lunes, 20 de septiembre de 2010

Santa Bernadette Soubirous (PARTE III)

CAPÍTULO TERCERO

Cuando la verdad se hace evidente

La credulidad desviada.

Si Bernardita no volvía más a Massabielle, no le faltarían extraños competidores. Muchachos y muchachas creían ver en las diversas oquedades de la roca vapores luminosos en cuyo seno se creía ver una señora, un grupo de angelitos, san José o uno u otro de los Doce Apóstoles y demás santos del cielo. Había quienes oían músicas celestiales que se transformaban a veces en una horrible cacofonía. Muchachas representando “Madres Dolorosas” terminaban dando el espectáculo con sus fuertes suspiros, lágrimas y contorsiones, semejándose así a María llorando a su Hijo muerto en sus brazos.

Estas extravagancias no eran otra cosa que engaños o desatinos de la imaginación de algunos alucinados, lo cual no hacía más que estorbar el buen desarrollo de la investigación canónica. El reverendo Peyramale, después de consultarlo con su obispo hizo una llamada a la cordura de todos estos extravagantes. Al comienzo del verano todos los visionarios habían desaparecido.

Las autoridades se inquietan.

La gruta y los aledaños habían recobrado la atmósfera serena y orante de los primeros días. Pero la afluencia de las multitudes inquietaba al alcalde, M. Lacadé, al comisario de la policía, Jacomet, como también al prefecto del departamento, responsables del orden público y de la seguridad. Según ellos el culto estable ante la gruta no debía ser autorizado mientras la Iglesia no reconociera los hechos. Era preciso con toda urgencia hacer desaparecer los objetos que allí se habían colocado. Jacomet los hizo retirar. Alcalde, comisario y prefecto se tomaron un tiempo de reflexión para buscar una solución capaz de hacer cesar todas aquellas aglomeraciones de la muchedumbre que no cesaban de aumentar.

¿Lourdes ciudad termal?.

Por aquel tiempo M. Lacadé expuso a los otros dos una idea que se le había ocurrido. Puesto que se hablaba de curaciones atribuidas al uso del agua de la fuente, lo mejor era que se investigaran las pretendidas virtudes de tal agua. Comisionaron a un farmacéutico de Trie, junto a Tarbes, para que realizase un análisis a su gusto. Este declaró que esa agua era rica en elementos minerales. Por su suavidad era recomendable para favorecer la digestión. ¡Una ganga para la ciudad de Lourdes!. Pues la fuente, situada en terreno comunal, podría ser explotada en beneficio de la ciudad en competencia con Bagnères-de-Bigorre, Cauterets y las estaciones termales de la región.

El 8 de junio, M. Lacadé dió un decreto prohibiendo el acceso a la ruta y a la fuente. Es más, puso una valla ante la gruta.

El prefecto hubiera preferido, paralelamente a estas medidas, que se alejase la causa de donde provenían todos estos efectos: Bernardita. Exigió un triple examen médico con la segunda intención de hacerla internar en un asilo psiquiático si se confirmaba los trastornos mentales. Previamente a este examen el reverendo Peyramale tuvo cuidado de reunirse con los tres médicos designados por el alto funcionario. Él les hizo saber que mientras él viviera no permitiría tocaran de Bernardita ni un solo cabello. De hecho los médicos no diagnosticaron ningún trastorno cerebral, sin excluir, no obstante, la hipótesis según la cual Bernardita podía haber sido víctima de alucinaciones, y se contentaron, para hacer valer su autoridad, con ordenarla un periodo de reposo.

Por otra parte, el 8 de agosto el alcalde recibía los resultados de un contraanálisis sobre el agua. Un eminente químico M. Filhol, profesor de la facultad de ciencias de Toulouse, declaró que el agua “no contenía ninguna sustancia activa capaz de conferirle alguna propiedad terapéutica especial”. Varios otros químicos irían confirmando estas conclusiones.

Así pues Lourdes nunca llegaría a ser una importante estación termal. A esta amarga decepción M. Lacadé puso, sin embargo buena cara. Llegó a estar presente en el derribo de la valla el 5 de octubre de 1858, ordenado por Napoleón III en persona. El acceso a la gruta y a la fuente quedó libre para todos, pero únicamente fue autorizado el culto privado, de acuerdo con las decisiones de la comisión de investigación que interrogó a Bernardita por primera vez del 17 de noviembre.

