HOMILÍA DEL
DOMINGO XXXIII DEL TIEMPO ORDINARIO, CICLO C
Hoy
al escrutar la Palabra
para poder hacer esta homilía me ha venido al a mente a aquellas personas que
son referentes en nuestras vidas. Personas, mejor dicho, cristianos que no
solamente dicen que se fían de Jesucristo, sino que con su modo de actuar lo van demostrando.
Nos
dice San Pablo en su carta a la
Comunidad de Tesalónica que «ya sabéis
vosotros cómo tenéis que imitar nuestro ejemplo» y lo hacen «para darnos un modelo que imitar». Pero claro,
cuando uno está en un colegio interno, en un campamento o en una institución o
colectivo donde todos sienten o piensan más o menos parecido, te sientes integrado
en esa forma de pensar o sentir. Se encuentra uno muy a gusto cuando se está al
calorcito de la lumbre de esa particular ‘chimenea’. Hay temas importantes
donde no solamente hay consenso, sino que hay firme convicción: el estar
abierto a la vida, un noviazgo en castidad, el no apego ni a las riquezas ni a
los afectos, la importancia de ir dando pasos para ‘morir a uno mismo’, la
necesidad de celebrar la
Eucaristía semanalmente con los hermanos, etc. Hay cosas que
no se discuten, porque se ven como buenas, necesarias y deseadas.
Pero, ¿y qué pasa con aquellos jóvenes, y no tan
jóvenes, que aún viviendo como Cristo desea que vivamos, están sufriendo las
fuertes heladas de la secularización? Porque puede ser que influenciados
por lo que ellos vean fuera, empiecen a
surgir dudas y a cuestionar lo que en un primer momento era una fuerte
convicción. El Demonio actúa como las heladas en las hendiduras de las
rocas. El agua se cuela por esas hendiduras y al helarse genera una fractura
interna mayor en la roca. Porque ya a uno le empieza a costar –dar pereza- ir a
la Eucaristía ,
empiezan a aparecen excusas más o menos elaboradas para ausentarse de la
comunidad cristiana y no digamos nada para acudir al sacramento del perdón,
etc.
Aparece un chico o una
chica que ‘hace tilín’ y resulta que
todas las cosas que antes has oído del noviazgo cristiano y de las que estaba
más o menos de acuerdo, ahora se pone en crisis absoluta. Es que resulta que en
mi matrimonio siempre hemos inculcado principios cristianos y ahora mi hijo o
mi hija quiere estar en nuestra casa, con nosotros, pero no acepta los
principios cristianos y desea vivir al estilo pagano ‘bajo nuestra techo’. Y
ante esto ¿la firme determinación de vivir la fe en el hogar tiene que
doblegarse ante la voluntad del hijo o de la hija? ¿No deberíamos de
posicionarnos firmemente aunque esto suponga
una salida ‘un poco traumática’ de ese hijo de esa casa? Cuando uno no
se encuentra en esa tesitura o en esas situaciones tan delicadas, uno es tan
ingenuo ‘de sacar pecho’ y de decir, como dijo San Pedro: «Aunque todos te abandonen, yo no
te abandonaré»; pero claro, cuando uno ve cómo su persona corre peligro,
uno ‘cambia de camisa’ tan rápido que se lo saca sin quitar ni los botones.
Es que una cosa es lo que
uno cree y otra cosa es ser consecuente con lo que se cree. Y lo que nos pasa
es lo mismo que al pueblo judío cuando estaba atravesando el desierto durante
esos cuarenta años: muchos esfuerzos y
muy pocas gratificaciones inmediatas nos desalientan. Y es aquí cuando
entra en escena el Demonio: «¿Cómo es que Dios no
os permite comer de ningún árbol del paraíso?» (cf. Gn 3,2);
¿cómo es que Dios permite que lo estés pasando tan mal? ¿Por qué permites que
te roben tiempo con esas oraciones y esas reuniones mientras tú podrías hacer
otras cosas? ¿Es que acaso necesitas que aún te estén tutelando? Esta es la
forma de actuar del Demonio. Sin embargo nosotros tenemos en la mente a aquellos que sí son modelos a imitar, tal y como
nos recuerda el apóstol san Pablo: al mismo Cristo, a los Apóstoles, a los
catequistas, a los presbíteros (si son fieles a lo que tienen que serlo).
Y estos modelos a imitar
nos enseñan a vivir en la verdad, a no contentarnos con admirar la calidad de
la piedra y los exvotos del templo. Nos enseñan a no contentarnos o
ensimismarnos con los ingresos mensuales que entran en la cartilla de ahorros
fruto del trabajo; nos enseñan a no contentarnos con los éxitos profesionales o
estudiantiles que uno pueda experimentar; nos enseñan a no sentirnos
satisfechos por sentirnos afectivamente correspondidos; etc., sino que seamos
capaces de reconocer que si no lo hacemos todo por amor a Dios, todo lo
conseguido o adquirido se derrumbará como un castillo de arena en la playa.
Ese modo de vivir a ser
imitado nos remite a una realidad que a
pesar de no ser percibida, realmente existe. Fiándonos de esos modelos de
vida nos vamos encaminando por las sendas del Espíritu y, poco a poco, Dios nos
va desvelando realidades ocultas y vamos adquiriendo tanto las fuerzas como las
razones que el mundo ni capta, ni desea aceptar, viéndose privados de la Sabiduría infinita de
Dios.
Lecturas:
Mal 3, 19-20ª
Sal 97
2 Tes 3,7-12
Lc 21, 5-19
13 de noviembre 2016
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