martes, 1 de noviembre de 2016

Homilía del Domingo XXXI del Tiempo Ordinario, Ciclo C

HOMILÍA DEL DOMINGO XXXI DEL TIEMPO ORDINARIO, CICLO C

            No se si a ustedes le sucederá, pero a mí a veces. Hay días que cuando escruto –rezo con la Biblia- la Palabra me sucede como aquel que ha quedado en parada cardio-respiratoria y es sometido a una reanimación. Sólo consigo entender lo que significan las palabras pero no puedo ir más allá, no consigo sacar nada. Quedo como en parada cardio respiratoria. Y muchas veces gracias a la constancia y lucha por la vida de ese paciente se le consigue traer de nuevo al mundo de los vivos; pues conmigo tienen que insistir mucho porque la lectura del electrocardiograma a veces es plana cuando escucho la Palabra. ¿No les sucede a ustedes que escuchan la Palabra de Dios y a veces no les dice ‘ni fu ni fa’? Y muchos hermanos suelen decir que la Palabra ‘no les dice nada’ porque ‘están fríos en la fe’ o ‘débiles en la fe’. Aunque lo más sorprendente –por lo decepcionante que puede llegar a ser- es cuando uno se encuentra algún cristiano, que con cara de profunda extrañeza va y te pregunta: «¿Que me estas contando? ¿Te has fumado algún porro? ¿O es que has saqueado el mini bar del salón de tu casa? ¿Dices que la Palabra de Dios tiene algo de especial para decirte algo personalmente a ti? ¿Y que más? ¿Por qué no me cuentas las conversaciones nocturnas que mantienes con tu gato?». A lo que ya uno ‘se corta’ y ya tienes cierto temor de decirle: «Yo, a veces hablo con Dios y me responde a su modo, ¿a ti Él no te dice nada?», porque se corre el alto riesgo de ‘tener que echar patas’ delante de la furgoneta de los enfermeros del manicomio.   
            Lo que pasa es que cuando uno nace en un contexto social y cultural donde muchas cosas que son pecado son percibidas como cotidianas, nuestra sensibilidad hacia las cosas de Dios queda notablemente eclipsada. E incluso aquellos que deberíamos ir por delante planteando una lectura creyente de la realidad, hacemos una lectura meramente horizontal, pobrísima. Nos encontramos hoy a Jesús que propicia un encuentro con Zaqueo. Nos cuenta el Evangelio  que Jesús al llegar a la altura de la higuera donde se encontraba subido Zaqueo, levantó los ojos y le dijo: «Zaqueo, baja en seguida, porque hoy tengo que alojarme en tu casa». A lo que él responde con gran alegría. Pero todos aquellos que lo estaban presenciando ya estaban haciendo su lectura horizontal, extremadamente pobre y decepcionante hasta decir basta, totalmente plana: nos cuenta la Palabra que todos murmuraban diciendo que «ha entrado a hospedarse en casa de un pecador». El caso es que esos judíos se consideraban justos y cumplidores con la Ley, pero Dios no estaba ni en su pensamiento ni en su corazón. Se cumple las palabras del profeta Isaías: «Este pueblo me alaba con la boca, y me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí y el culto que me rinden es puro precepto humano, simple rutina» (Is 29, 13).
            Y es que resulta que esto también nos pasa a nosotros, por eso la Palabra nos interpela y nos obliga a estar vigilantes. Resulta que un muchacho está pidiendo al Señor que le regale una novia porque cree que su vocación en la Iglesia es al matrimonio. Y el Señor tiene a bien el concedérselo. Pero cuando está con ella se olvida que esa chica es un don dado por Dios y empieza a vivir un noviazgo mundano, lejos de aquel prometido noviazgo cristiano. Y como las personas que le rodean no le plantean la enorme falsedad que está acarreando en su noviazgo, sino que comparten con él esos criterios mundanos y así se van propiciando a que se vaya olvidando totalmente la originaria intervención divina. O ese matrimonio que se casan por la Iglesia y que piden a Dios el don de los hijos. Dios se les concede, pero tan pronto como los tienen empiezan a actuar como si ellos fueran suyos, no transmitiéndoles la fe, dando siempre prioridad a todas las cosas antes que todo lo que afecte a la educación como cristianos. Se olvidan que esos padres meramente son los custodios de esos hijos dados por Dios para que les cuiden, protejan y eduquen.
            O el caso de ese joven que pide a Dios un trabajo para poder sentirse útil y así poder ejercer en lo que se había preparado. Dios se lo concede, pero tan pronto como siente que tiene que dejar un día sin acudir al trabajo por anunciar el Evangelio o para nutrirse en su vida espiritual, tiende a prevalecer los criterios del miedo antes que los de la confianza en Dios. Y uno se dice: no sea que por no acudir ese día al trabajo me vayan a despedir o me empiecen a mirar mal. Pero vamos a ver, ¿quién te ha dado ese trabajo?, ¿no ha sido Dios?; por lo tanto, si ese trabajo es fruto de lo que lo que tú pedías a Dios, ¿por qué no se va a ser agradecido al Señor dando testimonio de nuestra fe ante los compañeros de trabajo? ¿Es que acaso tienes miedo a ser despedido? ¿No será que digas que «el Señor tu Dios es tu único Señor y le amarás con todas tus fuerzas, con todo tu ser»,… pero realmente eres tú el primero en vez de Dios?
            Cuando se hacen lecturas horizontales nos olvidamos de la real existencia de lo sobrenatural que sostiene y alienta todo lo cotidiano. Y la historia se vuelve a repetir: porque nuestros becerros de oro, a los cuales tributamos culto ya que son nuestros ídolos, aunque no lo queramos reconocer, es esa novia, son esos hijos o es ese trabajo. Y lo que resulta más sorprendente es que estamos tan engañados que llegamos a negar de la existencia de nuestros ídolos.
            Sin embargo Jesucristo hace añicos esa lectura horizontal de la vida. Inyecta una dosis de espiritualidad en ese encuentro con Zaqueo.  Ante las palabras de arrepentimiento de Zaqueo, Jesús no se queda con una valoración meramente moral, sino que le invita a orientar toda su existencia desde la fe que tuvo Abrahán. Que fiarse de Dios es lo que conduce a la salvación. Le invita a que su espiritualidad renazca del agua y del Espíritu de Dios. Jesucristo no se queda en la mera religiosidad natural que tenía Zaqueo, sino que por medio de su encuentro con este recaudador de impuestos le ha abierto el oído para que escuche la Palabra y vaya dando pasos hacia la conversión personal. De tal modo que según vaya avanzando irá reconociendo cómo el Señor ha ido haciendo obras grandes en él, de las que ahora empieza a ser consciente y a brotar el agradecimiento sincero. Y según se va avanzando en esa lucha interna que es la conversión, se va descubriendo de un modo más nítido, que el mundo con sus cosas son ceniza, mientras que estar con Cristo es, sin duda, lo mejor.
30 de octubre de 2016
Lecturas:
Sab 11,22-12,2
Sal 144
2 Tes 1,11-2,2

Lc 19, 1-10

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