CAPÍTULO SEXTO
Amar y servir
Su oficio la oración.
Después de su recuperación Bernardita retornó a sus actividades en el noviciado con vistas a su profesión. Sus propósitos, de que tomó nota en los días de los ejercicios espirituales preparatorios, son todo un programa de vida: “Vivir para Dios, para Dios en todo, para Dios siempre…no buscar más que a Dios en todas las cosas… Dios en todo y Dios siempre”. Por fin el 30 de octubre 1867 hizo profesión por un año.
Aquella misma tarde, según la costumbre, la Superiora distribuyó en presencia del Señor Obispo y de toda la comunidad reunida las obediencias (los empleos) de las nuevas profesas… a excepción de Bernardita, que llevará definitivamente el nombre de Sor María Bernarda. Monseñor Laurence, volviéndose entonces hacia la Superiora, pareció sorprenderse:
- ¿Y Sor María Bernarda?.
- Monseñor, no sabemos en qué ocuparla. No está bien para nada.
- Pues entonces…
- Si a su excelencia le parece bien, como una gracia, ensayaremos utilizarla en ayuda de la Hermana enfermera. Es lo único que sabe hacer.
Recordándo su encuentro en Lourdes, Monseñor dijo a María Bernarda:
- ¿Eres capaz de llevar el perol de tisana y limpiar las legumbres?.
- Lo intentaré –respondió ella con una ligera sonrisa que, con cierto humor respondía a la del Señor Obispo.
Éste, para cerrar la reunión le dijo:
- Yo os doy el oficio de la oración.
Guante de terciopelo y mano de hierro.
Bernardita comenzó, pues, su oficio de ayuda de enfermería, bajo las órdenes de Sor Marta. Todas las enfermas que llegaron a beneficiarse de sus servicios concuerdan en hablar de su delicadeza, su dulzura, su bondad, su cariño y su capacidad para consolar y animar. Y algo que no es de omitir: su buen humor que llegaba a contagiarse. Tenía interés en subir siempre que tenía tiempo para ello a la enfermería del segundo piso en el que se atendía a las enfermas seglares (nota del traductor: las que aún no habían hecho la profesión). Una de ellas dirá: “Me ponía bien la almohada, me enjugaba el sudor, me cogía la mano con la ternura de una verdadera hermana o madre”.
La salud de Sor Marta se deterioraba. A veces, Sor Marta, se veía obligada a guardar cama ella también. Entonces Bernardita cargaba con toda la responsabilidad, siguiendo, como es lógico las prescripciones del doctor Saint-Cyr.
La amabilidad y sensibilidad de Sor María Bernarda no excluía, si era necesaria, una cierta firmeza. Cierto día había dado órdenes a una joven postulante de que se mantuviera bien arropada en la cama. Ésta se aprovechó de un rato en que Sor María Bernarda había salido para recoger su libro de oraciones. Cuando volvió encontró a la enferma con los brazos al aire leyendo un libro piadoso. Bernardita se lo quitó, y poniéndolo fuera de su alcance, le dijo sin disimular su disgusto: “¡Aquí lo tienes!, ¡un fervor tejido de desobediencia!”. Eh aquí un hecho entre otros muchos que prueba que para Sor María Bernarda una devoción auténtica no puede abolir los deberes propios, por ejemplo: para un enfermo su deber es obedecer las órdenes del médico o del enfermero.
Lejos de los ojos, cerca del corazón.
A pesar de todas sus ocupaciones en la enfermería, Sor María Bernarda no olvidaba su país ni a su familia. Escribía con regularidad a Toñita y deploraba no conocer a su marido José Sabath. A través de ésta tenía relación con toda la familia: “Te pido que los abraces a todos por mí. Diles de mi parte las cosas más cariñosas. Menos me olvido de los niños (hermanos y primos). Diles que sean muy buenos y que recen una Ave María por mí todos los días, sobre todo cuando vayan a mi amada gruta…Me hallo perfectamente bien de salud… y soy feliz en todos los sentidos. Termino con un abrazo muy cariñoso para ti; y encargo al pequeño Pedro (ocho años) dé tres fuertes besos de mi parte a mi padre”.
