nos dejó una idea muy simple y potente: orar no va de soltar fórmulas, sino de mantener la cabeza y el corazón a la misma frecuencia que Dios; así, cuando la vida se tuerce o nos topamos con injusticias, elegimos mejor y tomamos decisiones con luz. Si dejamos de orar, se nos agria el ánimo y acabamos eligiendo mal, fuera de sintonía con el Evangelio (cfr. Lc 18,1).

¿Por qué importa cómo oramos?

         No basta con orar mucho; hay que orar bien. La “oración mal hecha” es peligrosa porque nos autoengaña ya que nos confirma en lo que ya pensábamos, nos hace creer que Dios opina como nosotros y nos cierra a cualquier corrección. Entonces, si alguien cuestiona nuestras certezas, lo vivimos como un ataque personal. Para curarnos de eso, Jesús cuenta una parábola dirigida precisamente a gente creyente y cumplidora, no a “ateos y pecadores”: es una advertencia para comunidades como las nuestras, hoy mismo.

Desprecio fino que enfría el corazón

Esta parábola no va contra “los de fuera”, sino para gente de Misa y buena fama: los que cumplen, rezan y, sin darse cuenta, miran por encima del hombro. El Evangelio usa un verbo griego ἐξουθενέω (exoudsenéo), que significa menospreciar, reprobar, despreciar, tratar a los otros como si fueran “nada”. El texto griego lo dice así: «καὶ ἐξουθενοῦντας τοὺς λοιποὺς τὴν παραβολὴν ταύτην» (ke eks-u-the-NÚN-das tus li-PÚS tin pa-ra-vo-LÍN TÁF-tin); que traducido significa: «y a los que despreciaban/a los que tenían por nada a los demás/a los restantes, [dijo/contó] esta parábola».

Nos puede pasar cuando pensamos: “Yo sí hago las cosas bien; los demás, no tanto”. Y ahí nace el desprecio fino, el que no se nota, pero enfría el corazón. Jesús pone en escena a un fariseo (modelo de practicante ejemplar) y a un publicano (tipo con mala prensa) para que nos reconozcamos sin máscaras (cfr. Lc 18,9-10).

La parábola es de las más conocidas: la del fariseo y el publicano. Y no es tan sencilla como parece a primera vista. Escuchemos ante todo a quién va dirigida, para quién la cuenta Jesús. Es importante comprender quiénes son aquellos a quienes Jesús quiere dar una lección.

Parábola no dirigida a ni a los ateos,

ni incrédulo ni a los pecadores

«En aquel tiempo, Jesús dijo esta parábola a algunos que se confiaban en sí mismos por considerarse justos y despreciaban a los demás».

Antes de seguir, conviene notar a quién habla Jesús. No habla a ateos ni a incrédulos ni a quienes llevan una vida desordenada. Habla a los justos, a los que creen y practican, a discípulos devotos, a quienes van siempre a la iglesia, a quienes rezan mucho. Habla a los que desde fuera parecen intachables y a quienes solemos dedicar cumplidos y alabanzas, nunca correcciones. La parábola entra en ese círculo y nos incluye. No para humillar, sino para afinar la mirada y el corazón. ¿Nos dejamos interpelar también nosotros?

Rasgos de esos justos

¿Cómo caracteriza Jesús a esos justos? Jesús los presenta con rasgos muy reconocibles. Primero, gente satisfecha de su propia rectitud, camina con la cabeza alta, convencida de que su lista de deberes morales está impecable y de que, por eso, Dios les debe cosas buenas. Cuidan cada regla al detalle y sienten que cumplen como nadie.

Luego viene la sombra de ese orgullo, miran por encima del hombro. El verbo griego del texto es ἐξουθενέω [eks-u-the-NÉ-o] (tener por nada), tratar a los demás como si no contaran. En la parábola, esa postura toma cuerpo en el fariseo, lo veremos enseguida.

El peligro de la parábola

Aquí está el problema. Pensamos que con el fariseo no tenemos nada que ver. Nos cae mal, lo vemos como un hipócrita lleno de orgullo. En muchos cuadros aparece con gesto altivo, y así se nos queda grabado. Lo imaginamos entrando en el templo con suficiencia, y casi escuchamos su autosatisfacción. Entonces la historia se vuelve cómoda. Sentimos algo de simpatía por el publicano, no porque nos identifiquemos con él, sino porque ahora se muestra humilde y nos despierta compasión. Resultado, no nos vemos en el publicano, pero tampoco soportamos al fariseo. Salimos tranquilos, convencidos de que hoy la lección era para otros. Y ahí está el riesgo, cuando una parábola que debía tocarnos por dentro se convierte en un espejo para los ausentes.

