SEGUNDO
DOMINGO DESPUÉS DE NAVIDAD, ciclo a
ECLESIÁSTICO 24, 1-4.12-16; SALMO 147; SAN
PABLO A LOS EFESIOS 1, 3-6.15-18; SEGÚN SAN JUAN 1, 1- 18
Nuestra
sociedad y nuestra cultura está muy secularizada, muy vaciada de Dios. En este contexto se está dando una fuerte
tendencia a que muchas personas interpreten
su vida independientemente a la referencia de la religión. Se genera una
nueva experiencia de Dios basada en la
más absoluta indiferencia hacia Él. Desde la salida del sol hasta el ocaso viven
desligados de Dios. Unos rechazan a Dios, otros le ignoran y el propio hombre
se impone la propia orientación de su vida.
El caso es que el hombre
llega un momento en el que debe de
reconocer una serie de valores
cuya dignidad y nobleza es, en sí misma, innegable. O también cuando el hombre
se encuentra ante acciones que, por muchos beneficios que le puedan aportar,
sabe que no debe de realizarlas porque
hay un deseo de vivir con dignidad. Hay ‘fronteras’ en las que uno no debe
de traspasar porque de hacerlo le hiere mortalmente en su ser y hay valores que
no se pueden negociar porque de hacerlo te sumerges en el abismo de la
desesperación. Estas situaciones, estos principios irrefutables son como la
sombra que nos indica la existencia de un Bien supremo que es imposible de
poder anular. De alguna manera misteriosa el mismo Dios está dejando también su
huella en este hombre secularizado. Tal
vez estemos atravesando una época de oscuridad en la que los creyentes
tengamos que acostumbrarnos a reconocer la presencia de Dios en medio de esta
densa niebla que nos impide verle. Tal vez como el ciego del camino del Evangelio
tengamos que suplicar un milagro para ver a Jesucristo. Esta situación no
elimina la fe. La fe sale robustecida, consolidada, afianzada en la roca que es
Cristo porque brota una experiencia de lo divino. El apreciar la presencia de
Dios, la opción por serle fiel, el deseo que nos desvele la verdad de nuestra
existencia, el anhelo de tenerle cerca en ese esfuerzo en afinar la vida
espiritual, ese saborear disfrutando de la grandeza de vivir en estado de
gracia va marcando las pautas de
distancia entre los que somos de Cristo y los que son del mundo. Dice el
libro del Eclesiástico «en su presencia
ofrecí culto». Nosotros formamos parte de esa porción del Señor, somos
hijos de Dios, somos herederos de la promesa y entendemos nuestra vida como una constante ofrenda agradable para
Dios.
Por eso el Señor, tal y
como reza el salmo responsorial, «Él
envía sus mensaje a la tierra y su palabra corre veloz» porque es muy
urgente que ese mensaje sea escuchado y
que su palabra corra de oído a oído para que todos lo puedan escuchar con voz
alta y clara. Es más, San Pablo cuando
escribe a los Efesios les dice y nos dice que Dios nos ha elegido en la persona
de Cristo «para que
fuésemos santos e irreprochables ante él por el amor».
Antes
– y ahora menos- después de que la máquina o los obreros habían cosechado el
campo iban algunos –que solían ser los más pobres- y se dedicaban a respigar,
es decir a recoger de los trigales ya cosechados los restos de paja y grano que
quedaban en la tierra; con la paja se encendía la glorieta y con el grano se
molía para sacar la harina. Nosotros ante Dios nos presentamos como mendigos de
su amor, necesitados de su perdón, queremos vivir dependiendo de Él aunque esto
suponga ser tan pobre ante Él como para llegar a ir a respigar ante su
presencia.
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