martes, 31 de diciembre de 2013

Homilía de Santa María, Madre de Dios, 1 de enero de 2014



SANTA MARÍA MADRE DE DIOS, 1 de enero de 2014
            Nuestra iglesia sufre de una importante anemia espiritual. Es cierto que en la historia de la Iglesia tiene que haber tiempo para todo y que el Señor es el que nos está intentando comunicarnos algo en este contexto. El Señor puede permitir algún mal para que luego descubramos un bien mayor. Muchos cristianos han desertado de su fe y otros están sufriendo un proceso de descristianización, y sin embargo se siguen llamando con el nombre de cristianos.  Hablando con mucha gente me dicen que ellos se confiesan con un crucifijo y que luego el ‘cura’ les dice unas palabras y salen del templo convencidos de estar perdonados de sus pecados y se acercan a comulgar sin ningún tipo de reparo. Esos fieles están descristianizados pero esos presbíteros están totalmente mundanizados. La Palabra de Dios es muy clara y pone en evidencia la verdad: «¿Acaso puede un ciego guiar a otro ciego?¿No caerán los dos en el hoyo?» (Lc 6,39).  
            En estos últimos años se han ido dando numerosos cambios culturales que han provocado que la fe de los cristianos se debilitase. Muchas series de televisión, el tratamiento que han dado los medios de comunicación social a la Iglesia, los diversos vaivenes ideológicos que sufrimos en el mundo de la política, los numerosos ataques que han sufrido las familias, el mediocre nivel espiritual del clero…nos están perjudicando seriamente. Es preciso fortalecer nuestra fe y volver de nuevo a anunciar el Evangelio a aquellos que se han enfriado o incluso a aquellos que, aun viviendo en un país de larga tradición católica, nunca han llegado a la fe. No podemos aceptar que únicamente una proporción muy baja de cristianos vivan sinceramente su fe. Hace muy poco, llevando la Sagrada Comunión a una anciana enferma me encontré que la estaban acompañando dos nietas muy jovencitas. Cuando la entregué al Señor yo las pregunté si ellas solían ir a la Eucaristía,  que si ellas eran cristianas, a lo que su abuela, a modo de disculpa, me comentó que «son jóvenes y ya sabe usted como está la juventud de hoy en día». Es verdad que esta juventud  tienen retos muy distintos a la juventudes de épocas pasadas, que sus desafíos y problemas son diferentes, pero no olvidemos que Cristo es el mismo, tanto ayer, como hoy como siempre y que ellas también se tienen que salvar, que también para ellas es la invitación de SER SANTAS.
            No podemos aceptar y resignarnos con un porcentaje tan bajo de cristianos que practican. No podemos cruzarnos de brazos ante esta generación de matrimonios, de jóvenes y adolescentes que están creciendo en un mundo prácticamente ateo, sin relación vital con la persona de Jesucristo. Tanto a estos que están bajo el paraguas del mundo y de sus planteamientos mundanos como a aquellos que intentamos, y nos esforzamos por ser fieles a Cristo; tanto a unos como a otros va esta preciosa bendición del libro de los Números:
«El Señor te bendiga y te proteja, ilumine su rostro sobre ti y te conceda su favor; el Señor se fije en ti y te conceda la paz».
            No podremos encontrar la solución adecuada a los graves problemas de la Iglesia, la escasez de candidatos al sacerdocio y a la vida consagrada, el enfriamiento religioso de muchos cristianos, la secularización espiritual dentro de la Iglesia, etc.,no podremos encontrar la solución adecuada sino recuperamos en la Iglesia el movimiento fervoroso y entusiasta de la evangelización.
            Santa María, la Virgen, no lo tuvo nada fácil. María siempre propicia ese encuentro personal con Jesucristo. Ella lo puso en aquel pobre y humilde pesebre. Los pastores fueron testigos de ese encuentro personal con el Niño Jesús y de ese encuentro les brotó la fe. Ellos vieron con sus propios ojos aquella maravilla que les capacitó para ser testigos de la Buena Nueva, verdaderos evangelizadores. Santa María colocó a su Hijo en aquel pesebre para que todo el que quiera acercarse pueda disfrutar de la alegría de saberse plenamente amado. De este modo se fortalece nuestra fe para seguir anunciando el Evangelio.

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