La sorpresa que busca Jesús

Al escuchar la parábola aparece el giro. Jesús quiere que, por un momento, nos caiga bien el fariseo. Quiere que sintamos cercanía con el justo, con la persona correcta, con quien se siente en regla con Dios. Cuando eso sucede, entendemos que la historia va con nosotros, cristianos de hoy, y la cosa se vuelve inquietante. La parábola deja de ser un relato sobre “otros” y se convierte en una pregunta directa sobre cómo oramos y cómo miramos a los demás. ¿Nos atrevemos a entrar ahí sin defensas?

Situar la escena en el Templo de Jerusalén

«Dos hombres subieron al templo a orar. Uno era fariseo; el otro, publicano. El fariseo, erguido, oraba así en su interior: “¡Oh Dios!, te doy gracias porque no soy como los demás hombres: ladrones, injustos, adúlteros; ni tampoco como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo».

 

Pongámonos en el lugar. Imaginemos la explanada del Templo y fijemos la vista en el lado sur. Allí estaba el Pórtico Real, una franja larguísima que corría unos 280 metros en dirección a Siloé. Si bajamos por la calle que desciende desde ese borde sur, tras unos 250 metros aparece la piscina (la piscina de Siloé —Hebreo: בְּרֵכַת הַשִּׁלֹּחַ (Breḵat ha-Šiloáḥ, “estanque del Envío”); Griego: Σιλωάμ—, el gran estanque al sur del recinto del templo, usado por los peregrinos para las abluciones antes de subir (cfr. Jn 9,7).

En esa zona había dos entradas monumentales con grandes escalinatas. La del este medía unos 15 metros de ancho y conducía a una puerta triple, un acceso reservado a sacerdotes y levitas. Jesús no entró por ahí, Él era laico. Podía entrar por la otra, la del oeste, una escalinata de unos 60 metros que llevaba a una puerta doble. La subida iba por la derecha y la bajada por la izquierda.

En toda regla hay una excepción

La regla era clara, subida por la derecha y bajada por la izquierda. Existía, sin embargo, una excepción discreta. Quien llevaba una tribulación podía invertir la marcha y descender por la derecha. Al cruzarse con quienes subían, todos entendían el mensaje sin palabras, me pesa algo, acuérdate de mí cuando entres a orar. Un gesto mínimo y compartido por los peregrinos, humilde y elocuente a la vez.

Hoy se ve aún la huella de todo aquello. La escalinata de la puerta triple está reconstruida y la puerta está tapiada. Por allí pasaron sin duda Anás, Caifás o Zacarías, hombres del servicio del Templo. La otra escalinata, la de 60 metros, ha sido desenterrada y se conserva tal cual. Por esos mismos peldaños, de piedra viva, subieron los pies descalzos de Jesús. Al mirarla, casi vemos a los dos hombres de la parábola que suben al Templo para orar, uno junto al otro, cada cual con su mundo por dentro.

Nuestro modo de orar

manifiesta cómo es nuestra fe

La gente subía al templo a ofrecer sacrificios, a cumplir votos, a pedir gracias, a implorar perdón, en definitiva, a orar (cfr. Lc 18,10). Estos dos van a lo mismo, van a orar. Los salmos lo dicen con una imagen preciosa, ir a ver el rostro del Señor. El salmista suspira así, «¿cuándo podré volver a ver el rostro de Dios?» (cfr. Sal 42,3). Orar es justamente eso, presentarse ante el פָּנִים / pānîm (rostro) de Dios. Y, como reconocemos a las personas por su cara, también por nuestras oraciones se reconoce a quién hablamos y qué rostro tiene para nosotros Dios.

Ese deseo no nace de la nada. Moisés se atrevió a pedir ver la gloria de Dios y quedó a resguardo en la hendidura de la roca, porque nadie ve a Dios de frente y sigue con vida (cfr. Ex 33,18–23). Jacob habló desde la herida y la bendición y dijo que había visto a Dios cara a cara y que seguía con vida, y llamó a aquel lugar Penuel [פְּנוּאֵל / פְּנִיאֵל (Penuʾel / Peniʾel), “rostro de Dios”; es el lugar donde Jacob, tras luchar toda la noche con “un hombre”, dice: «He visto a Dios cara a cara y he quedado con vida», y por eso pone ese nombre al sitio], rostro de Dios (cfr. Gn 32,31).

