DOMINGO II
DEL TIEMPO ORDINARIO, CICLO A
LECTURA DEL
LIBRO DE ISAÍAS 49, 3. 5-6; SALMO 39; PRIMERA CARTA DEL APÓSTOL SAN PABLO A LOS CORINTIOS 1,1-3; SAN JUAN 1 29- 34
El
mismo Dios nos dice a través del profeta Isaías «te hago luz de las naciones, para que mi salvación alcance hasta los
confines de la tierra». Estas palabras que ahora resuenan en nuestro
interior están cargadas de gran dificultad. Gran parte de los que forman la
sociedad están muy desvinculados de Dios y persiguen como único bien superior
la propia satisfacción de sus deseos, de sus impulsos, de sus tendencias. Para
ellos lo único que existe es su máximo bien y todo queda supeditado a esto. No se da ningún tipo de atadura y se rechaza
de plano los planteamientos religiosos por considerarlos nocivos a los
propósitos de su máxima libertad. Lo único que se persigue es la propia
autorrealización y todas las personas están puestas para la autorrealización
propia y se usa de ellas –como si fueran un objeto- sin tener el más mínimo
reparo. Está a la orden del día el hedonismo de los instintos y el utilitarismo
siendo estas dos cosas los puntos de referencia desde los que juzgamos. Nosotros los cristianos creemos –con todas las fuerzas
de nuestro ser- que Cristo es la medida de todas las
cosas: no somos nosotros, es Cristo.
Muchos
hermanos nuestros están muy desorientados y nosotros –muy a menudo- no nos
libramos de mencionada desorientación. A modo de ejemplo: supongan ustedes que
estuviésemos en un barco en medio de un océano muy violento y todos mareados. Así
es como está la sociedad cuando está alejada de Dios está construyendo sobre
arenas movedizas y dañándose cuando creen que están evolucionando. Desde la
perspectiva cristiana se están desviando del camino y están llegando a un
callejón sin salida. Es preciso un proceso de renovación espiritual para poder
llegar a entender y concebir la propia existencia como respuesta a la vocación
dada por Dios. Como dice la epístola de San Pablo a los Corintios estamos
congregados por Cristo Jesús para que estemos con Él. No demos actuar como si
Dios no existiera; no podemos suprimir el sentido de lo divino de nuestra vida:
no podemos arrinconar a Dios. El problema serio reside cuando muchos de
nuestros hermanos, y muchos de dentro de la misma iglesia, se han acostumbrado
a tener a Dios como se tiene un trasto inservible en el trastero de la casa. Pero
es que resulta que nosotros, tal y como nos lo recuerda el apóstol San Pablo, estamos consagrados por Cristo Jesús. Y este estar
consagrado genera una confrontación intelectual, afectiva, social y política
porque no se puede tolerar que el nombre de Cristo no sea amado. Por eso somos «luz
de las naciones» para que a través nuestro puedan conocer a aquel que da la
consistencia a la existencia y la claridad en medio de las tinieblas. Haciendo
la voluntad de Dios nos constituimos, con la fuerza del Espíritu Santo, en luz
de las naciones.
El
propósito de vivir más radicalmente el seguimiento de Cristo ha de ser una
constante porque Él es el único que nos quita el pecado; el único que hace que
nuestra vida sea digna de ser vivida; Aquel que nos conduce a la plenitud ya
que estar con Él es estar palpando la plenitud. El cristiano no teme la verdad.
El cristiano se resiste a tener el alma bajo los efectos de la anestesia que
origina el no dolor ante el pecado. El que es consagrado por Cristo vive en la
verdad, despierto, no anestesiado, bien despejado, y siente en sus propias
carnes el cruel dolor ocasionado por el pecado. Sólo experimentando en nuestra
carne el dolor del mal seremos capaces de decir al Señor ‘perdón y socórreme’.
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