DOMINGO TERCERO DE ADVIENTO,
CICLO A
ISAÍAS
35, 1-6a. 10; SALMO
145; APÓSTOL
SANTIAGO 5, 7-10;
SAN MATEO 11, 2- 11
Todos
necesitamos ser evangelizados. No podemos evangelizar a los demás si
previamente uno no vive en la verdad. Necesitamos recuperar la convicción de
que hay que tratar de vivir en la verdad.
Dios ha salido a tu encuentro para que tú puedas salir al encuentro de Dios. Dios
mismo te ha capacitado para que puedas vivir en la verdad. En la vida cristiana
no podemos ir de ‘camareros’ que van sirviendo a los invitados –con la bandeja
en las manos- los diversos canapés o aperitivos. Ellos van ofreciendo, y
algunos comen de ellos, pero el camarero se abstiene y no se alimenta. De hacer
esto no se está tratando de vivir en la verdad.
Jesucristo
nos plantea un modo muy claro y muy diferente de disfrutar de nuestra vida. La
indiferencia, el relativismo, la frivolidad, son actitudes destructivas. ¿Realmente cuando esa pareja de novios
que se casa se han planteado vivir en la
verdad? El matrimonio que lleva ya unos cuantos años ¿verdaderamente se
comprometen a vivir en la verdad o
en ‘su particular verdad’? ¿los presbíteros, los religiosos y religiosas estamos sinceramente viviendo en la verdad
o no nos implicamos porque estamos ya muy acomodados y mundanizados? ¿Alguno
aún no se ha dejado domesticar por esta sociedad? Lo que uno puede percibir
–uno y cualquiera que tenga un poco de sensibilidad cristiana-, por lo menos
únicamente echando un vistazo, es que la verdad que es Cristo no está presente.
El rostro de Cristo no se le ve porque no se le da a conocer. Ya sea en el
núcleo familiar, en el trabajo, en el estudio, en la diversión o en las
diversas facetas de nuestro vivir siempre nos estamos desenvolviendo en esa
amplia horquilla de la relatividad. En unos está más acentuado que en otros,
cuanto más acentuada que esté menos de vida cristiana se da. Resulta que vivir en la mentira no genera problema
en esta sociedad. El hecho de que unos vivan en concubinato, que sea la lujuria
y no el amor que sea el motor de las relaciones de pareja, que el afán de
poseer nos haga llegar hasta a amenazar a los hermanos, que no haya amor hacia
las almas para hacer apostolado, el hecho que los confesionarios sean los
lugares preferidos por las arañas para hacer allí sus telas –¡y hasta manteles!-,
etc., son síntomas importantes de la ausencia de Cristo en nuestras vidas.
Y
a pesar de todo esto el mismo Dios
quiere restaurarte tanto a ti como a mí. Dios quiere restaurarnos. La
presencia de Dios nos libera y por medio del profeta Isaías nos exhorta
diciéndonos: «Fortaleced las manos débiles, robusteced
las rodillas vacilantes» y todo esto porque la presencia de Dios genera
vida donde antes sólo se daba desolación. Mientras tanto es preciso seguir el
consejo del Apóstol Santiago «tened paciencia también
vosotros, manteneos firmes, porque la venida del Señor está cerca». El
Apóstol Santiago es muy claro: No es suficiente oír ni es suficiente creer; el
auténtico sabio lo es en virtud de su buena conducta. Y uno actúa con sabiduría
teniendo una buena conducta en la medida en que uno viva en la verdad.
Sin
embargo no olvidemos que vivir en la
verdad y el sufrir el martirio
van anejas de la mano. Y cuando uno está pasándolo mal por sostener su amistad
con Jesucristo puede llegar a tener una
crisis de fe brutal: esas horas bajas de la fe. Esto es lo que le está
sucediendo a Juan el Bautista en la soledad de la cárcel. Juan el Bautista se
queda extrañado que siendo Jesús el Hijo de Dios no haga nada por él. Su
particular crisis llega a tal extremo, que le manda una embajada para salir de
dudas y saber si realmente ha seguido al mesías correcto. Juan el Bautista
obedece a Dios, pero Dios permite que tenga esa crisis de fe tan brutal para
purificarle. Juan Bautista es el espejo de la fe adulta, la que crece con sus
crisis y combates.
Hermanos,
nunca olvidemos que Dios prepara nuestros corazones
para las pruebas y para las crisis. Son ellas las que garantizan la
calidad de nuestra fidelidad a Jesucristo.
1 comentario:
Buenas tardes;
Su homilía me ha hecho reflexionar bastante sobre como estoy viviendo mi vida cristiana.
Hace poco tiempo he vuelto a la Iglesia, pues por ciertas razones salí de ella cuando tenía doce años hasta ahora que tengo diecinueve.
He vuelto sí, pero al haber perdido tanto tiempo, ahora volver a coger las costumbres me cuestan mucho, como rezar, ponerle por encima de todo...Sin embargo, lo que más complicado se me hace es lo que usted habla de evangelizar, es decir, llevo mi crucifijo y mi medalla de la Virgen a la vista pero no me “atrevo” a demostrar lo que creo delante de la gente, ya sea en las palabras, en mi forma de actuar… porque cada vez que he hecho intención de ello me miran mal y como me siento desplazada me callo y aparento ser como ellos.
Por ejemplo en mi noviazgo. Es un noviazgo cristiano, se percibe el respeto entre nosotros, pero como decía anteriormente, delante del mundo, muy poca gente comprende que en nuestro noviazgo no se haya dado cierta muestra de afecto (a lo que ellos mismos no lo consideran una muestra de afecto, sino de disfrutar un rato juntos) teniendo él veinte años y yo diecinueve.
Cuando salgo de ese ambiente y me adentro en mi comunidad, me siento yo misma. Con mi novio, los jóvenes de allí, los matrimonios y sus hijos, con el presbítero…etc.
El ejemplo que pone usted de las arañas lo he visto en mí, pero aún lo veo en muchas personas. Las personas se hacen su propia tela, pero se la hacen en el corazón, en el alma. Pero cuando se conoce a Cristo, Él viene con su particular “cepillo” y nos limpia esa telaraña opaca que no nos dejaba ver ni sentir nada.
Le doy gracias por esta homilía, me ha dado fuerzas para intentar dar pasos más amplios e intentar no ocultarme, y así dar gracias a Cristo por lo que hace con mi vida.
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