El anhelo diario de Israel

Israel convirtió ese anhelo en bendición diaria, el Señor haga brillar su rostro sobre ti (cfr. Nm 6,25), y en plegaria insistente, tu rostro buscaré, no me lo escondas (cfr. Sal 27,8–9). Cuando oramos hoy nos ponemos en esa misma corriente, no para repetir fórmulas sin alma, sino para buscar su rostro פָּנִים / pānîm, dejarnos mirar y aprender a mirar como Él.

Verificar el rostro de Dios en la oración

Conviene hacernos una pregunta sencilla cada vez que oramos, ¿el Dios al que me dirijo tiene el rostro de Jesús de Nazaret o me estoy hablando a una idea que otros me enseñaron y que quizá no corresponde al Dios vivo?

El dios de la varita mágica

Si en mi cabeza aparece un ser con varita mágica, al que trato de convencer para que resuelva mis asuntos a golpe de milagro, ahí no está el Dios de Jesús.

Dios no es el genio de

la lámpara maravillosa de Aladín

Jesús nos muestra al Padre que mira, sale al encuentro y transforma desde dentro, no un genio de lámpara que concede deseos caprichosos (cfr. Jn 14,9). Por eso la oración del discípulo se parece al Padre nuestro, confianza, pan de cada día, perdón compartido, cuidado ante la tentación, no truco ni atajo (cfr. Mt 6,9–13). Vale la pena parar un momento antes de empezar a rezar y preguntar en silencio, ¿a quién estoy hablando de verdad, qué rostro tiene mi Dios? Si responde Jesús, vamos por buen camino; si responde otro, es hora de corregir el rumbo.

Dos que oran, dos rostros de “Dios”

Veremos que estos dos que suben al templo oran ante dos rostros distintos de “Dios”. No es el mismo interlocutor en su interior. Por eso la parábola nos sirve de espejo, porque muestra cómo una imagen de Dios puede alejarse del Dios de Jesús sin que nos demos cuenta.

Quién es el fariseo, de verdad

Jesús coloca juntos a dos figuras en los extremos de la vida religiosa de Israel. El fariseo representa al observante, alguien respetado por su fidelidad a la Ley y a las prácticas de piedad, un laico serio y comprometido. No equivalía a “falso”, como a veces nos suena cuando oímos los «¡ay de vosotros… hipócritas!» dirigidos a ciertos escribas y fariseos en otro contexto (cfr. Mt 23). Para que nos entendamos bien, en el griego bíblico hipócrita, ὑποκριτής (actor, quien habla tras una máscara) y ὑπόκρισις (fingimiento) vienen del teatro. No designan a quien falla y vuelve a intentarlo, describen a quien usa lo religioso como máscara. Jesús aplica esa palabra cuando la piedad se convierte en escaparate, dar limosna, orar o ayunar para ser vistos, y entonces la llama hipocresía porque por fuera parece devoción y por dentro busca aplauso o ventaja personal (cfr. Mt 6,2.5.16; Mt 7,5; Mt 23; Mt 15,7–9; Is 29,13). También la primera comunidad lo detecta cuando la incoherencia arrastra a otros y pide dejar a un lado las ὑποκρίσεις en la vida fraterna (cfr. Gal 2,13; 1 Pe 2,1). En hebreo aparece חָנֵף / ḥānēf (impío, hipócrita) y el libro de Job recuerda que esa actitud no se sostiene ante Dios al final del camino (cfr. Job 13,16). Dicho sencillo, hipocresía no es fragilidad, es doblez, no es caer, es fingir.

Nicodemo es llamado fariseo y «jefe de los judíos», y Jesús conversa con él de noche con respeto y hondura (cfr. Jn 3,1). Pablo reconoce su propia formación farisea con naturalidad, «según la Ley, fariseo» y «soy fariseo, hijo de fariseos» (cfr. Flp 3,5; Hch 23,6), y al hablar de sus hermanos dice algo clave, «les doy testimonio de que tienen celo por Dios» aunque necesiten luz mayor (cfr. Rom 10,2). Con este marco en mente podemos escuchar la oración del fariseo sin caricaturas. Luego miraremos al τελώνης (recaudador), el llamado “publicano”, cuya fama era mala por sus oficios, pero cuya oración abre un camino nuevo.

