sábado, 24 de noviembre de 2012

Homilía de Jesucristo, Rey del Universo



Jesucristo, Rey del Universo, 2012
Hay un salmo precioso, el salmo 125 que da gracias a Dios así: «El Señor ha hecho grandes cosas por nosotros, y estamos alegres». Reconocemos con gozo todo lo que Dios hace por nosotros. Andábamos como ovejas descarriadas, sin pastor. Antes al no conocer a Jesucristo todo carecía de sentido, andábamos errantes de un lugar para otro, haciendo aquello y lo de más allá sin más recompensa que lo inmediato que dura menos que el estruendo de un petardo. Sin Jesucristo la desazón y en sin sentido se hacía patente. Le echábamos de menos aún sin conocerle.
Y sin que nosotros lo mereciésemos, salió a nuestra búsqueda, primero llevó sobre sus hombros a una, luego a la siguiente y así hasta acabar cargando sobre sus hombros a todos. Tal vez no se acuerden cuando Jesucristo, el Buen Pastor, cargó con cada uno de ustedes para conducirles como ciudadanos de un pueblo santo: Fue el día de tu Bautismo.
Salió a nuestro encuentro y nos hizo un gran regalo: Nos entregó una nueva nacionalidad, el ser ciudadanos de un pueblo santo. Estábamos muy dispersos, desorientados y perdidos y Él nos congregó para ser santos como Él es santo. Nos consagró como pueblo de su propiedad y como ciudadano de esa nación santa podemos dirigirnos a Dios, alzar la mirada a lo alto y conversar con el Todopoderoso, siendo toda nuestra vida un constante diálogo de alabanza.
Del mismo modo que una bombilla para lucir precisa de la energía eléctrica, también nosotros, miembros de esa nación consagrada necesitamos alimentarnos de la Palabra de Dios y calentarnos espiritualmente ante la presencia del Señor. Son muchas las cosas y circunstancias que no solo nos enfrían espiritualmente, sino que nos congelan. Y al tener la vida espiritual fría nos tendemos otra vez a dispersar, desorientar y perder. Por eso estamos llamados a profundizar en nuestra comunicación con Dios. No solo para mantener un diálogo breve y de cortesía, sino para dejarnos insuflar de su Palabra, que nuestra alma sea como un globo inflado por la fuerza del Espíritu, siendo el Espíritu quien nos guíe, nos dé fuerza y acompañe.
Y como ciudadanos de este pueblo santo nos congregamos para escuchar lo que Dios nos dice y reconocemos la dignidad y autoridad de Jesucristo. De tal modo que toda nuestra vida es un constante culto de alabanza a Dios. Y nuestro culto de alabanza a Dios llega a su culmen cuando en el marco de la liturgia de la Eucaristía dominical entregamos nuestra vida como ofrenda al Señor que por nosotros murió y que también resucitó.
Como miembros de este pueblo santo que podemos dirigirnos a Dios con el nombre de padre, tenemos un sinfín de razones para estar alegres, y lo estamos porque Dios ha hecho grandes cosas por nosotros.

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