domingo, 19 de enero de 2014

Homilía del Domingo II del tiempo ordinario, ciclo a



DOMINGO II DEL TIEMPO ORDINARIO, CICLO A
LECTURA DEL LIBRO DE ISAÍAS 49, 3. 5-6; SALMO 39; PRIMERA CARTA DEL APÓSTOL SAN PABLO A LOS CORINTIOS 1,1-3; SAN JUAN 1 29- 34
            El mismo Dios nos dice a través del profeta Isaías «te hago luz de las naciones, para que mi salvación alcance hasta los confines de la tierra». Estas palabras que ahora resuenan en nuestro interior están cargadas de gran dificultad. Gran parte de los que forman la sociedad están muy desvinculados de Dios y persiguen como único bien superior la propia satisfacción de sus deseos, de sus impulsos, de sus tendencias. Para ellos lo único que existe es su máximo bien y todo queda supeditado a esto.  No se da ningún tipo de atadura y se rechaza de plano los planteamientos religiosos por considerarlos nocivos a los propósitos de su máxima libertad. Lo único que se persigue es la propia autorrealización y todas las personas están puestas para la autorrealización propia y se usa de ellas –como si fueran un objeto- sin tener el más mínimo reparo. Está a la orden del día el hedonismo de los instintos y el utilitarismo siendo estas dos cosas los puntos de referencia desde los que juzgamos. Nosotros los cristianos creemos –con todas las fuerzas de nuestro ser- que Cristo es la medida de todas las cosas: no somos nosotros, es Cristo.
            Muchos hermanos nuestros están muy desorientados y nosotros –muy a menudo- no nos libramos de mencionada desorientación. A modo de ejemplo: supongan ustedes que estuviésemos en un barco en medio de un océano muy violento y todos mareados. Así es como está la sociedad cuando está alejada de Dios está construyendo sobre arenas movedizas y dañándose cuando creen que están evolucionando. Desde la perspectiva cristiana se están desviando del camino y están llegando a un callejón sin salida. Es preciso un proceso de renovación espiritual para poder llegar a entender y concebir la propia existencia como respuesta a la vocación dada por Dios. Como dice la epístola de San Pablo a los Corintios estamos congregados por Cristo Jesús para que estemos con Él. No demos actuar como si Dios no existiera; no podemos suprimir el sentido de lo divino de nuestra vida: no podemos arrinconar a Dios. El problema serio reside cuando muchos de nuestros hermanos, y muchos de dentro de la misma iglesia, se han acostumbrado a tener a Dios como se tiene un trasto inservible en el trastero de la casa. Pero es que resulta que nosotros, tal y como nos lo recuerda el apóstol San Pablo, estamos consagrados por Cristo Jesús. Y este estar consagrado genera una confrontación intelectual, afectiva, social y política porque no se puede tolerar que el nombre de Cristo no sea amado. Por eso somos «luz de las naciones» para que a través nuestro puedan conocer a aquel que da la consistencia a la existencia y la claridad en medio de las tinieblas. Haciendo la voluntad de Dios nos constituimos, con la fuerza del Espíritu Santo, en luz de las naciones.
            El propósito de vivir más radicalmente el seguimiento de Cristo ha de ser una constante porque Él es el único que nos quita el pecado; el único que hace que nuestra vida sea digna de ser vivida; Aquel que nos conduce a la plenitud ya que estar con Él es estar palpando la plenitud. El cristiano no teme la verdad. El cristiano se resiste a tener el alma bajo los efectos de la anestesia que origina el no dolor ante el pecado. El que es consagrado por Cristo vive en la verdad, despierto, no anestesiado, bien despejado, y siente en sus propias carnes el cruel dolor ocasionado por el pecado. Sólo experimentando en nuestra carne el dolor del mal seremos capaces de decir al Señor ‘perdón y socórreme’.

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