Sin teatralidad en la oración

Jesús presenta al fariseo así, de pie, oraba, y del publicano dirá algo semejante, de pie, a cierta distancia (cfr. Lc 18,11.13). No hay soberbia en esa postura, en el mundo judío orar de pie es lo habitual, una forma sobria de ponerse ante Dios sin máscaras, igual que recuerda Marcos, cuando os pongáis a orar, si tenéis algo contra alguien, perdonad, de pie (cfr. Mc 11,25). Así que, hasta aquí, el fariseo ora bien. Tal vez a nosotros nos venga bien recuperar esa forma de orar, cuerpo despierto y corazón atento, de pie ante el Padre como hijos. Cuando escuchamos la Palabra, tiene sentido sentarse; cuando hablamos con Él, estar de pie ayuda a tomar conciencia del Tú que tenemos delante. Lo importante no es la pose, sino que el cuerpo acompañe la verdad de lo que decimos a Dios.

El fallo del fariseo

Aquí se desnuda el fallo. El texto dice «ὁ Φαρισαῖος σταθεὶς πρὸς ἑαυτόν ταῦτα προσηύχετο·»; que traducido es: «El fariseo, de pie, oraba para sí estas cosas» / «oraba consigo mismo estas cosas»; hacía sí mismo, no “en voz baja”. Indica repliegue, la palabra que sale y rebota en la propia pared. Él cree que habla con Dios y en realidad se contesta a sí mismo. El “Tú” se borra y queda un “yo” que se aplaude. El dios que escucha no es el Padre de Jesús, es la idea que más le conviene, la que piensa como él, premia al que cumple, castiga al que falla y mantiene lejos a los que considera impuros. Por eso su acción de gracias suena a balance de méritos, «te doy gracias porque no soy como los demás… ni como ese publicano» (cfr. Lc 18,11). Cuando la oración pierde el Tú, la teología se vuelve espejo. Y un espejo, por muy pulido que esté, no responde, sólo devuelve nuestra propia imagen.

La verdad del fariseo, sin máscaras

Digámoslo sin prejuicios. El fariseo es sincero y habla ante Dios con la conciencia tranquila. No inventa méritos ni maquilla su vida. Da gracias porque no vive del robo ni del engaño, y eso, en sí mismo, es bueno. El roce aparece en otro sitio.

La gratitud se vuelve comparación y la comparación se convierte en vara de medir a los demás, en especial al publicano. La verdad sobre uno mismo, cuando pierde humildad, se transforma en juicio. Su oración dice cosas ciertas, pero el Tú de Dios queda desdibujado y asoma el yo que se aplaude. Por eso la parábola incomoda. No denuncia una mentira evidente. Señala una verdad vivida de un modo que encoge el corazón. Y ahí nos toca a todos. ¿Cómo agradecer sin ponernos por encima de nadie? ¿Cómo hablar con Dios sin que la oración se convierta en espejo?

Continúa con el elenco de sus virtudes

1.- El ayuno más allá del mínimo

El fariseo añade algo que impresiona; «Ayuno dos veces por semana». En la Ley sólo hay un ayuno obligatorio, el del Yōm Kippūr / יוֹם כִּפּוּר (día del perdón), con la llamada a afligir el alma en la Expiación (cfr. Lev 16,29–31; Lev 23,27–32; Nm 29,7). Más tarde Israel asumió otros ayunos de memoria y duelo, los del cuarto, quinto, séptimo y décimo mes que recuerda Zacarías, con la promesa de que un día serán alegría (cfr. Zac 8,19). La costumbre de dos ayunos semanales aparece en la parábola y la conoce bien la tradición judía. La Iglesia naciente incluso la replantea para sus días de práctica, miércoles y viernes, como enseña la Didaché (Διδαχή), un manual cristiano muy temprano, «no ayunéis con los hipócritas» dice, ayunad los miércoles y los viernes (cfr. Διδαχή 8,1). Sobre el detalle de lunes y jueves conviene precisión, no es texto bíblico, pertenece a la tradición posterior, a veces vinculada a la memoria de Moisés. Lo decisivo para el relato sigue siendo el corazón con el que ese rigor se convierte o no en encuentro con Dios.

