Homilía del Domingo XXII del Tiempo Ordinario, Ciclo C
Lc 14, 1. 7-14
Los evangelios
muestran a Jesús participando en todo tipo de banquetes, aceptando invitaciones
sin hacer distinciones. Lo mismo se le encontraba comiendo con fariseos, que
seguían la ley al pie de la letra, con publicanos y pecadores, a quienes la ley
les daba igual.
Le
consideraban como un mantenido
Para Jesús, las
personas son todas puras, ya que siguen siendo hijos de Dios, aunque sus
acciones puedan ser reprobables. Por eso, él no hacía las purificaciones
rituales que la ley exigía para entrar en la casa de un pecador.
Los fariseos y escribas, intentando
desprestigiarlo, lo llamaban "tragón y bebedor de vino". Sin embargo,
esto no significaba que fuera un glotón, sino que lo consideraban un "mantenido",
alguien que había abandonado su oficio de carpintero para vivir de lo que le
daban, de la caridad y de las invitaciones que recibía.
Un
banquete bajo vigilancia…
Jesús estaba de
viaje, por lo que siempre necesitaba que alguien lo hospedara en su casa. Un
sábado, Jesús se dirigió a almorzar en casa de uno de los jefes de los
fariseos, y ellos estaban a la espera de observarlo. El sábado, todos
participaban en la liturgia en la sinagoga, luego salían e iban a casa para el
almuerzo, al que se aconsejaba invitar a hermanos, parientes y amigos
precisamente para vivir todos juntos la alegría de la fiesta. Lo que las
familias más deseaban era tener como huésped al rabino que había presidido la
celebración en la sinagoga, para así continuar reflexionando sobre el pasaje
bíblico que habían escuchado.
Alrededor de la
mesa de los judíos más piadosos, sucedía algo similar a los famosos simposios
de los griegos, donde se bebía mucho vino y luego se abrían diálogos culturales
e intercambiaban opiniones sobre los más variados temas. Los rabinos decían: "Nosotros
no somos como los paganos, somos diferentes. Nosotros no debatimos sobre
filosofía, música, poesía, arte; nosotros dialogamos siempre sobre la palabra
de Dios".
…comienzan
a controlarlo…
«En sábado, Jesús entró en casa de uno de los principales
fariseos para comer y ellos lo estaban espiando».
Ese sábado, uno de
los jefes de los fariseos invitó a Jesús a almorzar y el evangelista Lucas nota
que los presentes comenzaron inmediatamente a observarlo. El texto griego lo
dice así: «αὐτοὶ ἦσαν παρατηρούμενοι αὐτόν», que se traduce como “ellos
estaban observándolo/vigilándolo atentamente con recelo”; no era una simple
observación, sino un acto de vigilancia constante con la meta de encontrar una
acusación contra él en lo que hacía o decía.
…si
en el Shabbat observaba la Ley…
¿Por qué le
estaban observando? Circulaban rumores sobre él. La autoridad religiosa lo
miraba con sospecha porque era sábado y él no observaba la ley si había que
hacerle el bien a alguien, ya que para él el bien del hombre viene antes que la
ley del sábado.
…si
realizaba las correspondientes purificaciones.
También debieron
haberse preguntado: "¿Hará las purificaciones de las manos antes de las
comidas, porque corre la voz de que estas cosas no le interesan demasiado y él
no las hace?". Lo observaban para estar listos para contradecirlo si
por casualidad se le escapaba alguna herejía.
Algo
importante acontece antes del almuerzo
El banquete en
casa del fariseo comenzó de forma incómoda. De repente, un hombre con
hidropesía apareció en la puerta. Su sola presencia era un problema: era un
inmundo que no debería haber puesto un pie en la casa de un fariseo. Se hizo un
silencio tenso. Jesús rompió el silencio con una pregunta directa a los
doctores de la ley: «¿Es lícito curar en sábado?». Nadie respondió.
Sin esperar, Jesús
curó al hombre. Su acto fue un mensaje claro: para los fariseos, la ley del
Sabbat estaba sobre el bien del hombre. Para Jesús, era al revés: el amor es
más importante que la ley. Para justificar su acción, Jesús añadió: «¿Quién
de ustedes, si a su asno o buey se le cae en un pozo, no lo saca de inmediato,
aunque sea sábado?». Una vez más, nadie respondió.
