viernes, 8 de febrero de 2013

Homilía del quinto domingo del tiempo ordinario, ciclo c



DOMINGO V DEL TIEMPO ORDINARIO, ciclo c; ISAÍAS 6, 1-2a.3-8; SALMO 137; PRIMERA CARTA DEL APÓSTOL SAN PABLO A LOS CORINTIOS 15, 1-11; SEGÚN SAN LUCAS 5, 1-11
           
La principal preocupación que tiene la Iglesia y en concreto la parroquia es que cada uno de ustedes se encuentre con Dios. Dicho con otras palabras: que reconozcan a título personal la soberanía y la bondad de Dios. Lo que en verdad se pretende es que cada uno reciba ese regalo que aporta tan cantidad de riqueza que eleva nuestra humanidad y nuestra vida personal. Es fundamental que reconozcamos que la vida humana fracasa si no contamos con Dios, con su presencia, con su misericordia, con su gracia y sus promesas de vida eterna. Y cuando uno se ha ido dando cuenta de las grandes ventajas que supone el contar con Dios; cuando uno empieza ‘a abrir los ojos’ y reconoce lo que Dios le está aportando será cuando realmente descubra el gran regalo de ser cristiano y de pertenecer a la Iglesia.  Si una persona no cree en Dios o no está dispuesto a ser coherente con la persona de Jesucristo es inútil que queramos convencerles de los valores de la Iglesia, ya que se quedarán con los trapos sucios, y con las imágenes caricaturescas que bien se encargan de difundir los medios de comunicación laicistas y descarados.
            Nosotros somos discípulos de Jesucristo. Y cuando uno empieza a caer en la cuenta del hecho de que Él es el único Maestro y que yo soy su discípulo las cosas se complican, pero para bien. Es entonces cuando uno se pone ‘colorado’, aparece el sonrojo en el rostro porque  empezamos a reconocer que nuestra vida cristiana y las lechugas tienen algo en común: el color verde. ¡Que estamos muy verdes en el seguimiento del Maestro! Esto fue lo que le pasó al profeta Isaías. Isaías al empezar a entrar en contacto con las cosas divinas se fue percatando de su montaña personal de impureza y se siente indigno de recibir los dones divinos. Isaías se puso ‘colorado’ porque al encontrarse ante la presencia de Dios se sentía totalmente indigno. Sin embargo Dios desea contar con él para que anuncie el mensaje divino. El contacto con todo lo que es sagrado hace que el corazón se incline hacia lo que es santo.
            San Pablo reconoce cómo el encuentro personal con Cristo resucitado le trastocó totalmente su existencia dándole un sentido que elevaba más allá de lo que él mismo podía haber soñado. Del mismo modo que le sucedió a Isaías, el propio Pablo en ese encuentro con Jesucristo siente cómo es sanado interiormente y el gozo se hace presente en su existencia. Es como si uno tuviese una ventana en su dormitorio con unas vistas preciosas y una claridad envidiable; y de repente alguien levantase un muro de hormigón a medio metro de la ventana dejándote la habitación a oscuras aunque el sol estuviese en lo más alto de su esplendor. Ese muro levantado de hormigón es el pecado que impide que los rayos solares de la gracia de Dios entren en la persona. Pues el encuentro personal con Cristo resucitado ayuda a reconocer la existencia de ese muro, porque todos lo tenemos, otra cosa es que nos hayamos percatado de su existencia. Y lo mejor de todo esto es que cuando uno reconoce que tiene ese muro desea derribarlo porque no desea verse privado, ni un segundo más, de la compañía de Dios en su vida. Simón Pedro es otro ejemplo precioso de cómo cuando uno conoce a Cristo y reconoce que Cristo sana amando intensamente, uno se rinde sin condiciones porque desea dar gracias a Dios de todo corazón con sus pensamientos, obras y palabras. Jesucristo quiere salir a tu encuentro; no te ocultes ante su presencia. Así sea.

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