DOMINGO XXIX DEL TIEMPO ORDINARIO, Ciclo C
Hermanos, sucede que muchas veces
cuando escuchamos la Palabra de Dios ya la damos 'como por sabida'. Nos sucede
cómo cuando empieza la publicidad cuando vemos una película, que aunque esté
encendida el aparato de la televisión, no le prestamos atención. De fondo
escuchamos la musiquita del anuncio publicitario, pero no atendemos.
El serio problema está en que cada
cual quiere vivir su vida y cuando se escucha la Palabra -la cual nos pone en
la Verdad- nos hacemos 'los locos' porque no nos interesa que algo nos
intranquilice o nos incordie, aunque esto sea para colaborar en nuestra propia
salvación.
San Pablo en su segunda carta a
Timoteo nos dice: «Permanece en lo que has aprendido y se te
ha confiado». Timoteo conocía las Sagradas Escrituras desde la
infancia y además había sido testigo de muchos milagros que el Señor había
realizado en él y en muchos hermanos de la comunidad. Ese 'permanece'
que emplea San Pablo para alentar en la fe a Timoteo tiene mucha importancia. Y
además, tiene su aplicación práctica en ti y en mí.
Me explico. Hace poco un gran amigo
me ayudó a entender la realidad de unas personas a las que tengo en gran
estima. Es decir, me ayudó a entender esa realidad a la luz de la fe. Resulta que un matrimonio de mi pueblo, los
dos de Misa dominical, habían tenido a un hijo que les 'había salido rana'.
Tenían unas expectativas altas sobre él, estaba estudiando una carrera
universitaria, pero era un auténtico desastre. Dando disgustos a sus padres,
llegando tardísimo a casa por las noches, cada fin de semana con una chica
distinta. Es decir, que sus padres sufrían mucho por él. Incluso el propio
matrimonio estuvo al borde de romper por los constantes disgustos que sufrían y
por el modo diferente que tenían ambos de afrontar el serio problema. Resulta
que un amigo de su hijo le invita a un campamento de verano organizado por la
parroquia y este hecho marca un antes y un después en este muchacho. Escucha
unas catequesis que le cuestiona toda su vida y empieza a centrarse en los
estudios, en el trato con las chicas e incluso con sus padres. Saca los
estudios y Dios le regala un trabajo en lo que se había preparado. Se empieza a
implicar en la vida parroquial, y sus
padres, que reconocen que el cambio operado en su hijo era
fruto de un milagro del Señor, también se implicaron considerablemente
en la vida parroquial, en señal de profundo agradecimiento.
Pero el tiempo trascurre y como le
sucedía a Moisés le pesaban las manos que estaban alzadas para que el ejército
de Israel venciese. Moisés tenía que permanecer
con las manos alzadas para alcanzar la victoria. Pero a nosotros, eso de
permanecer lo tenemos más complicado porque nuestra fe está muy debilitada. Al
principio este matrimonio entendió como un milagro el cambio de su hijo. Era
algo sorprendente, algo milagroso. Y relacionaban directamente este milagro con su enriquecimiento
en la vida espiritual. Pasó el tiempo y empezaron a desviarse en su
planteamiento original. Lo que era en un primer momento un milagro de Dios en
su hijo pasó a ser que le fue entrando el sentido común, que fue asentando la
cabeza y que había alcanzado un grado de madurez adecuado. Esto se fue
plasmando en un enfriamiento en la vida de oración del matrimonio y del hijo;
un distanciamiento de la parroquia y un olvido de lo que Dios había realizado
en esa familia. Moisés permanecía con las manos alzadas y este matrimonio e
hijo -donde todos podemos estar perfectamente retratados- ya las habíamos
bajado, olvidando la oración y congelándonos en la vida de fe. Por eso me
resuena tanto en mi interior esas palabras de San Pablo: «Permanece
en lo que has aprendido y se te ha confiado». ¿Y qué cosa has
podido aprender? El modo de cómo Dios se ha portado contigo y te sigue mimando.