Había
normas muy precisas
en
la distribución de las mesas
Entonces Jesús
cambió de tema y contó una parábola. «Notando
que los convidados escogían los primeros puestos,
les decía una parábola».
En su tiempo había
normas muy precisas y claras que establecían la distribución de los lugares en
la mesa cuando se era invitado. Los primeros puestos estaban reservados para
las personas respetables que eran servidas primero con los mejores manjares. Las
jerarquías se establecían en base al nivel social, a la riqueza, a la función
religiosa que se desempeñaba y también a la edad, ya que las personas mayores
eran muy respetadas. Los jóvenes, en cambio, debían quedarse al final y no
podían inmiscuirse en la conversación a menos que fueran invitados.
Si tienen tiempo y
curiosidad, lean dos capítulos del libro del Sirácida (o Eclesiástico) sobre el
comportamiento en la mesa, son los capítulos 31 y 32 y puedes hacer una
comparación con lo que acontece en la actualidad. De los jóvenes, por ejemplo,
se dice: «Como hombre educado, come lo que te pongan, y no a dos carrillos,
para que no te desprecien (…). Si te sientan entre muchos convidados, no te
sirvas el primero (…). Con el vino no te hagas el valiente, porque a muchos ha
perdido el vino (…). Habla, joven, si es necesario, dos veces a lo sumo, y si
te preguntan. Resume tu discurso, di mucho en pocas palabras; sé como quien
sabe y al mismo tiempo calla».
El
arte perdido de compartir la mesa
Mientras que
Sirácida fomenta la atención plena a los comensales y el diálogo, el uso del
teléfono móvil o las Tablet en la mesa es un acto de aislamiento. En lugar de
estar presente en la conversación, la persona se conecta a un mundo exterior y
virtual, ignorando a quienes tiene delante. Esto va en contra de la idea del
banquete como un momento de comunión y de compartir.
Las reglas
antiguas de etiqueta no solo regulaban lo que se decía, sino también la postura
física, que era un signo de respeto. Hoy, el hecho de que no se preste atención
a cómo sentarse o comer demuestra una pérdida de la importancia del protocolo y
la formalidad, que se han sustituido por la comodidad y la espontaneidad, a
veces en detrimento de las buenas maneras.
Comer solo lo que
a uno le gusta refleja un cambio radical del enfoque social al individual. En
el pasado, se esperaba que el invitado fuera grato y aceptara lo que se le
ofrecía como un signo de respeto hacia el anfitrión. En la actualidad, el foco
está en la preferencia personal y el gusto individual, lo que a menudo puede
interpretarse como una falta de aprecio por el esfuerzo de quienes prepararon
la comida.
Cuando
la corrección de Jesús nos apunta a nosotros
El pasaje de Lucas
sobre los invitados que compiten por los primeros puestos es, en realidad, muy
sorprendente. Sería impensable que algo así ocurriera en la casa de un fariseo,
donde las normas de etiqueta eran estrictas y se esperaba que todos conocieran
su lugar.
La parábola no
está dirigida a ellos. Si Jesús interviene, es porque este comportamiento no
está ocurriendo en la casa del fariseo, sino en la casa de Jesús, es
decir, en la Iglesia. Es un mensaje directo para nosotros, los cristianos. El
evangelista Lucas lo aclara al usar una palabra clave: κεκλημμένος (keklemménos),
que significa "los llamados". Con esto, nos
revela que los verdaderos invitados del banquete, a quienes se dirige la
lección, somos nosotros. La parábola es un espejo que nos muestra un comportamiento
impropio: los cristianos, llamados a la humildad y al servicio, a menudo caen
en la misma competencia por los honores que critican en el mundo.
Atento
al matiz
Deseo destacar que
la traducción al castellano no es correcta, ya que recoge este término «convidados» en vez de «καλέω» (kaléo),
y más en concreto «κεκλημένους» se traduce “los
que han sido llamados”; pero este participio perfecto pasivo en
acusativo plural encierra un matiz muy importante, no se refiere
simplemente a quienes están siendo invitados por Dios, sino a aquellos que
ya han aceptado la llamada de Dios y ahora viven en ese estado, con todas las
implicaciones que eso conlleva, ya que los efectos de la llamada divina
perduran.