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2.- El diezmo sin regateos

Luego aparece otra pieza de su piedad, «pago el diezmo de todo lo que tengo». La Ley pedía apartar el diez por ciento del grano, del vino y del aceite, y contar cada décimo animal del rebaño para sostener el culto y a los levitas, con una parte periódica reservada a pobres, viudas, huérfanos y forasteros (cfr. Lev 27,30–32; Nm 18,21–24; Dt 14,22–29). El fariseo va un paso más allá y lo formula así, «ἀποδεκατεύω πάντα ὅσα κτῶμαι», «Doy el diezmo de cuanto adquiero»; también puede verterse «Entrego el diezmo de todo cuanto adquiero». No sólo diezmaba lo que producía, también lo que compraba. Si recibía algo y sospechaba que el productor no apartó el diezmo, lo apartaba él al recibirlo. Mateo recuerda que los fariseos diezmaban hasta las hierbas más pequeñas, detalle que encaja con esta forma estricta de vivir la Ley (cfr. Mt 23,23). Mirado de frente, cuesta encontrarle tacha. Hay convicción, coherencia y un deseo real de no beneficiarse de trampas ajenas. A oídos de la época sonaría ejemplar, justo lo que muchos habrían dicho, así debería presentarse uno ante Dios, con cuentas claras y manos limpias.


No conviertas la oración en espejo

Llegados aquí, es fácil que el fariseo nos caiga bien, y eso busca Jesús. Ojalá muchos fueran así, responsables y con las cuentas claras, ahí no hay reproche. El asunto no está en lo que hace, sino en cómo se sitúa ante Dios. Al orar, la gratitud se le desliza hacia la comparación y Dios queda al fondo de la escena. La parábola no viene a discutir su moral, viene a educar su oración. Y nos coloca frente al espejo porque también a nosotros nos sucede, sin mala intención convertimos la acción de gracias en balance, hablamos con la idea de Dios que ya traíamos y usamos la oración para confirmarnos más que para convertirnos.

No nos engañe la impresión del publicano

«El publicano, en cambio, quedándose atrás, no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho diciendo: “Oh Dios!, ten compasión de este pecador”».

Hemos escuchado al fariseo pasar revista a sus obras y esperar la recompensa merecida. El publicano no trae nada que mostrar. Por eso se queda a distancia, no se atreve a levantar la mirada, se golpea el pecho y resume su fe en una frase mínima, «ἱλάσθητί μοι τῷ ἁμαρτωλῷ» (sé propicio a mí, pecador). No se excusa, no compara, no negocia, sólo se entrega tal cual. Al verle nace la ternura y apetece recordarle en una sola línea lo que cantan los salmos, «El Señor es compasivo y clemente, lento a la ira y grande en misericordia, no nos trata según nuestros pecados ni nos paga conforme a nuestras culpas, como se alzan los cielos sobre la tierra así de grande es su misericordia, como dista el oriente del occidente así aleja de nosotros nuestras rebeldías, como un padre siente ternura por sus hijos siente el Señor ternura por sus fieles, porque él conoce de qué estamos hechos, se acuerda de que somos polvo» (cfr. Sal 103,8–14). Aquí la oración no presenta méritos, presenta verdad. Y la verdad, cuando se pone en manos de Dios, abre camino.

      Atención aquí, porque la primera impresión engaña. No es un buenazo tímido, es τελώνης (recaudador), un arrendatario de impuestos. Roma fijaba una cuota y el margen salía de lo que lograra cobrar de más. Legalmente podía aplicar tasas y recargos, así que vivía en la zona gris entre lo permitido y el abuso. Por eso su oficio arrastra tres sombras. Primera, colabora con el poder ocupante y se enriquece a costa de su gente. Segunda, su contacto constante con gentiles y con dinero dudoso lo vuelve ritualmente impuro a ojos de muchos, de ahí la distancia social. Tercera, la sospecha de fraude: su palabra no se tiene por fiable y su trato es evitado. La tradición es severa con quien ha defraudado, no basta con prometer enmendarse, hay que restituir con un quinto añadido, el famoso veinte por ciento (cfr. Lev 5,24). Todo eso explica el gesto del publicano. Se queda lejos, baja la mirada y sólo acierta a decir, «ἱλάσθητί μοι τῷ ἁμαρτωλῷ» (sé propicio a mí, pecador). No trae excusas ni currículum, trae la verdad desnuda.

