sábado, 12 de noviembre de 2016

Homilía del Domingo XXXIII del Tiempo Ordinario, Ciclo C

HOMILÍA DEL DOMINGO XXXIII DEL TIEMPO ORDINARIO, CICLO C
            Hoy al escrutar la Palabra para poder hacer esta homilía me ha venido al a mente a aquellas personas que son referentes en nuestras vidas. Personas, mejor dicho, cristianos que no solamente dicen que se fían de Jesucristo, sino que con su modo de actuar lo van demostrando.
            Nos dice San Pablo en su carta a la Comunidad de Tesalónica que «ya sabéis vosotros cómo tenéis que imitar nuestro ejemplo» y lo hacen «para darnos un modelo que imitar». Pero claro, cuando uno está en un colegio interno, en un campamento o en una institución o colectivo donde todos sienten o piensan más o menos parecido, te sientes integrado en esa forma de pensar o sentir. Se encuentra uno muy a gusto cuando se está al calorcito de la lumbre de esa particular ‘chimenea’. Hay temas importantes donde no solamente hay consenso, sino que hay firme convicción: el estar abierto a la vida, un noviazgo en castidad, el no apego ni a las riquezas ni a los afectos, la importancia de ir dando pasos para ‘morir a uno mismo’, la necesidad de celebrar la Eucaristía semanalmente con los hermanos, etc. Hay cosas que no se discuten, porque se ven como buenas, necesarias y deseadas.
Pero, ¿y qué pasa con aquellos jóvenes, y no tan jóvenes, que aún viviendo como Cristo desea que vivamos, están sufriendo las fuertes heladas de la secularización? Porque puede ser que influenciados por lo que ellos vean fuera, empiecen a surgir dudas y a cuestionar lo que en un primer momento era una fuerte convicción. El Demonio actúa como las heladas en las hendiduras de las rocas. El agua se cuela por esas hendiduras y al helarse genera una fractura interna mayor en la roca. Porque ya a uno le empieza a costar –dar pereza- ir a la Eucaristía, empiezan a aparecen excusas más o menos elaboradas para ausentarse de la comunidad cristiana y no digamos nada para acudir al sacramento del perdón, etc.
Aparece un chico o una chica que ‘hace tilín’ y resulta que todas las cosas que antes has oído del noviazgo cristiano y de las que estaba más o menos de acuerdo, ahora se pone en crisis absoluta. Es que resulta que en mi matrimonio siempre hemos inculcado principios cristianos y ahora mi hijo o mi hija quiere estar en nuestra casa, con nosotros, pero no acepta los principios cristianos y desea vivir al estilo pagano ‘bajo nuestra techo’. Y ante esto ¿la firme determinación de vivir la fe en el hogar tiene que doblegarse ante la voluntad del hijo o de la hija? ¿No deberíamos de posicionarnos firmemente aunque esto suponga  una salida ‘un poco traumática’ de ese hijo de esa casa? Cuando uno no se encuentra en esa tesitura o en esas situaciones tan delicadas, uno es tan ingenuo ‘de sacar pecho’ y de decir, como dijo San Pedro: «Aunque todos te abandonen, yo  no te abandonaré»; pero claro, cuando uno ve cómo su persona corre peligro, uno ‘cambia de camisa’ tan rápido que se lo saca sin quitar ni los botones.
Es que una cosa es lo que uno cree y otra cosa es ser consecuente con lo que se cree. Y lo que nos pasa es lo mismo que al pueblo judío cuando estaba atravesando el desierto durante esos cuarenta años: muchos esfuerzos y muy pocas gratificaciones inmediatas nos desalientan. Y es aquí cuando entra en escena el Demonio: «¿Cómo es que Dios no os permite comer de ningún árbol del paraíso?» (cf. Gn 3,2); ¿cómo es que Dios permite que lo estés pasando tan mal? ¿Por qué permites que te roben tiempo con esas oraciones y esas reuniones mientras tú podrías hacer otras cosas? ¿Es que acaso necesitas que aún te estén tutelando? Esta es la forma de actuar del Demonio. Sin embargo nosotros tenemos en la mente a aquellos que sí son modelos a imitar, tal y como nos recuerda el apóstol san Pablo: al mismo Cristo, a los Apóstoles, a los catequistas, a los presbíteros (si son fieles a lo que tienen que serlo).
Y estos modelos a imitar nos enseñan a vivir en la verdad, a no contentarnos con admirar la calidad de la piedra y los exvotos del templo. Nos enseñan a no contentarnos o ensimismarnos con los ingresos mensuales que entran en la cartilla de ahorros fruto del trabajo; nos enseñan a no contentarnos con los éxitos profesionales o estudiantiles que uno pueda experimentar; nos enseñan a no sentirnos satisfechos por sentirnos afectivamente correspondidos; etc., sino que seamos capaces de reconocer que si no lo hacemos todo por amor a Dios, todo lo conseguido o adquirido se derrumbará como un castillo de arena en la playa.  
Ese modo de vivir a ser imitado nos remite a una realidad que a pesar de no ser percibida, realmente existe. Fiándonos de esos modelos de vida nos vamos encaminando por las sendas del Espíritu y, poco a poco, Dios nos va desvelando realidades ocultas y vamos adquiriendo tanto las fuerzas como las razones que el mundo ni capta, ni desea aceptar, viéndose privados de la Sabiduría infinita de Dios.

Lecturas:
Mal 3, 19-20ª
Sal 97
2 Tes 3,7-12
Lc 21, 5-19

13 de noviembre 2016 

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