Invasión de visitantes.

Los Souvirous habían dejado el Cachot en septiembre a instancias del doctor Dozous, cada vez más inquieto por las frecuentes crisis de asma de Bernardita. El médico les había avisado de los graves peligros, no solo para ella sino para todos, de vivir en una atmósfera tan insalubre. Pocos meses mas tarde Francisco arrendó el molino de Gras, entonces vacante, situado río abajo del molino de Boly sobre el Lapaca. Retomó su antiguo oficio con energía renovada. Se puede adivinar su satisfacción por no someter a Luisa a duros trabajos fuera y la alegría de los niños de poder vivir a sus anchas. ¡Qué decir de Bernardita que gozaba de una habitación para ella sola, en la que se apresuró a colocar en el mejor sitio una estatua de la Virgen!.

La perspectiva de un próximo reconocimiento de los acontecimientos de Massabielle había acarreado el aumento de las multitudes en la gruta y también al molino de Gras. Como en el Chacot, aquello era un desfile constante de personas que venían a interrogar a Bernardita sobre las apariciones y a rogarla que intercediese por ellos en sus oraciones.

Hacía tiempo que el reverendo Peyramale había comprendido la necesidad imperiosa de poner límite a esta contante invasión de visitantes que molestaba a los Souvirous en su trabajo y no dejaban en paz a su hija. Fue a visitarles para aconsejar que adoptasen la única solución que él veía viable: Que Bernardita entrara como interna en el Hospicio. Comprendiendo lo razonable de esta medida, tanto para ellos como para su hija al final dieron su consentimiento. Bernardita sería recibida como enferma pobre. Aunque no estaba ya en la edad de escolarización estaría autorizada para seguir los cursos para perfeccionar su francés. La idea de dejar su familia, a la que ella amaba tanto, estaba lejos de entusiasmarla. A demás, pasado el mes de septiembre de 1859 tenía una razón añadida para estar más apegada a los suyos: el nacimiento de Bernardo-Pedro, su último hermanito, del cual tenía la alegría de ser madrina. Escuchando la voz de la razón se sometió con la condición expresa de que pudiera visitar a su familia e ir a la gruta dos veces por semana.

No hay tiempo muerto para Bernardita.

El 15 de julio de 1860 llega como interna al Hospicio. Va a clase algunas horas cada día. Para compensar a las Hermanas por su acogida gratuita Bernardita se ocupa de algunos servicios de enfermería junto a los enfermos. También ayudaba enseñando a leer a los más pequeños a quienes la encantaba divertir durante los recreos. Atenta y aplicada hizo rápidos progresos en francés. Hasta fue capaz, entre los años 1860-1861, de redactar breves textos bastante correctos, si bien no están del todo exentos de graves faltas de gramática y de ortografía.

Las lecciones de instrucción religiosa del reverendo Pomian que había continuado recibiendo después de su confirmación (5 de febrero de 1860) la habían ayudado a enriquecer sus conocimientos de catecismo. Cuando asistía a la misa dominical en la iglesia parroquial, o cuando oraba en la capilla del Hospicio, su rostro grave y sereno reflejaba una profunda intimidad con el Señor. Estaba persuadida que la unión con el Dios amante y misericordioso no pasa de necesidad por esa laboriosa gimnasia del espíritu sobre los Misterios de la fe que eran, para ella, las meditaciones: “Yo no se meditar”, reconocía. Sí, María había venido para enseñarle que la unión con Dios es ante todo un intercambio de amor.

Una docilidad sin condiciones.

Su obediencia a las Hermanas no falló en ninguna ocasión. Aunque le habían dado la seguridad de ahorrarle entrevistas agotadoras con tantos que deseaban entrevistarla, aceptaba, si bien con desagrado, someterse a estas solicitudes; bastaban unos toques de campanilla referentes a ella para que dejara discretamente la clase o cualquier otra ocupación en que se encontrase, para ir al locutorio. Allí se esforzaba en responder amablemente, con frecuencia varias veces al día, a las mismas preguntas que en la anterior visita y casi con los mismos detalles.

