Domingo
de la Sagrada Familia, Jesús, María y José
29 de diciembre
de 2013
Evangelizar
es anunciar fielmente el Evangelio recibido. Es comunicar a los demás lo que
Dios nos ha dicho acerca del Reino de Dios, de la familia, de la escuela de la
universidad, del mundo laboral... etc. Sin embargo los cristianos debemos de
ser muy espabilados y estar muy despiertos porque no podemos confundir el
Evangelio de Jesucristo con un programa de vida temporal justa y feliz.
El Papa Juan Pablo II en la Carta
Encíclica 'Redemptoris Missio' nos ofrece mucha luz y nos ilustra con estas
palabras: «La tentación actual es de
reducir al cristianismo a una sabiduría meramente humanas, casi como una
ciencia del vivir bien (nº11)». Evangelizar
es anunciar el nombre de Jesucristo, su doctrina, su vida, sus promesas.
Es tratar de afrontar los diversos desafíos que se nos presenten a la luz del
Evangelio y orientando todo nuestro ser hacia la persona de Jesucristo. Es
cierto que estamos en una cultura donde cada
cual quiere tener su propia verdad subjetiva y esto hace muy difícil poder
apostar de lleno por un proyecto común. Estamos muy ocupados por lo exterior,
lo rápido, lo inmediato, lo visible, lo superficial y olvidamos lo esencial, nos olvidamos de Dios.
Dios nos hace una promesa, y promesa
que hace Él es promesa que cumple. Nos dice: «He aquí, yo hago nuevas todas las cosas» (Ap 21,5). El influjo de
Cristo en nuestras vidas, la influencia del Espíritu Santo en todo nuestro ser nos trasforma desde dentro para renovar
nuestro humanidad. Cuando uno se da cuenta que uno solamente es redimido por el
amor y que la fuente de ese amor es Jesucristo uno adquiere un nuevo sentido en
su existencia. Realmente adquiere un nuevo sentido pero no proporciona un camino sin altibajos; no se nos quitan los
dolores, sufrimientos, lágrimas, renuncias, capacidad de superación, los
esfuerzos y sacrificios… Dios no nos priva de esto.
San Pablo en su carta a los
colosenses nos dice que «como pueblo
elegido de Dios, pueblo sacro y amado, sea vuestro uniforme la misericordia
entrañable, la bondad, la humildad, la dulzura, la comprensión», pero para
podernos poner ese ‘uniforme’ del que nos habla San Pablo es indispensable actualizar la dimensión de la interioridad para
poder descubrir la huella de Dios en la vida. Es en esa interioridad, es en ese
silencio donde la Palabra de Dios resuena en el interior del hombre, es donde
Dios mora y habla. Esa interioridad y
silencio nos faculta para escuchar «la música callada», «la soledad sonora»
en la que se nos comunica la voz de Dios. El
influjo de Jesucristo nos va transformando por dentro proporcionándonos de la
misma Sabiduría que asiste en el trono del Todopoderoso. Muchos cristianos
han endurecido su corazón al escuchar la voz del Señor, Nuestro Dios y eso que
un Salmo ya nos dice que «no endurezcáis
vuestro corazón como en Meribá, como el día de Masá en el desierto; cuando
vuestros padres me pusieron a prueba y me tentaron aunque habían visto mis
obras» (Sal 95, 8-9).
Hay un cuento que narra un concurso sobre
quién lanzará un objeto más alto. Empiezan unos gigantes que lanzan unas
piedras muy alto, pero que terminan por caer. Se presenta un sastrecillo que
saca de su chaqueta un pájaro que echa a volar y no cae más. La moraleja es que
«lo que no tiene alas termina por caer». El proyecto que tiene el Señor para
nosotros nunca decaerá porque ya se preocupa Él mismo de que sea llevado a buen
término.
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