DOMINGO XXXIII DEL TIEMPO ORDINARIO,
Ciclo b
Ha habido un acontecimiento acaecido
en la historia que ha cambiado nuestras vidas. Ese acontecimiento fue la muerte
y la resurrección del Señor Jesús. Y como está resucitado Jesucristo sale a tu
encuentro y te da una palabra. Se acerca a ti para ofrecerte una palabra nueva
y la de hoy es: «Salgo a tu encuentro y tú me tienes que buscar». Jesucristo
sale a tu encuentro y tú le tienes que buscar.
Las cosas en nuestra sociedad no van
bien. Son muchos las causas que nos generan malestar, preocupación y desazón. Cada
cual tiene las suyas. En unos estará más acentuadas las del trabajo, las de la
familia, la de las relaciones sociales en el pueblo o en la parroquia, las
ocasionadas por el amor y desengaño, las causas económicas. Problemas siempre
han existido. Lo que sí que hemos comprobado es que en la medida en que nos alejamos del plan de Dios desobedeciéndole las
consecuencias del pecado se acentúan más y más. Si uno aparta a Dios de su
propia vida, terminará viviendo en las tinieblas y las consecuencias del pecado
serán muy serias dañando las relaciones familiares, personales y en todos los
niveles de convivencia. Llegamos a pensar ¡qué mas da hacer eso o hacer lo
otro!, ¡todo el mundo lo hace!, y de ese modo nos auto justificamos. Poco a
poco nuestra mirada cristiana se va nublando, nos cuesta cada vez más entender la Palabra que nos aporta el
Señor, nos acostumbramos a no escucharle y consideramos que esto de la fe es
para los niños. Es decir, acabamos con el alma anestesiada. Y al estar con el
alma anestesiada nos preocupamos de las cosas materiales, el ajetreo diario
empieza a gobernar en nuestro día a día, empezamos a organizarnos de tal modo
las jornadas que ni echamos de menos la presencia de Dios. Y si los que tienen
anestesiada el alma son un colectivo amplio de personas pues terminamos por pensar y a razonar como los que no conocen a Dios.
Nosotros tenemos que estar
despiertos y no bajo los efectos de esa anestesia. Es cierto que formamos parte
de la sociedad, pero si un integrante de esa sociedad acoge a Dios en su vida,
ya está produciendo un cambio interno dentro de ese gran colectivo. La Palabra nos dice que: «Los sabios brillarán como el fulgor del firmamento, y los que enseñaron
a muchos la justicia, como las estrellas, por toda la eternidad». Es decir, aquellos que acogen a Dios en su vida y son dóciles ante su
palabra van marcando nivel, van elevando su exigencia y su modo de estar en los
sitios es asistido por una sabiduría que brota del contacto frecuente y diario
con Jesucristo. Esta gente ‘tocada por el dedo de Dios’ han redescubierto que
Jesucristo “es su lote de su heredad y su copa” y se alegran de tener tan
grandioso tesoro en su haber. Estas
personas descubren que están siendo acompañados por la presencia de Dios y se
sienten necesitados de la asistencia espiritual de los sacramentos. No consumen
sacramentos, sino que les precisan porque desean vivir su existencia en tensión
hacia Dios, mirando al cielo pero trabajando en la tierra. Salen al encuentro
de Jesucristo y le encuentran en los sacramentos y en el silencio de la
oración.
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