martes, 24 de diciembre de 2013

Homilía de Navidad 2013


EUCARISTÍA DE NAVIDAD 2013

            Estamos siendo bendecidos por Dios ya que Él nos dota de su presencia, pero no nos es fácil ponernos en disposición de percibirla. San Pablo, cuando escribe a los romanos, les dice y nos hace llegar a nosotros estas palabras: «Cerca de ti está la Palabra, en tu boca y en tu corazón» (Rm 10,8) y en los Hechos de los Apóstoles se nos dice que «Dios no está lejos de cada uno de nosotros» (Hch 17,27). Pero con frecuencia, y debido sobre todo al pecado, el hombre ‘vive fuera de sí’, separado de su raíz, es decir, volcado sobre sí mismo, preocupado por sus posesiones y disperso en sus quehaceres. Se da una situación de perdición, de ilusión, de inautenticidad. Muchos van sintiendo la urgencia de ir aflorando una conciencia recta y de adherirse a la verdadera libertad. Es que Dios no aparece ante una mirada cualquiera. Dios no aparece ante la mirada dispersa del hombre distraído ni atolondrado por las aspiraciones mundanas; tampoco se aparece ante la persona perdida en el divertimento ni en los que se han abandonado ante una conciencia muy relajada.

            Dios se conduce al mismo profundo centro de tu alma para que puedas redescubrir los desbordantes manantiales de amor que uno se pierde al estar bebiendo de aguas pútridas del pecado instalado en el mundo. El Evangelista San Juan nos dice que «su plenitud –de la plenitud de Jesucristo- todos hemos recibido, gracia tras gracia». Y recordemos que, a pesar de ser objeto de predilección a la hora de recibir esas gracias divinas, el hombre ofuscado por la maldad del pecado sigue rechazando la luz que es Cristo: «La luz brilla en la tiniebla, y la tiniebla no la recibió». Para que el encuentro con la presencia sanadora sea posible, para que podemos tener un encuentro personal con Cristo, cada persona –tanto tú como yo- debemos pasar de la dispersión a la concentración, de la superficialidad a la profundidad, de estar en muchos lugares a tener nuestro corazón recostado en Cristo.

            La mirada superficial del hombre no es capaz de percibir la presencia soberana de Dios. Aquel que se contenta con el qué de las cosas y el cómo son las cosas pero no llega a dar el paso de preguntarse sobre el sentido de todo lo que existe no es capaz de poder percibir esa mirada de Dios. Ni hablemos ante aquellos que únicamente buscan el mero interés, la utilidad, la ganancia y reducen todo al para qué y a la capacidad de disfrute. Y aquellos que tienen una mirada dominadora, como la del hombre manipulador, que pasea por el mundo haciendo y deshaciendo, explotando y buscando el máximo de provecho a costa de los demás no será capaz de abrirse a una experiencia que se caracteriza precisamente por su gratuidad, y Dios es generoso en la gratuidad.

            Redescubrir la presencia de Dios nos exige una cura lenta de sosiego, de concentración, de creatividad, de autenticidad, de volver al amor primero, de libertad interior. Necesitamos disponernos a ese encuentro personal con Cristo y eso pasa, y eso exige un largo periodo de rehabilitación para lo espiritual –sin aislar lo corporal-, desintoxicarnos aquellas cosas, que se han colado en nuestro quehacer cotidiano,  y que nos están atrofiando el alma.

            En el prólogo de San Juan nos dice: «Vino a su casa y los suyos no lo recibieron» (Jn 1,11). Para el Salvador del mundo no hay sitio. Para aquellos que nos acercamos ante el pobre pesebre de Belén nos hace pensar en ese cambio de valores que hay en la figura de ese Niño recostado entre María y José. Ser cristiano implica salir del ámbito de lo que todos piensan y quieren, de los criterios dominantes, para entrar en la luz de la verdad sobre nuestro ser.

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