sábado, 26 de marzo de 2011

Homilía del domingo Tercero de Cuaresma

DOMINGO TERCERO DE CUARESMA, ciclo a.

27 de marzo de 2011

En el Evangelio de hoy hemos sido testigos de cómo Jesucristo ha ganado a esa mujer samaritana para Dios. Jesucristo, con su mirada, con su conversación, con su cariño ha propiciado la conversión de esta mujer y le ha ofrecido una segunda oportunidad para reorientar su vida. Se puede decir que hoy le “ha tocado la lotería” a esa mujer samaritana al experimentar el amor tierno que Dios la tiene.

Jesucristo no es tonto. Jesucristo no está en aquel pozo, a las afueras de Sicar, soportando el fuego abrasador del sol de mediodía en vez de estar en otro sitio más fresquito. Jesucristo estaba ahí, bajo el sol, al lado del pozo adrede, con toda la intencionalidad: Quería conquistar un alma para Dios.

Sabía que las mujeres solían ir al pozo a primera hora de la mañana, cuando el sol apenas tiene fuerza. Es una ocasión de encuentro de las mujeres para conversar entre ellas y para ‘ponerse al día’ de las cosas que sucedían en el pueblo. Jesús que era un gran observador, se percató que una mujer iba siempre, como medio a escondidas, con toda la sofoquina a aquel pozo a por agua. Iba a escondida porque se sentía juzgada, criticada y cruelmente tratada por las mujeres a causa de su vida desordenada. Ella se sentía como si fuera ‘basura’, despreciada por los suyos.

Jesús, “como el que no quiere la cosa”, movido por amor y con ganas de ayudar a reorganizar la vida de esa mujer, se acerca a ella y con la escusa de pedirle agua comienza una conversación profunda y alentadora a la vez. Ella se siente indigna y avergonzada tanto por el pasado de pecado como por el presente también impregnado de pecado. El pecado es para ella un peso insoportable en sus espaldas.

Jesús le habla de un agua especial, de un manantial que brota y salta hasta la vida eterna. La trata como persona, la reconoce como persona y desea rehabilitarla como persona. Y lo consigue. La mujer se da cuenta que puede romper con esa vida que la esclaviza siempre que tenga a Dios en el centro de su corazón. La samaritana se da cuenta cómo Jesús sabe toda su historia, y no se siente juzgada por él, no condenada por Jesús, sino que se siente amada, reconocida y animada para caminar por las sendas que el mismo Cristo la plantea.

Cada uno de nosotros nos podríamos identificar con esta mujer samaritana, ya que también tenemos nuestros claro oscuros en nuestras vidas.

Si nosotros tuviésemos esta experiencia de encuentro con Jesucristo, tal y como lo tuvo esta mujer, empezaríamos a valorar más y mejor la vida de oración y a replantearnos muchas cosas de nuestras vidas de una manera más generosa y convencida sabiendo que lo más importante es que “nuestra vida sea toda entera para Dios”.

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