Los
llamados son los cristianos
Y los llamados son
los cristianos, aquellos que han respondido a la vocación de convertirse en
discípulos, han adherido al evangelio, han entrado al banquete del reino de
Dios. Es a ellos que Jesús cuenta la parábola, porque son ellos los llamados de
las comunidades cristianas de la época de Lucas y de nuestras comunidades.
La
preocupación de Jesús
Esto es lo que
preocupa a Jesús, que después de haber aceptado su invitación a convertirse en
discípulos, a entrar en el mundo nuevo, se presente entre los cristianos la
competencia por ser los primeros, por recibir honores y reverencias, tal como
sucede en el mundo viejo entre aquellos que no han aceptado la vocación al
evangelio.
Tengamos presente
cómo esta avidez se presenta también en todos los contextos de la vida
eclesiástica, en el arribismo de las jerarquías, en el clericalismo y en los
atuendos para hacerse notar y ponerse en primer plano, e incluso en los
servicios más humildes que se realizan en las parroquias. ¿Conocen ustedes a
las ‘párrocas’? o ¿del párroco con complejo de señor feudal que vetan en ‘su
parroquia’ aquellos aires del Espíritu que no le gustan? Bueno, eso es malo,
pero peor es cuando está orquestado, de un modo solapado, desde una
programación diocesana. Siempre está el Demonio pretendiendo hacer su labor: la
tentación de transformar el servicio en un espacio de poder siempre presente.
Es la competencia la que envenena la vida de nuestras comunidades. La
competencia pertenece al mundo viejo. El servicio humilde y gratuito es la
característica del mundo nuevo.
Jesús
no da puntada sin hilo.
Y a los
cristianos, es decir, ‘a los llamados’, Jesús quiere darles una lección
con la parábola.
«Notando que los convidados escogían los primeros puestos,
les decía una parábola: «Cuando te conviden a una boda,
no te sientes en el puesto principal, no sea que hayan
convidado a otro de más categoría que tú; y venga el que os convidó a ti y
al otro, y te diga: “Cédele el puesto a este”. Entonces, avergonzado, irás a
ocupar el último puesto. Al revés, cuando te conviden, vete a sentarte en el
último puesto, para que, cuando venga el que te convidó, te diga:
“Amigo, sube más arriba”.
Entonces quedarás muy bien ante todos los comensales. Porque todo el que
se enaltece será humillado; y el que se humilla será enaltecido».
¿Por qué digo en
ese subtítulo que ‘Jesús no da puntada sin hilo’? Empieza la parábola
diciéndonos: «Cuando te conviden a una boda»;
«ὅταν κληθῇς ὑπό τινος εἰς γάμους»; traducido es; «cuando
seas invitado por alguien a un banquete de bodas». El verbo κληθῇς, ‘convidar,
invitar’ está en aoristo; pensemos en el aoristo no como un proceso, sino
como un instante, un momento único en el tiempo. Es la acción que ocurre
en un segundo y que ya está terminada. Es como una fotografía, no
como una película; es el momento exacto en el que el teléfono suena y tú
respondes, es el instante preciso en que la llamada ocurre; es ese único
instante donde se te invita a las bodas.
Jesús
no da puntada sin hilo
Alguien
te invita a ti
Y además Jesús
dice otra cosa muy importante: Alguien te invita a ti; el lenguaje de
Jesús no hace una afirmación genérica, se dirige directamente a ti. Tú eres
el invitado a la boda de alguien y ese alguien es Dios, el dueño de la
fiesta.
Consecuencias
colaterales
de
aceptar la invitación
Puedes rechazar la
invitación, pero si aceptas entrar las ganas de competir las debes dejar
fuera del salón del banquete porque son incompatibles con la nueva
condición en la que te encuentras.
«No te sientes en el puesto principal, no sea que hayan
convidado a otro de más categoría que tú».
Sería muy
humillante tener que cederle el puesto. El consejo dado por Jesús no es
original ya que se encuentra uno muy similar en el libro de los Proverbios: «No
presumas ante el rey, ni te coloques ante los grandes, porque es mejor que te
inviten a subir que ser humillado ante los nobles» (cfr. Pr 25, 6-7).
Sin embargo, el
consejo de Jesús no se refiere al protocolo en la mesa, sino al protocolo que
debe seguir quien se convierte en su discípulo.
