sábado, 29 de septiembre de 2012

Homilía del Domingo XXVI del tiempo ordinario, ciclo b



DOMINGO XXVI DEL TIEMPO ORDINARIO, CICLO B
            Nuestra sociedad y el propio contexto donde nos solemos mover está sufriendo una grave decadencia moral, religiosa y espiritual. El bajo índice de confesiones, las numerosas ausencias de cristianos en nuestras Eucaristías dominicales y la poca implicación en la vida parroquial son algunos de los barómetros que lo evidencian. No quiero decir que aquella persona que se confiese, asista a la Eucaristía y que participe en las actividades parroquiales sea mejor que los otros; lo que sí digo es que por lo menos se está ejercitando para mejorar en su vida cristiana, es decir, se esfuerza para que Cristo lleve el timón de su existencia.
            Toda esta relajación espiritual conduce al arrinconamiento de Dios. El nombre de Dios pocas veces es adorado y todo lo divino va desapareciendo de la escena familiar y social. Llega un momento en el que el ‘apartado fe’ es considerado como un elemento innecesario del que se puede prescindir sin crear el más mínimo problema. Prescindir de Dios es la gran equivocación que comenten algunos. Dios es para la vida de nuestra familia como la columna vertebral en el ser humano. Si extirpamos la columna vertebral a una persona nos podemos olvidar de andar quedando nuestro movimiento extremadamente limitado. Hay personas que en nombre de una forma de pensar o por prejuicios acumulados en el pasado se cierran de antemano a la novedad que viene a ofrecerles Jesucristo. Hay otras que, aún sin cerrarse, asisten a la Eucaristía pero no han descubierto lo que Cristo les pide a título personal porque no han adquirido esa actitud de escucha. Toda esta relajación espiritual se puede asemejar a las densas nieblas invernales que nos impiden tener campo de visión. ¿Y saben ustedes quienes son los más perjudicados de la existencia de esta densa niebla espiritual?: los jóvenes y los niños.
            Todos necesitamos tener un modelo de referencia. Y nosotros tenemos no ‘un modelo’ sino tenemos ‘al modelo’: JESUCRISTO. Para muchos el nombre de Jesucristo es una palabra como muy grande, como que se quiere decir muchas cosas, pero se termina descubriendo que, aun siendo una palabra muy grandilocuente, está hueco, no sabemos como llenarlo de sentido. De hecho nos sucede que hay palabras muy rimbombantes pero que no tenemos ni idea del contenido de mencionados términos. Y aquí está el problema: convivir con el nombre de una persona que se llama Jesucristo sin esa curiosidad para encontrarse con Él. Estamos haciendo un flaco favor a nuestros jóvenes y a nuestros niños al no hacer apostolado del Señor simplemente porque nos hemos conformado con memorizar las cuatro formulaciones del Credo o con aquellas oraciones aprendidas de pequeños y recitadas con gran agilidad.
            Por eso entiendo el deseo que tiene Moisés. Moisés se alegra de que el Espíritu se reparta entre aquellos que le acojan. Ojalá que todos tuviesen la capacidad de acoger a Dios en sus vidas y fueran testimonios de vida para los hermanos. Por eso Jesucristo desea que el amor de Dios, que es un amor que transforma y regenera la existencia, llegue a cuantos más mejor.
            Es fácil de entender la gran necesidad que tenemos todos de ponernos a punto en nuestra vida de fe para ayudar a los jóvenes y niños a descubrir la importancia de Jesucristo y no ser escándalo con nuestra tibieza espiritual.

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