Dios nos regala un novio, unos
estudios, un trabajo, una gran sorpresa… y no somos capaces de vivir desde el
agradecimiento al Señor. Somos
inconstantes en la oración y en la acción de gracias. Y en todo esto ¿qué papel desempeña la pobre viuda de la parábola? Imagínense
a una mujer, no necesariamente anciana, que se ha quedado viuda. Recordemos que
la edad de casamiento para las muchachas normalmente era entre los trece y
catorce años. Luego, probablemente fuera una viuda muy joven. Una viuda, que
como todas las viudas de aquel entonces, eran pobres mendigando un churrusco de
pan. Y la parábola nos comenta que ella presenta
su demanda ante un juez, no ante un tribunal; lo que significa que se trata
de una cuestión de dinero: una deuda,
de una parte de la herencia que se le retiene a la pobre viuda… ¿Os acordáis de
aquel pasaje del evangelio de Lucas cuando uno entre la gente le pide a
Jesucristo que dijese a su hermano que repartiera con él la parte de la
herencia? (cf. Lc 12, 13-14). Pues ahora es esta viuda que acude a este juez
injusto. Ella era pobre y no podía hacer ningún regalo al juez para que su
demanda fuera aceptada. Es que en aquel entonces, y en muchos casos ahora, los
más sagaces cuchicheaban su asunto a los secretarios y les daban 'sus derechos'
-o sea que 'les untaban de dinero'- para que sus asuntos fueran atendidos los
primeros delante de toda la gente que se agolpaba en la sala de espera. Las
viudas eran prototipos de desamparo y de falta de defensa. A todo esto hay que
sumar que el adversario en el proceso sería un hombre rico, considerado. La
pobre viuda de la parábola acudía muchas veces ante el juez inicuo, llevando
consigo su única arma: la constancia,
el
permanecer allí insistiendo.
Nos dice la parábola que «el juez se negó durante algún tiempo»,
pero con el matiz de "no se atrevía" a dar la razón a la viuda porque
tenía sus miedos a la reacción del otro litigante en el proceso, que con toda
seguridad era alguien rico y con prestigio. El juez era un cobarde. Tan cobarde como Herodes que mandó
decapitar a Juan el Bautista para no desairar a la joven Salomé ante los
invitados por su cumpleaños. Y mientras la pobre viuda sufriendo las
consecuencias de una gran injusticia. Jugaba con clara desventaja. Pero ella
como Moisés seguía manteniendo los brazos bien alzados hacia Dios.
Finalmente el juez cede. No tanto
porque ella le hubiera atacado los nervios, ni tampoco por una explosión de
enojo de la mujer, sino que lo que le hace ceder es su constancia. El
juez quería que le dejase en paz. Ustedes imagínense al juez siendo
constantemente interrumpido, por las mañanas y por las tardes, mientras estaba atendiendo
otros procesos y demandas de otras personas. Algo agotador. Y por mucho que se
la reprendía, era algo inútil. Ella seguía gritando y gritando. Este es el
mismo caso de la otra parábola del amigo al que se le pida ayuda por la noche
(cf. Lc 11, 5-7). Jesucristo nos quiere decir que las necesidades que le
pedimos a Dios le llegan al corazón. Nuestra respuesta más honrada es la
constante acción de gracias. Y el modo de dar las gracias a Dios es estar
dispuesto a hacer las cosas pensando primero en los demás antes que en uno mismo.
Y esto en la vida de comunidad se ve muy claramente. Aquel que se muestra disponible en
colaborar es aquel que más agradecido está a Dios, y aquellos que no colaboran
es porque han olvidado muy pronto el milagro que Dios ha obrado en medio de
ellos.
Lecturas:
Lectura del libro del Exodo 17, 8-13
Sal 120, 1-2, 3-4, 5-6, 7-8 R. El auxilio me viene del Señor, que hizo
el cielo y la tierra.
Lectura de la segunda carta del Apóstol San Pablo a Timoteo 3, 14-4, 2
Lectura del santo Evangelio según San Lucas 18, 1-8
Domingo
16 de octubre 2016
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