DOMINGO XXX del tiempo ordinario, 23 de octubre de 2011
San Pablo escribe a la comunidad de Tesalónica diciendo: «Vosotros seguisteis nuestro ejemplo y el del Señor, acogiendo la palabra entre tanta lucha con la alegría del Espíritu Santo». Pero para que la palabra engendre vida y produzca todos sus frutos es preciso acogerla y vivirla.
Ante el Verbo de Dios que habla y se comunica, la actividad principal que se nos pide es escucharlo y acogerlo. Ése es el mandato que el Padre dirige a los discípulos respecto a su Hijo. Escucharlo más con el corazón que con los oídos. De hecho, la Palabra sólo da fruto si encuentra una tierra fértil, o sea, cuando cae en un corazón bueno y recto.
Pero no basta con meditar la Palabra de Dios, no basta interiorizarla con la mente, rezar con ella, extraer de ella alguna consideración o algún propósito. La auténtica escucha de la Palabra se traduce en obediencia, en hacer lo que exige. Hay que dejarse trabajar por la Palabra hasta el punto de que llegue a informar toda la vida cristiana. Hay que aplicarla a todas las circunstancias de nuestra existencia, hay que transformarla en vida, como exhorta el Apóstol Santiago: «Poned por obra la palabra y no os contentéis sólo con oírla, engañándoos a vosotros mismos». (St 1,22).
El Evangelio es la regla de vida que Jesucristo entregó a sus discípulos. No es difícil, complicada o legalista como las demás reglas; al contrario, es dinámica, suave, estimulante para el alma.
La Palabra de Dios, al entrar en nosotros, denuncia el modo de pensar y de obrar humano y nos introduce en el nuevo estilo de vida inaugurado por Jesucristo. Quien vive el Evangelio puede llegar con Pablo a tener la mente de Cristo; adquiere la capacidad de leer los signos de los tiempos con la misma mirada de Cristo, experimenta la verdadera libertad, la alegría, el arrojo de la coherencia evangélica; encuentra una confianza nueva en el Padre, una relación de auténtica y sincera filiación (de sentirnos hijos de ese gran Padre Todopoderoso) y, a la vez, una actitud concreta y efectiva de servicio hacia todos.
El Evangelio, en definitiva, nos desvela el sentido profundo de nuestra vida, de modo que por fin sabemos para qué vivimos; la enseñanza de Jesucristo nos devuelve la esperanza.
El resultado es que ya no somos nosotros los que vivimos, sino que es Cristo mismo quien viene a vivir en nosotros. Sin embargo no basta con acoger y vivir la Palabra: Hay que compartirla. Lo hacemos en las catequesis, en las homilías, en las predicaciones de los ejercicios espirituales, en los retiros… Lo que tal vez no siempre hacemos es dar el fruto de la Palabra.
La Palabra es una semilla sembrada en nuestra vida. La tierra buena no devuelve la semilla, sino el fruto. Así deberíamos comunicar no sólo nuestra reflexión sobre la Palabra de Dios, sino más bien lo que Ella ha obrado una vez acogida en la tierra de nuestra vida. Se trata de comunicar al que es la Vida; a Jesucristo. Y de ofrecer esa experiencia gozosa de sentirnos elegidos y amados por Aquel que nos llamó a la existencia. Así sea.
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