El
último puesto es el del siervo
«Cuando te conviden, vete a sentarte en el último puesto».
No dice que te pongas dos o tres escalones más abajo; sino que ocupes el último
puesto.
¿En qué consiste
ese último puesto? ¿dónde está ese último puesto? El último puesto es el del
siervo; el de aquel que ni siquiera puede sentarse a la mesa y siempre debe
estar de pie, listo para recibir órdenes de los invitados; porque la única
identidad del discípulo es la de ser siervo de todos, incluso de quien le hace
el mal.
Mucho
tiempo se entendió muy mal
lo
del último puesto.
La idea de "el
último puesto" se ha malinterpretado mucho tiempo. No se trata de un
lugar físico, sino de una actitud. En el pasado, la humildad se entendía de
forma equivocada como si tuvieras que sentirte poca cosa, inútil o miserable.
Era una especie de falsa modestia que te llevaba a esconder tus talentos
y a pensar que los demás eran siempre mejores que tú, aunque no fuera verdad.
Esta mentalidad te impedía usar los dones que Dios te había dado.
La verdadera
humildad es lo opuesto: usar todas tus capacidades y dones para servir a los
demás, sin importar el reconocimiento, sabiendo que tu valor está en el
servicio. El último puesto es para el que sirve, no para el que se menosprecia.
Y
Jesús se sigue dirigiendo a ti
«Cuando venga el que te convidó, te diga: “Amigo, sube más
arriba”. Entonces quedarás muy bien ante todos los comensales».
¿Qué está diciendo
Jesús? Si tú compites puedes incluso lograr subir alto y muchos te honrarán, se
inclinarán ante ti, te harán cumplidos. Ahora bien, recuerda lo que rezamos en
el Salmo 49: «Aunque en vida se daban parabienes (¡te alaban cuando todo te
va bien!), irá a reunirse a sus antepasados, que no volverán a ver la luz»
(cfr. Sal 49, 19-20). Es decir, parafraseando al salmista nos advierte que la
prosperidad y el reconocimiento mundano son temporales.
Lo
del mundo es una ridícula hinchazón.
La verdadera vida
no está en los bienes que acumulamos o en la gloria que nos dan, porque la
muerte lo borra todo y nos deja sin nada; y se nos revela lo que es este mundo,
un ridículo hinchazón que no es grandeza. Será importante en ese momento
obtener los cumplidos que importan, los cumplidos de ese alguien que te invitó
a elegir la verdadera grandeza, la que permanece, la grandeza de quien se ha
hecho pequeño siervo de todos.
Amigo
«Cuando venga el que te convidó, te diga: “Amigo, sube más
arriba”». Ese alguien entonces te dirá a ti: «Amigo», (φίλε) [vocativo singular
masculino]. Este término lleva en sí mismo un matiz de cercanía y de afecto muy
considerable. Es conmovedor el nombre con el que Dios se dirige a quien se ha
hecho siervo: Amigo.
El amigo es el
confidente, aquel con el que se abre el propio corazón. No hay secretos con los
amigos y quien se hace siervo se convierte en el amigo, el confidente de Dios.
Como Abraham que es llamado el amigo de Dios, el profeta Daniel que ora
diciendo: «por amor de Abraham, tu amigo». Será amigo de Dios y amigo de
los comensales porque él los ha servido, los ha amado (cfr. Is 41, 8; St 2, 23;
2 Cro 20, 7)).
El
contraste entre la gloria del mundo y la de Dios.
«Porque todo el que se enaltece será humillado; y el que
se humilla será enaltecido».
Aquí hay un verbo
muy importante, lo cito en griego: ὑψόω (jupsóo), significa ‘enaltecer,
elevar, exaltar’; «ὁ ὑψῶν ἑαυτὸν»; por lo tanto, la frase no se refiere a
alguien que se exaltó una sola vez, sino a la persona que vive en un estado
constante de auto exaltación. Su actitud, su forma de ser y de actuar, se
definen por la búsqueda continua de honor y reconocimiento personal.