Su docilidad natural no quebraba su determinación de hacer respetar, por unos y por otros, sus derechos. A las críticas en contra suya que juzgaba inmerecidas tenía respuestas fáciles e incisivas. Si por una razón cualquiera a la Superiora se le había olvidado dejarla libre en las horas habituales de visitar a su familia o a la gruta, Bernardita le recordaba su compromiso: “Se me ha prometido”, le soltaba ella entonces sin perder compostura.

Tabaco, fresas y miriñaque.

Con las alumnas de su clase, la mayor parte más jóvenes que ella, se reveló como una buena compañera, siempre alegre y no desprovista de humor. Y, al mismo tiempo traviesa, como algunas de ellas testimoniaron más tarde.

Para dar algún alivio a sus crisis de asma el médico le había ordenado tomara tabaco. Ella lo tenía en una cajita que llevaba siempre en su bolso. Un día durante la clase había sacado esta cajita para inhalar sus efluvios benéficos. En esta ocasión había pasado a escondidas una pizca de tabaco a sus más cercanas compañeras. Siguiose una serie de repetidos estornudos y un alocado reír colectivo.

Más sabrosa, sin duda, es la anécdota siguiente: Un día de junio Bernardita seguía un curso de costura en una clase del primer piso. Por la ventana abierta Bernardita admiraba un tablar de fresas que caía exactamente debajo en el borde del huerto. Los frutos comenzaban a colorear y la fuerza del sol les hacía exhalar hasta ellas su delicioso perfume que encendía el deseo de probarlas. Como el acceso al huerto sin justos motivos les estaba prohibido, solo quedaba encontrar un pretexto para entrar allí. Bernardita gozaba de algunos minutos de recreo entre dos clases, suficientes para realizar su travesura. Segura de encontrar en Julia Garros, su vecina, una cómplice ideal, Bernardita le susurró al oído: “Voy a tirar mi zapato al jardín… tú vas a buscarlo y aprovechas para coger fresas”. Así se hizo y las dos golosas pudieron gozar de las fresas.

¿Podría alguien echar en cara a Bernardita estas travesuras de adolescentes?. Hay más, también tenía sus caprichos de coquetería: alargar su falda para darle más efecto de miriñaque, o la introducción de unas virutas en su corsé para dar mayor relieve a su busto.

El obispo en acción, el médico atónito.

El 7 de diciembre de 1860 Bernardita fue citada para el último interrogatorio ante la comisión investigadora presidida por monseñor Laurence en persona. Después de haber visto reproducir los gestos de la Virgen cuando declaró que era la Inmaculada Concepción, el obispo no pudo retener sus lágrimas de emoción. Su íntima convicción era firme. Sin embargo, se reservó un tiempo de reflexión antes de tomar una decisión que comprometía a la Iglesia. El 18 de enero de 1862 publicaba un decreto por el que se reconocía la autenticidad de las apariciones de Massabielle.

En el mes de marzo Bernardita contrajo una neumonía que la obligó a guardar cama. Los accesos de tos repetidos, asociados a un fuerte agravamiento del asma, provocaban crisis de ahogo tan violentas que la Hermana enfermera y la ayudante tenían que ponerla a la ventana para ver si allí podía respirar. Bernardita les decía entre gemidos: “¡Abridme el pecho!”. El 27 de abril por la tarde el médico la declaró desahuciada. Sus padres, llamados para que la vieran por última vez, no podían contener las lágrimas. Las Hermanas y las pensionistas del Hospicio se turnaban para rezar a la cabecera de su lecho. Al caer la tarde el reverendo Pomian vino para administrarle la Unción de Enfermos. Entonces ella abrió los ojos y con un hilo de voz que le quedaba pidió beber algunas gotas de agua de la gruta. Inmediatamente ella misma manifestó a la Hermana que la velaba: “He sentido como si una montaña se desprendiera de mi pecho”. Estaba perfectamente curada.

Al amanecer del día siguiente el médico vino a hacer la visita habitual. La Hermana que le introdujo le rogó que fuera al locutorio. Él pensó encontrar allí a la Superiora que vendría a comunicarle la muerte de la enferma. Se adivina su sorpresa al encontrarse allí con Bernardita en persona. Estaba aún débil, pero llevaba la sonrisa en sus labios, completamente libre del mal… pero no de su asma que persistía aún.

