lunes, 20 de septiembre de 2010

Santa Bernadette Soubirous (Parte I)

BERNARDITA

1844-1879

Su historia

por

Françoise Bouchard



Prefacio


Una fuente al pie de la roca

Peregrino venido en grupo o aislado a Lourdes, ¿quién no ha sentido una viva emoción ante la ruta de Massabielle?. ¿Quién mientras ora al pie de esa estatua de mármol blanco no ha sentido la presencia, siempre actual de la Inmaculada Concepción? ¿Quién, mientras le expone sus anhelos, no estaba convencido de que su corazón de madre le había escuchado?.

Pues bien, sin Bernardita, no tendríamos Lourdes. Ella escarbó para nosotros en la arena esta fuente al pie de la roca. Ella nos invita a despojarnos de todo lo que nos impide descubrir la fuente que da vida. Ella nos exhorta a marchar hacia ese “otro mundo” iluminado por la verdadera luz.

Descubramos aquí los tiempos fuertes de esta vida de simplicidad para marchar a continuación por el camino que conduce a Jesús por María.


CAPÍTULO PRIMERO

Un solo corazón

El primer fruto del amor.

Bernardita nació el domingo 7 de enero de 1844 en Lourdes. Su padre, Francisco Soubirous, era de profesión molinero en el molino de Boly. Ganaba honradamente su vida junto a Luisa Castérot, su esposa quien le ayudaba en su trabajo.

A pasar de la diferencia de edad, Francisco 37 y Luisa 17 años, habían contraído el año precedente un verdadero matrimonio de amor, un privilegio más bien raro en aquella época.

La venida al mundo de su primer bebé, un año después de su matrimonio, les colmó de felicidad. Era una nena a quien dieron el nombre de María Bernarda, familiarmente Bernardita.

La cuna vacía.

Bernardita tenía exactamente diez meses cuando un fallo en la salud obligó a Luisa, de nuevo en cinta, a interrumpir su lactancia (el destete tenía lugar, entonces, a los dos años). Con gran pesar de todos fue confiada a una nodriza, María Lagües, que vivía en Bartrés, pueblecito situado a cuatro kilómetros de Lourdes. Cumplidos los dos años pudieron al fin sus padres hacer que retornara a Lourdes. Su vuelta atenuaría la pena causada por la muerte de su segundo hijo, dos meses después de su nacimiento. Toda la familia de los Casterot participó de esta alegría, especialmente Bernarda, la feliz madrina, que no paraba de decir: “¡Me conoce igual que a su madre!”. Esta alegría del reencuentro se vio acentuada por el nacimiento, unos meses más tarde, de María-Antonia, llamada Toñita, a quien seguiría, en 1851 Juan María.

Un fracaso anunciado.

Por diversos motivos el negocio del molino de Boly fue, poco a poco, de mal en peor: Francisco y Luisa, sin instrucción, no llevaban ninguna contabilidad. Olvidaban las deudas de sus clientes, a quienes en lugar de reclamarles decían con frecuencia: “Ya pagaréis cuando podáis”. Al molino no llegaba el dinero. Por otra parte, Luisa tenía siempre puesta la mesa para las mujeres que habían llevado su talega de trigo para moler, y esperaban su molienda. Cuando ellas partían, con frecuencia habían gastado más que lo que habían pagado.

Además las muelas se desgastaban con el uso. Sucedió que estando picándolas para rehacer los surcos, le saltó un trocito al ojo del que quedó lesionado dificultándole la visión para toda su vida. Los cedazos estaban agujereados y, no teniendo fondos para reponerlos, suministraba, a su pesar, una harina de calidad inferior. Además las molturadoras industriales que se iban instalando en todas partes de aquella comarca, constituían para los molinos tradicionales una competencia insuperable. Un conjunto de motivos que conducirían a los Soubirous a la ruina.

Solidarios en el esfuerzo.

En 1854 los Soubirous dejaron el molino. Bernardita tenía diez años y padecía desde hacía algún tiempo fuertes crisis de asma. Francisco se convirtió en un brassier a jornal (bracero o peón cuyo único medio de trabajo son sus brazos), especialmente en la panadería de Maisongrosse o como cochero con Cazenave, bien transportando a los viajeros o llevando a la cuadra los caballos para el pienso.

Por su parte Luisa, dependiendo de los encargos, hacía la limpieza, la colada, cosía, etc., y en el buen tiempo trabajaba en el campo. No interrumpió estas actividades sino por breve tiempo después del nacimiento en febrero de 1855, del pequeño Justino a quien Bernardita llevaba a los lugares de trabajo de la madre en las horas de darle el pecho.

En otoño de 1855 sobrevino en Lourdes una epidemia de cólera. Bernardita, la más débil de la familia, fue alcanzada por ella. Se repuso pero durante toda su vida padeció trastornos gástricos.

Como la cosecha de cereales fue mediocre, la hambruna se extendió durante el 1856. De ello resultó para los Soubirous una disminución de encargos e ingresos, y lógicamente grandes dificultades para subsistir.

Bernardita tenía una fe auténtica. Aunque no manifestaba signos llamativos de piedad, sabemos que ella pasaba frecuentemente las cuenta de su rosario que guardaba discretamente en su bolsillo. Al caer de la tarde le gustaba recitar la oración en familia. Y le sucedió también que a veces había de obligar a Juan María, que estaba acostado, a levantarse para unirse a ellos. Antes de irse a la cama animaba a Toñita para rezar con ella el Ave María. Su fe consistía esencialmente en la unión íntima con Dios, pero cada día sentía más y más necesidad de fortificar y alimentar esa fe con la recepción de la Eucaristía.

