Un día, a finales de aquel otoño, comenzaste a palidecer, no sabías por qué, pero lentamente languidecías como lo hacían las hojas en las ramas de los árboles. Tú callabas, pero tu silencio estaba lleno de palabras y de sentimientos. Tu que todo lo habías compartido con todos los que a ti se acercaban, encerraste tu dolor en lo más recóndito de tu corazón, porque no querías menguar la alegría de los que te rodeaban.
Y un día, silenciosamente, tal como habías vivido, sin estridencias y rezumando paz, nos dejaste.
Ha pasado mucho tiempo, pero todavía recuerdo aquellas largas charlas que teníamos al oscurecer de las tardes de verano, tranquilos con una serenidad que todo lo cubría, sentados bajo la sombra de las ramas del abeto que se alzaba orgulloso y vigilante delante del porche. Allí me ibas desgranando una a una toda tu vivencia. Habías intentado, día tras día, mansamente, sin desanimarte por mi gran ignorancia, forjar mi pequeño corazón como si lo fraguaran las manos de Dios. Tú sabías hacerlo, pues Dios te había tomado, te había bendecido, habías dejado que a lo largo de tu vida, te partiese, y te había repartido a su antojo, sin que tú te rebelaras en ningún momento. Y esa impronta es la que tú querías dejarme como herencia. Es como si desde tu lecho me dijeras sonriente: “mira chiquillo, ahora te toca a ti, coge tu camilla y anda”!
No creas, abuelo, a veces te oía, otras ni te escuchaba. Ya sabes, yo era un niño, había cosas en tu alma tan profundas, que no entendía, pero tú con tu paciencia de adulto, poco a poco, ibas dejando que se deslizaran en mi interior, abriendo un surco, esperando que algún día la semilla que con tu amor habías sembrado, germinara.
Pero abuelo, la vida es dura, en un momento, apenas percibí tus huellas, te perdí en un vasto horizonte. No llegaba a adivinar tu alma ni a distinguir tu presencia .Era el destierro en el desierto. Había fuego y sangre en mi alma por encontrarte. La muerte llegó a estar presente y la vida se hizo ausente. Trabajé y luché incansable por encontrar tus huellas ensangrentadas, y poner mis pies en ellas…. y así llegué hasta aquí.
Me senté bajo el abeto, nuestro abeto, todavía hermoso, esbelto, que apunta directamente al cielo... A tu semejanza, de nieves cuajado, soporta pacientemente el hielo, lucha contra el viento, aguanta las sacudidas de los niños traviesos, pero con su sombra les paga, y también con besos. En sus brazos no hay ira, ni rabia, ni descontento, sólo hay afecto y como tú abuelo, siempre con los brazos abiertos, al que a él se arrima, da cobijo y consuelo. Porque tiene tu alma en sus tallos, amor en sus hojas. De nuevo sentí tu presencia. Por eso he vuelto., y se que en el silencio escuchas mi gran secreto, animas mi desaliento y me parece oír en el murmullo de sus ramas, tu voz serena que me susurra de nuevo:” ¡hijo, coge de nuevo tu camilla y anda!”
Ha pasado mucho tiempo, pero todavía recuerdo aquellas largas charlas que teníamos al oscurecer de las tardes de verano, tranquilos con una serenidad que todo lo cubría, sentados bajo la sombra de las ramas del abeto que se alzaba orgulloso y vigilante delante del porche. Allí me ibas desgranando una a una toda tu vivencia. Habías intentado, día tras día, mansamente, sin desanimarte por mi gran ignorancia, forjar mi pequeño corazón como si lo fraguaran las manos de Dios. Tú sabías hacerlo, pues Dios te había tomado, te había bendecido, habías dejado que a lo largo de tu vida, te partiese, y te había repartido a su antojo, sin que tú te rebelaras en ningún momento. Y esa impronta es la que tú querías dejarme como herencia. Es como si desde tu lecho me dijeras sonriente: “mira chiquillo, ahora te toca a ti, coge tu camilla y anda”!
No creas, abuelo, a veces te oía, otras ni te escuchaba. Ya sabes, yo era un niño, había cosas en tu alma tan profundas, que no entendía, pero tú con tu paciencia de adulto, poco a poco, ibas dejando que se deslizaran en mi interior, abriendo un surco, esperando que algún día la semilla que con tu amor habías sembrado, germinara.
Pero abuelo, la vida es dura, en un momento, apenas percibí tus huellas, te perdí en un vasto horizonte. No llegaba a adivinar tu alma ni a distinguir tu presencia .Era el destierro en el desierto. Había fuego y sangre en mi alma por encontrarte. La muerte llegó a estar presente y la vida se hizo ausente. Trabajé y luché incansable por encontrar tus huellas ensangrentadas, y poner mis pies en ellas…. y así llegué hasta aquí.
Me senté bajo el abeto, nuestro abeto, todavía hermoso, esbelto, que apunta directamente al cielo... A tu semejanza, de nieves cuajado, soporta pacientemente el hielo, lucha contra el viento, aguanta las sacudidas de los niños traviesos, pero con su sombra les paga, y también con besos. En sus brazos no hay ira, ni rabia, ni descontento, sólo hay afecto y como tú abuelo, siempre con los brazos abiertos, al que a él se arrima, da cobijo y consuelo. Porque tiene tu alma en sus tallos, amor en sus hojas. De nuevo sentí tu presencia. Por eso he vuelto., y se que en el silencio escuchas mi gran secreto, animas mi desaliento y me parece oír en el murmullo de sus ramas, tu voz serena que me susurra de nuevo:” ¡hijo, coge de nuevo tu camilla y anda!”
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