Un año más tarde, en mayo de 1869, se le partía el corazón al ver partir hacia Lourdes a su Superiora y a una de las asistentas. Al no poder acompañarlas, les pidió fueran a saludar a su padre en el molino de Lacadé (que era ya de su propiedad) y a sus hermanos, a su hermana y cuñado, todos los cuales vivían con él.
La salud de Sor Marta marchaba hacia un final fatal. Sor María Bernarda hubo de tomar el cargo titular de enfermera. Felizmente su salud había ido mejorando. Y verdaderamente hacía falta fuera sólida en aquel otoño de 1870, en que los prusianos estaban a las puertas de la ciudad, por lo que fue instalado un hospital militar en Saint-Gildard. Esto trajo consigo un aumento de trabajo para ella, debido a la llegada de los soldados heridos. No por mucho tiempo, es verdad, pues el 28 de enero de 1871 se firmó el armisticio.
Justamente en estos días en que el peligro era más inminente, Francisco Souvirous, el padre, había proyectado venir a Nevers. Bernardita escribió inmediatamente a Toñita para disuadirla de esto: “Yo me sentiría muy dichosa de verle. Dile, sin embargo, que no se ponga en camino. Si, le sucediera alguna desgracia en el camino, me lo reprocharía toda mi vida”.
Me uno contigo en el llanto.
Este año en que Francia estaba en paz iba a ser duramente probada la familia Souvirous: murieron los dos primeros hijos de Toñita, Francisco su padre, y su tía Lucila (12 de febrero y 28 de agosto, los dos pequeños; 4 y 16 de marzo, Francisco y Lucila). Sor María Bernarda se apresuró en cada uno de estos tristes acontecimientos a escribir a unos y a otros para participar en su dolor y consolarlos. Este trozo de su carta a Toñita, después de la muerte de su padre y de su hija, impresiona también a nuestro corazón: “Ha tenido a bien Nuestro Señor quitarnos aquello que más amábamos en el mundo, nuestro querido y muy amado padre… me uno contigo en el llanto… tomo parte con todo mi corazón en la pena que tu corazón de madre está padeciendo… termino, mi muy querida hermana abrazando a todos muy cariñosamente. Te tendré presente al pie de la cruz, que es donde nosotros encontraremos fuerza y valor”.
Sor María Bernarda quiso participar también de la pena de Juan María que había entrado en los Hermanos de la Doctrina Cristiana y de Bernardo-Pedro, escolarizado en los Padres de Garaison. Lloraba con ellos no descuidando sus responsabilidades de hermana mayor, animándolos a cumplir los deberes de su estado y a orar por los vivos y difuntos de la familia.
Cara a cara con el Señor.
Sor María Bernarda tenía la plena confianza del doctor Saint-Cyr y la estima de todas las enfermas, las cuales consideraban como una gracia ser atendidas por ella. Pero sus repetidas crisis de asma, y sus dolorosos accesos de tos provocados por la inevitable evolución de su tuberculosis no le permitieron seguir con sus actividades de enfermera. Fue destinada a servir en la sacristía en los primeros días de 1874.
Este nuevo destino le iba a permitir pasar largo tiempo ante el tabernáculo. Allí cara a cara con Cristo, vencedor de la muerte, ella le escuchaba en su corazón y al par le confiaba todas las intenciones de su familia. No dejaba de implorar ante su altar la intercesión de María por todos aquellos que habían pedido sus oraciones, sin olvidar a los pecadores, por quienes la misma Virgen María, en la gruta de Massabielle la había invitado a orar.
Tenía especial cuidado por la limpieza de las sabanillas y del ornato floral, para lo que tenía tanto gusto como afición. En el curso de sus actividades como sacristana, vivía la unión con Dios con una familiaridad espontánea, como pudieron testimoniar un grupo de novicias. Cuentan que un día de Navidad, al coger al Niño Jesús para depositarlo en el Nacimiento que entre todas habían hecho, Bernardita les dijo estas palabras que se les grabaron en la memoria: “¡Cuánto frío debiste de pasar, mi pobre Jesusito en el establo de Belén!. No tenían corazón aquellos habitantes para ser capaces de negaros hospedaje”. Toda una meditación que nos llega al corazón y nos invita muy sencillamente a vivir amando.
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