PENTECOSTÉS
2015
Hermanos,
resulta curioso que aún sabiendo que Cristo esté en medio de nosotros, hay algo
dentro de nuestro ser que impide que nuestro corazón esté ardiendo, tal y como
ardían los corazones de los discípulos de Emaús cuando Jesucristo les explicaba
las escrituras por el camino, sin saber ellos que era el Señor. Sin embargo
seamos claros, «no podemos pedir peras a un olmo». El estudiante ‘que no ha
dado palo al agua’, que se ha dedicado a hacer novillos y a darse la buena vida,
que no espere sacar una nota medianamente aceptable en las asignaturas. El
padre o la madre de familia que se ha dedicado a lo que ellos consideraban
importante excluyendo la educación de la fe y la transmisión de esa fe a sus
hijos que no esperen recoger decisiones y posicionamientos de sus hijos que
vayan más allá de sus propios intereses. Excluir a Cristo de la vida familiar
es apostar por la oscuridad. En una parroquia donde siempre se ha hecho lo
mismo ‘sota, caballo y rey’, donde más que una parroquia parece un supermercado
donde cada cual escoge de las estanterías el producto deseado – el bautizo para
que la familia se reúna y puedan conocer al recién nacido (con el banquete
añadido); catequesis de Primera Comunión, para que ‘el niño tenga su día’; algunos hacen la
confirmación porque está bien visto y nunca
viene mal; no pocos deciden casarse en la iglesia porque es más bonito y
las fotos son más elegantes; y cuando uno fallece pues acude a la Iglesia para despedirse de
los seres queridos tal y como se ha solido hacer desde hace mucho tiempo atrás.
En una parroquia que se mueve en estas latitudes y longitudes de trabajo
pastoral que no espere laicos comprometidos, ni familias cristianas, ni padres
que transmitan la fe a sus hijos, ni comunidades vivas y deseosas de Cristo, ni
espere que haya jóvenes que se sientan vocacionados al sacerdocio o a la vida
consagrada.
Hermanos, en este contexto
concreto donde estamos ahora mismo, en medio de este desierto de profunda
secularización, el Espíritu Santo nos está comunicando algo. Desea ponerse con
contacto con nosotros. Y ni yo ni nadie
puede escuchar al Espíritu Santo con el ánimo de luego debatirle y hacerle
retroceder en sus pretensiones terminando por imponer las nuestras. No
seamos ingenuos: Aquel que se deja llevar por el Espíritu, se le nota y mucho. En
primer lugar porque se deja guiar por su inspiración y esa inspiración va
sanando las heridas ocasionadas por el pecado y su espíritu se rejuvenece. De
tal modo que uno, poco a poco, va comprendiendo cómo Dios obra maravillas en su
vida y se siente inclinado hacia las cosas de Dios.
San Pablo, en la primera
epístola a los Corintios nos dice: «Nadie
puede decir «Jesús es el Señor», sino es bajo la acción del Espíritu Santo».
Luego nos sigue diciendo «En cada uno se
manifiesta el Espíritu para el bien común ». Si en mi parroquia realmente
Jesús fuera el Señor, se daría la comunión entre los hermanos; Si en nuestras
familias realmente Jesús fuera el Señor esto supondría una importante demanda
por parte de los padres deseosos de aprender a caminar en cristiano, así como
el trasmitir la fe a sus hijos. Si Jesús es el Señor para los feligreses de las
diversas parroquias estarían ‘haciendo cola’ en los confesionarios para recibir
el sacramento de la reconciliación con frecuencia al reconocerse pecadores e
indignos del amor de Dios. Entonces, si todo esto no se está dando, ¿dónde
reside el problema? ¿Qué cosa está obstaculizando la potente acción del
Espíritu de Dios? El problema reside en nosotros: no tenemos sed de Dios. Somos
como los niños pequeños que se atiborran a golosinas y palomitas de maíz y
luego no comen lo que tenían que comer. Es nuestro pecado, es el beber en aguas
contaminadas lo que nos ofusca los sentidos, nos nubla la mente, nos saciamos
de necedades y no dejamos ‘cancha de juego’ en nuestra vida al Espíritu Santo
de Dios. Fallamos nosotros, Él permanece siempre fiel.
Es
que resulta que si decimos ‘sí’ al
Espíritu Santo de Dios se nos mete en nuestra vida como un inquilino.
Habitará nuestra casa y la va a dirigir desde su amor. Por eso la fe nos
expropia, la fe requiere una capacidad de entrega confiada: una capacidad de
confiar mi vida, mis proyectos, mis sueños, mis ilusiones, mis cualidades a
Alguien que no me da garantías tangibles, que no me ofrece las cosas aseguradas
–por si salieran mal-.
Si lo pensamos con ‘sangre
fría’, si ‘extrajésemos la fe’ –como si fuera sangre- de nuestra vida, nos
quedamos que entregamos nuestro ser a Otro que nos es impalpable, que no
podemos sentir, tocar, medir, oír, que no podemos ponernos en contacto con
nuestros sentidos. Únicamente nos ponemos en contacto con Dios a través de su
Palabra y de los Sacramentos y aún así no deja de ser un ejercicio severo y
pleno de fe que nos hace creer que ahí está, en contra de todos los principios
de la física, de la ciencia y de la matemática. Sin embargo esta entrega confiada a Jesucristo da
frutos; no es una necedad fiarse de Él. Estar con Cristo se nos revela como un tesoro de valor infinito.
El Espíritu Santo provoca en nosotros un cambio en la escala
de valores que únicamente se puede entender gracias a la labor sanadora que el
mismo Espíritu obra en nuestro interior. De tal modo que ni el dinero, ni el tiempo
libre, ni las relaciones sociales, ni la política, ni el estudio, ni la
actividad sindical o política, ni la salud, ni la amistad, ni la familia ya no
son exactamente lo mismo antes que después de creer.
Cuando somos sostenidos
por el Espíritu Santo, nos colocamos en un camino muy incómodo, ya que nos
convertimos en nómadas que atravesamos el desierto teniendo a escorpiones como
compañeros que nos van a herir seriamente, pero al mismo tiempo será un tiempo
fecundo porque caminamos hacia Alguien que nos espera: Jesucristo, mi Señor y
mi Dios.
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