La forma verbal ὑψόω
en sus diversas conjugaciones (presente, aoristo, futuro, etc.) aparece un
total de 20 veces en todo el Nuevo Testamento. Exaltar quiere decir poner a
alguien en alto. Este mundo pone en alto a las personas que admira. ¿Y quiénes
son, según la lógica del mundo, los exaltados? ¿Quiénes son aquellos que todos
exaltan? Son los grandes que han sometido a los demás, se han hecho servir. Han
tenido miles de esclavos. Recordemos a los senadores de Roma: mínimo 10,000
esclavos, 1,000 en casa y otros miles fuera en el campo. Estas eran las
personas exaltadas en el imperio.
Sólo
el amor te enaltece
Hay otra
exaltación, la de la que se habla en el Nuevo Testamento. Siete veces este
verbo exaltar se refiere a Jesús, pero es otra exaltación (cfr. Jn 3, 14; Jn 8,
28; Jn 12, 32; Jn 12, 34; Hch 2, 33; Hch 5, 31; Flp 2, 9). Es la exaltación de
aquel que es elevado.
Y Jesús lo dice un
día: «cuando sea elevado de la tierra atraeré a todos a mí» (cfr. Jn 12,
32). Esta elevación era el don de la vida, el máximo del amor. Esta es la
grandeza, la grandeza de quien se hace siervo en el amor. Y el máximo
del amor es el de quien dona toda la propia vida, incluso por los enemigos
(cfr. Rm 5, 7-8; Jn 15, 13).
Jesús siendo solo
amor, no podía ser sino solo siervo. Si no sirves, si no construyes amor, no
sirves para nada. Tu vida es desperdiciada. Por eso Jesús, siendo amor y solo
amor, fue elevado, fue exaltado.
El
protocolo de aquel que acoge a los invitados
Jesús presenta el
protocolo que debe observar aquel que acoge a estos invitados.
«Y dijo al que lo había invitado: «Cuando des una comida o
una cena, no invites a tus amigos, ni a tus hermanos, ni a tus parientes, ni a
los vecinos ricos; porque corresponderán invitándote, y quedarás pagado. Cuando des un banquete, invita a pobres, lisiados, cojos y
ciegos; y serás bienaventurado, porque no pueden pagarte; te pagarán en la
resurrección de los justos».
Es
instintivo hacer el bien a aquellos
de
los que esperamos recompensa
¿A quién le está
hablando aquí Jesús? Ciertamente no al jefe de los fariseos que ese sábado lo
había invitado a almorzar. Aquí es el Jesús resucitado que se dirige al
fariseo que organiza el banquete en las comunidades cristianas y lo organiza
según los criterios del protocolo de este mundo.
Recordemos
la llamada que hace Santiago en su carta a los cristianos de su tiempo, los
cristianos de la segunda y tercera generación y que los amonesta: «Porque si
en su asamblea entra un hombre con anillo de oro, con ropa espléndida, y entra
también un pobre con ropa raída, y ustedes se fijan en el que lleva la ropa
espléndida y le dicen: 'Siéntate tú aquí en un buen lugar', y le dicen al
pobre: 'Tú quédate allí de pie, o siéntate a mis pies', ¿no han hecho ustedes
discriminación entre ustedes mismos, y no han llegado a ser jueces con malos
pensamientos?» (cfr. St 2, 2-4).
¿Por qué suceden
estas cosas? Han sucedido y siguen sucediendo, porque para nosotros es
instintivo hacer el bien a aquellos de quienes podemos esperar una recompensa.
Con
Jesús rige la lógica de la gratuidad.
Ahora rige una
lógica nueva; la lógica de la gratuidad. Se hace el bien a quienquiera que lo
necesite sin pensar en ningún beneficio.
Piensen en cuánto
espacio tuvo en la espiritualidad del pasado la religión de los méritos, que
aún respondía al criterio de la recompensa; según este modo de proceder - el
cual no se regía por la lógica de la gratuidad- hacías el bien al pobre porque
así acumulabas capitales que luego disfrutarías por toda la eternidad. Todavía
era egoísmo, lógica y protocolo del mundo viejo.
Cuando Jesús nos
dice que «cuando des una comida o una cena,
no invites a tus amigos, ni a tus hermanos, ni a tus parientes, ni a los
vecinos ricos» nos está indicando que se da inicio a una sociedad
nueva y alternativa; la sociedad del servicio dado a quien lo necesita.
Jesús
enumera cuatro tipos de personas
que
debes acoger
«Cuando des un banquete, invita a pobres, lisiados, cojos
y ciegos».
