HOMILÍA DEL TERCER
DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO, ciclo a
ISAÍAS 8, 23b-9, 3; SALMO 26;
PRIMERA CARTA
DEL APÓSTOL SAN PABLO A LOS CORINTIOS 1, 10-13. 17;
AN MATEO 4, 12-23
El Evangelio es de todos y para
todos. Todos lo necesitamos y aquellos que se han cerrado ante su anuncio están haciendo un ejercicio de privarse de la Salvación.
Sin embargo nosotros no podemos caer en la tentación del conformismo. Dios
quiere que todos se salven y que disfruten de los bienes que nos proporciona su
Espíritu Santo. Acercarnos a los hermanos que se han acostumbrado a organizar
su vida sin Dios es difícil, sin embargo esto no
es escusa para arrinconar la pastoral de misión. En el Evangelio proclamado hoy
se nos dice que Jesucristo y los que fueron llamados por Él recorrían toda
Galilea «enseñando en las sinagogas y
proclamando el Evangelio del Reino, curando las enfermedades y dolencias del
pueblo». Una parroquia que no se involucre de lleno en una pastoral de
salir a los hermanos fríos en la fe es una parroquia donde se está ahogando la
misma acción del Espíritu Santo. Una parroquia o una comunidad cristiana que no
salga a anuncia a Jesucristo fuera del templo se asemeja a los pabellones de
cuidados paleativos de los hospitales donde a uno le ayudan a afrontar con
dignidad y ternura la enfermedad pero sabiendo que una etapa importante de la
existencia por esta tierra va a concluir. Y recordemos que en esa comunidad
cristiana, en esa parroquia nos encontramos, entre otras realidades, a las
familias y con ellas tenemos el deber de ayudar al matrimonio a redescubrir su
propia vocación matrimonial y a mostrarles cómo Cristo va haciendo una historia
de salvación dentro de su propio hogar. En la medida ayudemos a esa familia a
adentrarse en la dinámica de la fe en Cristo se irá generando ese fuego del que
nos habla el Señor, para que arda todo en el Espíritu
de Dios y todos dándose cuenta de ello lo deseen también disfrutar. Incluso
las Monjas de clausura con su plegaria están ya anunciando a los alejados el
Reino de Dios porque con su oración van predisponiendo los corazones de los
hombres a escuchar el anuncio de Jesucristo.
No sé donde he leído que en medicina
se suele decir que no hay enfermedades sino enfermos. A nivel de ponernos manos
a la obra en la tarea del apostolado no nos encontramos
con el ateísmo sino con ateos -con nombres y apellidos-, no nos encontramos con la incredulidad sino con personas
incrédulas con su historia, con su recorrido, sus desengaños, con sus
razones y diversas sensibilidades. Nos
dice la Sagrada Escritura que Jesús curaba las enfermedades, pero para curar
primero se presupone que se debe escuchar a la persona. Jesús les acogía, ellos
se sentían amados; Jesús les escuchaba, y ellos se sentían escuchados, porque cada persona necesita de un tratamiento diferente, de
una medicina específica para que en su vida particular de pecado, donde habita
en tierra de sombras una luz les pueda brillar.
Hay una mentalidad que debemos de superar
propia de otros tiempos donde se suponía que todos podían y debían ser buenos
cristianos, por lo que nos creíamos con derecho y obligación de reprender a los
que no lo eran. Si alguien 'la liaba' con mayor o menor gravedad la respuesta
inmediata era la reprensión, el castigo para su corrección. Sin embargo Cristo
nos enseña a salir con amor en busca de la oveja perdida y a ofrecer
amablemente nuestra ayuda a aquellos que no puedan caminar solos. Jesucristo,
con los pecadores arrepentidos, a los que reconocen sus errores y buscan ayuda,
no les reprende sino que se compadece de ellos, les perdona, les felicita, se
alegra con ellos. Y cuando un pecador experimenta de esa divina compasión es
cuando brotan los sentimientos que plasman estas palabras del profeta Isaías: «Acreciste
la alegría, aumentaste el gozo; se gozan en tu presencia como gozan al segar,
como se alegran al repartirse el botín». Y por cierto, yo también soy muchas veces esa oveja perdida
que se extravía del redil.
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