Bernardita iba a cumplir trece años. Pero todos sus deseos, tan legítimos por lo demás, iban de pronto a quedarse en puros sueños. Pues los tiempos eran duros, cada vez más duros. Y en casa de los Soubirous, las bocas demasiado numerosas.

Tía Bernarda propuso entonces a los padres de Bernardita llevársela a su casa hasta la primavera para que, al menos, matara el hambre. Y, en efecto, allá no le faltó nada. Pero no fue sin compensación. Debió cuidar de sus primos, hacía la limpieza, cosía. Ayudaba a su tía en la cantina que tenía. Así, volvió a su casa cinco o seis meses más tarde sin haber ido ni a la escuela ni a la catequesis.

Los asuntos de los Soubirous no se arreglaban y llegaron al punto de no poder pagar el alojamiento. Molesto por sus repetidos atrasos, el propietario les notificó el desahucio.

Todos al “Cachot” (calabozo).

Helos así, al final hacia el final de 1856, a todos en la calle, sin trabajo seguro ni un fiador para pensar en un nuevo arriendo.

Durante el breve plazo que se les había concedido, Francisco Soubierous buscó en vano un lugar de repuesto, por modesto que fuese, para albergar a los suyos. Desesperado de conseguirlo aceptó la propuesta de un primo: Una pieza única de tres metros por cuatro en la calle Petits-Fossés, que daba a un patio interior donde él depositaba el estiércol de sus gallinas. Era el Cachot, así llamado por haber servido de prisión, y abandonado por razón de su insalubridad. Así el viejo molinero, apreciado por todos iba a tener que refugiarse con su familia en un tugurio, juzgado con razón demasiado malsano para los malhechores, ¡ un lugar bien poco favorable para la salud tan delicada de Bernardita!.

Francisco continuaba trabajando en Maisongrosse et Cazenave. Luisa dependía de los encargos, en cuyo caso recaía en Bernardita el cuidado de todos sus hermanitos.

No obstante los esfuerzos de unos y otros la vida era muy dura en el Cachot. Así, cuando al final de la primavera de 1857 María Lagües, la nodriza de Bartrés, vino a pedir a los Soubirous que fuera Bernardita a su casa para guardar el rebaño durante el verano, ellos aceptaron la proposición. Aun con el disgusto de tener que separarse de ella, pensaron que en la granja tendría una alimentación más abundante y de mejor calidad; además el aire de Bartrés sería más sano para Bernardita que la atmósfera sin ventilación del Cachot.

Lo prometido, se cumple.

A finales de junio de 1857, Bernardita marchó a Batrès como pastora. Por la mañana, antes de partir hacia los pastizales, y por la tarde, después de haber recogido el ganado en el aprisco, ayudaba a la criada en el cuidado de los niños y en el arreglo de la casa. Tal ritmo de vida no le permitía seguir una catequesis regular con los demás niños del pueblo, tal y como María Lagües se lo había prometido. Bernardita no le ocultó su descontento. María Lagües, sintiendo algún escrúpulo, intentó a su modo remediarlo. Por las tarde, ya anochecido le leía en un viejo manual las lecciones que Bernardita debía repetir varias veces, pero de las que no recibía explicación. Esta desastrosa pedagogía, tan poco atrayente y al par exigente, desconcertó a Bernardita incapaz de exigir a su poco ejercitada memoria este esfuerzo, por lo que la desacertada experiencia no pudo continuar, suscitando, más bien, mutua irritación.

Pasado el verano Bernardita no fue autorizada en dejar la granja, y llegado el comienzo del nuevo curso, María Lagües no le permitió tampoco ir a la escuela.

Bernardita soportaba pacientemente el carácter autoritario de su nodriza y las difíciles condiciones de su trabajo, no conformes a lo convenido con sus padres. Pero se rebelaba contra la frustración de sus legítimos derechos de asistir a la escuela y a la catequesis. Procuraría poner fin a esta situación, ya que su estancia, fijada inicialmente hasta el final del verano, se iba prolongando indefinidamente.

Un domingo de enero de 1858 obtuvo de María Lagües autorización para ir a ver a sus padres. Una vez en casa les hizo sabedores de las razones por las que rechazaba volver a Bartrès, y consiguió convencerles. Así el 28 de enero de 1858 se encontraba de nuevo en el estrecho e insalubre Cachot.

Una alumna que no descuida sus deberes.

Bernardita fue inscrita en el hospicio, en la escuela de las Hermanas de la Caridad de Nevers, donde también acudía regularmente Toñita. (estas religiosas tenían en Lourdes un asilo para ancianos y enfermos sin recursos. También un colegio para niñas). Mostró muy pronto su empeño para recuperar su retraso en la lectura, escritura y cálculo, y dio pruebas de su particular disposición para los trabajos de costura. De una obediencia sin falta con las Hermanas, era siempre amable con las compañeras. Dotada de agudeza en las réplicas, encontraba ocasiones para agradar. Dos veces por semana el P. Pomian, uno de los tres coadjutores del reverendo Peyramale, éste párroco de Lourdes, daba los cursos de catequesis a las alumnas del hospicio. Su juicio sobre los conocimientos de Bernardita en esta materia fue categórico: “En doctrina, tabla rasa ”… .

Los jueves, día de asueto semanal, y los días en que su madre trabajaba, la reemplazaba en el Cachot en lo referente a la cocina y la limpieza. Con sus hermanos, a su cuidado entonces, se ponía a prueba su mucha paciencia y su gran disponibilidad. Tenía arte para entretenerles, divertirles y consolarles en sus penas. Pero no le faltaba por otra parte firmeza cuando era necesaria y sabía hacerse obedecer y comprender de Toñita, a quien impedía irse a corretear con las rapazas del barrio como le gustaba hacer.

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