viernes, 31 de enero de 2014

Homilía del Domingo Cuarto del Tiempo Ordinario, ciclo a


HOMILÍA DEL DOMINGO CUARTO DEL TIEMPO ORDINARIO, ciclo a

MALAQUÍAS 3,1-4; SALMO 23; CARTA A LOS HEBREOS 2,14-18; SAN LUCAS 2, 22-40
         
            Algunas personas se creen con el derecho de decidir ellos mismos lo que es bueno y lo que es malo, según su conciencia. Incluso los hay que haciendo uso de su sentir religioso tienen una palabra que lejos de comunicar la real voluntad divina solo muestran la suya propia. El bien o el mal tienen un valor objetivo, y no dependen de las opiniones de los hombres. ¡Cuánto daño se puede originar cuando uno emite un juicio contra una persona basándose únicamente en las impresiones y no habiendo ejercido el sereno discernimiento ante la Palabra de Dios! ¡Con qué facilidad se condena a las personas con comentarios hirientes revestidos con una falsa corrección fraterna! ¡Como se nos cuela Satanás para generar división! Y lo peor es que el orgullo impide a esas personas -yo tampoco me salvo- reconocer el pecado originado y luchan por quedar de pié para evitar sufrir por su culpa y su pecado. El bien o el mal no depende de las opiniones de los hombres. Una sopa de cocido puede estar caliente para uno, templada para otros o incluso fría servida a la vez en respectivos platos dependiendo de cada comensal. Sin embargo hay bienes absolutos que son un bien en sí mismos y lo son para todos: la verdad, la justicia, la paz, etc.

            Cuando el Señor habla por medio del profeta Malaquías que nos está diciendo «Mirad, yo envío mi mensajero, para que prepare el camino delante de mí» nos está diciendo que Dios vendrá para juzgar y el Señor nos mostrará personalmente, uno a uno, el grado de calidad en el amor que cada cual haya empleado durante su existencia. Cualquiera puede decir que ama mucho, pero será en ese momento cuando, como si se tratase de una radiografía precisa, nos muestre el grado de la calidad en el amor que cada cual haya empleado. Somos cristianos y lo nuestro es vivir escondidos en Dios para nutrirnos, alimentarnos con su Sabiduría. No podemos movernos bajo los criterios mundanos y menos aún darlos carta de ciudadanía dentro de la Iglesia. Cada cual desde lo alto de la atalaya debe de irlos atisbando para que no se nos cuele dentro de las comunidades cristianas, ya que únicamente debe de prevalecer todo aquello que brota del Evangelio y siempre en comunión con el sucesor de Pedro.
        
            Nos dice la Carta a los Hebreos «Notad que Dios tiende una mano a los hijos de Abrahán, no a los ángeles» y que Jesucristo nos ha salvado precisamente a través del sufrimiento y de la cruz. El grado de calidad en el amor empleado por Jesucristo es infinito e inabarcable. Del mismo modo nos invita a adentrarnos en la dinámica de presentar nuestra vida como una ofrenda a Dios. Jesucristo nos ha liberado del Maligno, nos ha liberado de la esclavitud de tal modo que todo puede ser perdonado. La misericordia de Dios puede perdonar todo; puede restaurar todo lo que ha sido pulverizado por el pecado del hombre; puede sanar la heridas abiertas y cicatrizar las internas; Dios puede levantar al caído y sostenerle con su divina fuerza; puede perdonar lo humanamente imperdonable y ayudar a que el otro le pueda perdonar; la misericordia y el perdón de Dios no tiene límites, los límites los ponemos los hombres cuando nos cerramos ante la presencia de Dios.

            Es fundamental la opción de orientar nuestra vida hacia Dios. El tabaco mata poco a poco, pero también nos mata poco a poco el ir adoptando posicionamientos o posturas que desdicen de nuestra vocación de cristianos simplemente porque decidimos las cosas sin haber estado previamente escondidos con Cristo en Dios.
          
            José y María presentan hoy a Jesús en el Templo. Si nuestra vida es una constante ofrenda agradable que nosotros presentamos a Dios dejémonos conducir por la Sabiduría divina; dejarnos instruir por el Señor para saber discernir correctamente los acontecimientos; no nos dejemos llevar por las impresiones; empeñarnos en mejorar nuestra calidad en el amor y confiar en la capacidad infinita que posee Dios para perdonar.

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