El cura y su cantería.

Una vez que monseñor Laurence había promulgado el decreto, el reverendo Peyramale no permaneció inactivo. Había comenzado una inmensa obra que iba a facilitar las reuniones en las peregrinaciones a Massabielle. El ayuntamiento cedió a la diócesis de Tarbes todo el terreno que rodeaba la gruta y el párroco adquirió por su parte diversas parcelas situadas a un lado y al otro del canal. Nombrado por el señor Obispo maestro de obras, hizo limpiar el interior de la gruta de todos los materiales acumulados allí por las crecidas del Gave. Hizo construir una pileta para recoger el agua de la fuente y poder cogerla con facilidad. Después de haber hecho desviar el canal, niveló todo el solar, lo pavimentó y construyó un grueso muro de granito para impedir los desbordamientos del río. En cuanto a la capilla pedida por la Virgen, esta sería una bella iglesia levantada sobre la roca. Primeramente se construiría la cripta que serviría de base. Francisco Souvirous iba a ser uno de los primeros obreros que manejaría el pico y la pala para allanar la superficie en la que se emplazaría la futura cripta. Sus desastrosas cualidades para los negocios le habían impedido otra vez ganarse la vida en el molino de Gras. Por ello había buscado trabajo en la obra del reverendo Peyramale.

También la amabilidad tiene sus límites.

Mientras los trabajos seguían en Massabielle, Bernardita iba completando, poco a poco, sus estudios escolares y continuaba haciendo su servicio, según las necesidades, en la enfermería o en la clase de los más pequeños. Sin embargo encontraba más embarazosas las visitas en el locutorio. Detestaba la falta de delicadeza de quienes la miraban como una reliquia viviente y querían llevarse de ella un recuerdo, por ejemplo, un mechón de sus cabellos. Habían quienes intentaban deslizar en su mano algunas monedas; al despedirse, ella las invitaba a echar esas monedas en el cepillo destinado a los pobres. A las Hermanas que le preguntaban si sufría mucho por su asma, les respondía que sus crisis no eran más penosas que todas “estas caricias”.

Fotos a diez céntimos.

Todavía tendría que soportar otra servidumbre: la de los fotógrafos. El señor cura, Peyramale, había tenido la idea de hacerle unas fotos-retratos para difundirlas por millares de ejemplares y venderlas para financiar el coste de las obras en Massabielle. En varias ocasiones Bernardita tuvo que ceder, a su pesar, a esas sesiones interminables que la molestaban particularmente. Los visitantes que habían conseguido hacerse con alguna foto le pedían las firmase. Cuando se resolvía a hacerlo se contentaba con escribir: “p.p. Bernardette” (pedid por Bernardita). Y cuando llegó a saber que estas fotos se vendían a diez céntimos (literal: dos perras) decía riéndose: “Eso es todo lo que valgo”. El gran consuelo para su corazón y su espíritu era visitar dos veces por semana a su familia y la gruta. En julio de 1863 tuvo la satisfacción de ver por fin instalada su familia en una vivienda decente. Comprado por el reverendo Peyramale, fue puesto a su disposición el molino de Lacadé por un módico arriendo.

Una imagen a precio de oro.

Si sus fotos no valían más que diez céntimos (dos perras), la imagen de la Virgen, encargada por dos ricas señoritas (señoritas Lacour, de Chasselay), iba a constar siete mil francos-oro. Iba a ser colocada en el nicho en el que la Virgen María había aparecido a Bernardita, y sería efectuada por un reputado escultor, Joseph-Hugues Fabisch. Antes de comenzar su trabajo, el artista vino a Lourdes para encontrarse con Bernardita. La formuló una serie de preguntas sobre el aspecto de la Señora, su edad, su estatura, vestido, expresión de su rostro; y también sobre sus diversas actitudes en cada una de sus visitas, de modo especial el día en que la Virgen había precisado: “Yo soy la Inmaculada Concepción”. Joseph-Hugues Fabisch quedó seducido por su encanto y retornó a Lyon impaciente por desbastar con su buril un bello bloque de mármol de Carrara de blancura inmaculada.

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