Jesús enumera
cuatro formas de pobreza, cuatro tipos de personas que debes acoger. Los pobres
son aquellos que necesitan el don que Dios ha puesto en tus manos.
Todos
somos esos pobres
Todos somos pobres;
todos tenemos en nuestras manos dones que Dios nos ha entregado para que los
ofrezcamos al hermano que está en necesidad. Pero también nosotros somos pobres
porque necesitamos que el hermano nos entregue los dones que ha recibido. En
este intercambio de dones se crea el amor.
Todos
somos pobres y todos somos ricos
Dios nos ha hecho
bien, nos ha obligado a amar. Por suerte no somos autosuficientes, de lo
contrario no necesitaríamos a nadie. En cambio, todos somos pobres y todos
somos ricos y debemos intercambiarnos gratuitamente los dones que no son
nuestros, sino que han sido puestos en nuestras manos.
Los
lisiados que sufren
las
consecuencias de un trauma
La Iglesia no es
un lugar para los que ya caminan firmes, sino un hospital de campaña para los
heridos. El "tullido" o el “lisiado” no es solo una persona con una
discapacidad física, sino aquel que en la vida o en la fe da un paso y luego se
siente bloqueado, que se cae y le cuesta levantarse. La comunidad cristiana
está llamada a acoger a estas personas; a quienes luchan y fracasan, y sin
juzgarlos. La lección es que la verdadera fe se demuestra al servir y dar la
bienvenida a los más débiles.
Sufren de un
trauma o una herida espiritual profunda que les impide por completo
"caminar". Están tan marcados por su pasado que se sienten incapaces
de tener una vida de fe plena. No son solo lentos, sino que están
"paralizados" por la desesperanza o la amargura.
Acoger a los
"lisiados" significa que la comunidad debe ir más allá de la
paciencia, ofreciendo una ayuda más profunda y transformadora. La comunidad
debe ser un lugar de sanación, de compasión radical, donde el amor de los
hermanos les ayuda a superar heridas que por sí mismos no podrían sanar.
Los
cojos, caminan despacio y mal.
En la vida de fe,
esto se aplica a los hermanos que inician el camino de la fe con entusiasmo,
pero se detienen. Luchan con un pecado o una debilidad recurrente que les
impide progresar. Dan un paso adelante y luego "se caen" de
nuevo, desanimándose.
Acoja a los
"cojos" significa que la comunidad debe ser paciente y comprensiva
con aquellos cuyo caminar espiritual es lento y vacilante. Es un llamado a no
juzgar la debilidad.
Caminan despacio y
caminan mal.
Todas estas personas estaban excluidas del templo del Señor. La asamblea de los
israelitas debía estar compuesta por personas íntegras y perfectas, no así la
comunidad cristiana en la que todas estas personas son acogidas, son los
primeros invitados.
Y
los ciegos que siempre se desvían del sendero
Los ciegos son
aquellos que siempre se desvían porque no ven. Se hacen daño a sí mismos y a
los demás. Caen en precipicios, no lo hacen porque son malos, es por
ignorancia.
El ciego, en la
fe, es aquel que camina a tientas por la vida. Intenta hacer las cosas bien,
pero se equivoca una y otra vez. Se hace daño a sí mismo y, sin querer, también
a los que tiene al lado. ¿Por qué? Porque no ve el camino. No es que sea malo,
es que le falta la luz de la Palabra, le falta el conocimiento de Dios.
Es el hermano que
se mete en líos una y otra vez, que no entiende por qué su vida no avanza. Es
el que piensa que su felicidad está en el dinero, o en los placeres, o en tener
la razón. Y al ir detrás de esas cosas, cae en "precipicios" y se
hace un gran daño, a él, a su familia y a la comunidad cristiana. El problema
se agrava cuando el ciego es el presbítero.
Acertarás
en la vida si acoges
la
elección del amor gratuito.
«Y serás bienaventurado, porque no pueden pagarte; te
pagarán en la resurrección de los justos».
La bienaventuranza
es el cumplido de Dios a tu amor gratuito. Al acoger a quienes no pueden
recompensarte, te vuelves parecido al Padre del Cielo.
Tu mayor
recompensa es la alegría de Dios cuando, con tu amor, haces sonreír a uno de
sus hijos.




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