HOMILÍA DEL DOMINGO XXVII DEL TIEMPO ORDINARIO,
CICLO C
Hermanos, seamos claros. Lo que
predomina ahora en nuestros tiempos es el no tener experiencia religiosa. De
este modo no estamos siendo afectados, ni transformados por Dios. Es como si
dentro del mundo de la iglesia, de lo religioso se hubiese instalado el virus del agnosticismo que ha infectado el modo
de entender la vida cristiana. Es un virus peculiar, cuyo modus operandi es reconocer la
existencia de Dios, e incluso tener mucha información acerca de Dios, pero se
queda en eso, en la esfera del conocimiento. De un conocimiento, de oídas, que cuando
'lo necesitamos' vamos tirando de él o acudimos por diversos motivos.
Los cristianos vivimos nuestra fe como
dislocados. Por una parte creemos en Dios y en Jesucristo y queremos vivir en
conformidad con esta fe; pero por otra parte vivimos dentro de una cultura
nueva, sometidos a planteamientos que están brotando desde visiones ateas de la
realidad y que poco a poco se nos van imponiendo y formando parte del ambiente
que vamos respirando y aceptando como normal. Estamos inmersos en un gélido
invierno, donde las temperaturas son extremadamente bajas. Las consistente
placas de hielo, la humedad de la niebla, los montones acumulados de nieve
compacta es el caldo de cultivo y el escenario perfecto para que los
planteamientos ateos y algunos agnósticos campen a sus anchas. Por coherencia a
nosotros mismos, por fidelidad a nuestra fe, por amor a nuestros hermanos
tenemos que enfrentarnos con la tarea inmensa de acomodar de nuevo las
características de nuestra cultura a la fe.
Si un niño que va creciendo y ante
las diversas cosas que le van pasando en su vida -desde el ejemplo de actuar
creyente de sus padres desde la bendición de la mesa hasta el modo de cómo
terminan solucionando entre ellos los acalorados enfados- y ante los desafíos
que se le van planteando en el colegio, con los amigos, con lo que ve y escucha,
va teniendo a alguien que le ofrece una palabra de fe que ilumine eso que está
viviendo y descubriendo en ese momento, irá adquiriendo esa capacidad de captar
la presencia de Dios.
El profeta Habacuc estaba viviendo
en una época muy difícil. Resulta que con el rey Joaquín se instala en el
pueblo un periodo de injusticia e iniquidad. Que es tanto como decir que esos
ciudadanos, aún sabiendo que Dios existía, actuaban con un agnosticismo
práctico. El hecho de que exista Dios no es algo que ni me quite el sueño ni me
lo deje de quitar. Es como si todo el pueblo judío estuviese sumergido por esa
capa sólida y blanca de nieve y hielo de la que antes he hecho referencia. Y el
profeta Habacuc se impacienta, le pregunta a Dios «¿Hasta
cuándo clamaré, Señor, sin que me escuches?». Lo mismo le
pasó a Job y al mismo Abrahán que se impacientaban por los largos silencios
mantenidos por Dios. Recordemos a Job, hombre rico, con tierras, ganados,
familia, con buena salud y de la noche a la mañana todo lo pierde. Y para
remate fiesta, los que eran sus amigos metiéndose con él para que renegase de
su fe. No olvidemos a nuestro Abrahán, que escucha la Palabra de Dios que le
dice que saliese de su tierra y de su parentela para ir a la tierra que Dios le
indicaría. Imaginaros a Saray, su mujer, molesta con Abrahán porque había oído
una voz que le dijo que saliese de Ur de los Caldeos y que fuera a un lugar que
ni el mismo Abrahán sabía. Me la imagino manifestando abiertamente su enfado a
su esposo y dándole la paliza con quejas todo el día. Y el pobre Abrahán, con
paciencia, soportándolo. Pero después de
esos silencios, los cuales parecen eternos, Dios termina actuando. Esos
tiempos de silencio son necesarios, lo mismo que es necesario el tiempo de
cocción en el horno para hacer las hogazas de pan o el tiempo para que de la
simiente salga la espiga con el fruto granado.
Ser
fieles en mitad de la tormenta de la adversidad. Hay una imagen que se me
quedó grabada en la mente cuando ocurrió la desgracia del tsunami de aquel 26
de diciembre de 2004, en aquellas playas paradisiacas. Cómo la gente trepaba
por los árboles y se agarraban con todas sus fuerzas para no ser arrancados y
arrastrados por la violencia del mar. Cristo nos llama a que seamos fuertes
para permanecer en medio de la fuerte tempestad. Por eso es muy importante que,
en medio de toda dificultad a la hora de vivir en cristiano las diversos
aspectos de nuestra vida recordemos las palabras que San Pablo escribió a
Timoteo: «Aviva el fuego de la gracia de Dios que
recibiste cuando te impuse las manos; porque Dios no nos ha dado un espíritu
cobarde, sino un espíritu de energía, amor y bien juicio. No tengas miedo de
dar la cara por nuestro Señor Jesucristo y por mí, su prisionero.(…). Ten
delante la visión que yo te di con mis palabras sensatas y vive con fe y amor
cristiano». Aferrémonos a la cruz de Cristo, ni se nos ocurra el soltarnos de ella, y Dios ya se procurará de mantener las fuerzas
de aquellos que hemos hecho la opción de estar con Él.
Lecturas:
Lectura del
Profeta Habacuc 1, 2-3; 2, 2-4
Sal 94,
1-2. 6-7. 8-9 R. Escucharemos tu voz, Señor.
Lectura de
la segunda carta del Apóstol San Pablo a Timoteo 1, 6-8. 13-14
Lectura
del santo Evangelio según San Lucas 17, 5-10
2 de octubre de 2016
Blog: capillaargaray.blogspot.com
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