EUCARISTÍA DE
NAVIDAD 2013
Estamos siendo bendecidos por Dios
ya que Él nos dota de su presencia,
pero no nos es fácil ponernos en disposición de percibirla. San Pablo, cuando
escribe a los romanos, les dice y nos hace llegar a nosotros estas palabras: «Cerca de ti está la Palabra, en tu boca y en
tu corazón» (Rm 10,8) y en los Hechos de los Apóstoles se nos dice que «Dios no está lejos de cada uno de nosotros»
(Hch 17,27). Pero con frecuencia, y debido sobre todo al pecado, el hombre
‘vive fuera de sí’, separado de su raíz, es decir, volcado sobre sí mismo,
preocupado por sus posesiones y disperso en sus quehaceres. Se da una situación
de perdición, de ilusión, de inautenticidad. Muchos van sintiendo la urgencia
de ir aflorando una conciencia recta y de adherirse a la verdadera libertad. Es
que Dios no aparece ante una mirada
cualquiera. Dios no aparece ante la mirada dispersa del hombre distraído ni
atolondrado por las aspiraciones mundanas; tampoco se aparece ante la persona
perdida en el divertimento ni en los que se han abandonado ante una conciencia
muy relajada.
Dios se conduce al mismo profundo
centro de tu alma para que puedas
redescubrir los desbordantes manantiales de amor que uno se pierde al estar
bebiendo de aguas pútridas del pecado instalado en el mundo. El Evangelista San
Juan nos dice que «su plenitud –de la
plenitud de Jesucristo- todos hemos
recibido, gracia tras gracia». Y recordemos que, a pesar de ser objeto de
predilección a la hora de recibir esas gracias divinas, el hombre ofuscado por
la maldad del pecado sigue rechazando la luz que es Cristo: «La luz brilla en la tiniebla, y la tiniebla
no la recibió». Para que el encuentro con la presencia sanadora sea
posible, para que podemos tener un encuentro personal con Cristo, cada persona
–tanto tú como yo- debemos pasar de la dispersión a la concentración, de la
superficialidad a la profundidad, de estar en muchos lugares a tener nuestro
corazón recostado en Cristo.
La mirada superficial del hombre no
es capaz de percibir la presencia soberana de Dios. Aquel que se contenta con
el qué de las cosas y el cómo son las cosas pero no llega a dar el paso de preguntarse sobre el sentido de todo lo
que existe no es capaz de poder percibir esa mirada de Dios. Ni hablemos
ante aquellos que únicamente buscan el
mero interés, la utilidad, la ganancia y reducen todo al para qué y a la
capacidad de disfrute. Y aquellos que
tienen una mirada dominadora, como la del hombre manipulador, que pasea por
el mundo haciendo y deshaciendo, explotando y buscando el máximo de provecho a
costa de los demás no será capaz de abrirse a una experiencia que se
caracteriza precisamente por su gratuidad, y Dios es generoso en la gratuidad.
Redescubrir la presencia de Dios nos
exige una cura lenta de sosiego, de concentración, de creatividad, de
autenticidad, de volver al amor primero, de libertad interior. Necesitamos disponernos a ese encuentro
personal con Cristo y eso pasa, y eso exige un largo periodo de
rehabilitación para lo espiritual –sin aislar lo corporal-, desintoxicarnos
aquellas cosas, que se han colado en nuestro quehacer cotidiano, y que
nos están atrofiando el alma.
En el prólogo de San Juan nos dice:
«Vino a su casa y los suyos no lo
recibieron» (Jn 1,11). Para el Salvador del mundo no hay sitio. Para
aquellos que nos acercamos ante el pobre pesebre de Belén nos hace pensar en ese cambio de valores que hay en la figura de ese
Niño recostado entre María y José. Ser cristiano implica salir del ámbito
de lo que todos piensan y quieren, de los criterios dominantes, para entrar en la luz de la verdad sobre
nuestro ser.
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