Con quién caminaríamos y a quién oramos

Ahora que sabemos quiénes son, preguntémonos sin prisa. ¿Con quién saldríamos a pasear? ¿Con un publicano, aguantando miradas y murmullos? ¿O más bien con un fariseo, alguien leal, honesto, íntegro, con quien uno caminaría sin vergüenza? Jesús no entra aquí a desautorizar esa impresión. En moral, muchos le daríamos la razón: el fariseo vive rectamente y el publicano carga con delitos. El punto de Jesús va por otro lado. No evalúa su expediente, examina el rostro de Dios al que cada uno se dirige.

En la parábola no rezan al mismo Dios, hablan con dos “dioses” distintos. Eso es lo que Jesús quiere que entendamos muy bien: cuando oramos, ¿a quién le hablamos de verdad?, ¿qué rostro tiene para nosotros Dios?, ¿es el Dios de Jesús de Nazaret o una idea cómoda hecha a nuestra medida?

El juicio de Jesús sobre su oración

Descubramos ahora el juicio de Jesús, no sobre la vida moral de los dos, sino sobre su oración, sobre el Dios que es su interlocutor.

«Os digo que este bajó a su casa justificado, y aquel no. Porque todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido».

 

Por qué el fariseo no vuelve justificado

La clave está en su oración. El Dios al que se dirige tiene rostro de contable, toma nota de méritos y registra culpas. Comienza con un “te doy gracias”, pero la gratitud se apoya en sí mismo.

Si hablara con el Dios vivo, su acción de gracias sonaría distinta, todo lo bueno remitido a la gracia recibida y a la Palabra que lo sostuvo. Algo así, “Señor, vengo a verte el rostro, soy feliz y no sé cómo darte gracias, todo te lo debo. Tu Palabra guio mis pasos, me guardaste en tentaciones, me diste familia y luz. Ayúdame ahora a ese hermano del fondo, quiero que conozca tu alegría”. Con esa música, seguiría siendo íntegro, pero la justicia vendría de Dios y no de su propio balance.

El fariseo no es malo, es ingenuo. Confunde frutos con raíz, piensa que las obras hacen justo al hombre, cuando las obras buenas son el signo de que Dios ya está obrando dentro. Vuelve a casa con sus obras intactas, pero sin haber entrado en relación justa con el Dios verdadero, y de esa imagen estrecha nacen muros entre “justos” y “pecadores”, gente a la que tiende a ἐξουθενέω (tener por nada) (cfr. Lc 18,9).

 

El publicano golpea su pecho

Pide ser sostenido por Dios

El publicano se queda a distancia, reconoce que está lejos. No alza los ojos, sabe que no tiene de qué presumir ante Dios. Se golpea el pecho, señala el lugar de las decisiones, el לֵב / lēv (corazón). Ahí percibe el daño y lo declara sin excusas. Su gesto resulta sorprendente, los hombres no solían hacerlo, era lenguaje de duelo más propio de mujeres. Con ese golpe humilde parece decir el salmo, «Crea en mí, oh Dios, un corazón puro» (cfr. Sal 51,12). Y su oración cabe en una línea, «ἱλάσθητί μοι τῷ ἁμαρτωλῷ» (sé propicio a mí, pecador). No hace inventario de culpas, no negocia castigos. Agradece haber entendido que debía cambiar de camino y pide ser sostenido por la misericordia que perdona y acompaña. Por eso puede ser justificado, porque deja a Dios hacer en él lo que él no puede por sí solo.

La vida espiritual no entiende de contabilidad

El versículo de arranque lo dice sin rodeos, «Jesús dijo esta parábola a algunos que se confiaban en sí mismos por considerarse justos y despreciaban a los demás»; va dirigida a quienes se tienen por justos y desprecian a los demás. No habla de los fariseos de entonces, habla del fermento fariseo de ahora, presente también en comunidades cristianas. Cuando oramos a un “dios” que anota méritos y nada más, cuando convertimos la vida espiritual en contabilidad, entramos en la espiritualidad del mérito, que niega la gratuidad del amor. La parábola corrige esa imagen, nos devuelve al rostro del Dios de Jesús de Nazaret, el único que puede justificar, sanar y enseñar a mirar a los otros sin comparaciones.

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