sábado, 16 de agosto de 2025

Homilía del Domingo XX del Tiempo Ordinario, ciclo c; Lc 12, 49-53

 Domingo XX del Tiempo Ordinario, Ciclo C

Lc 12, 49-53

 


Una misma idea con dos imágenes diferentes.

A muchos nos ha quedado grabada en la mente la última escena de la parábola que escuchamos en el Evangelio del domingo pasado. La escena del amo que amenaza a su sirviente con un castigo severo si no cumple con su deber, prometiéndole que recibirá muchos azotes. Habíamos notado que el texto original en griego no habla de un castigo, sino de διχοτομήσει, de ser "cortado en dos". Es una imagen bastante cruda, sugerida por los castigos que se infligían en esa época. Sin embargo, la verdad de la parábola es muy seria: es una invitación a tener presente que nuestra vida será evaluada por el Señor y al final se dividirá en dos partes: aquella en la que nos comportamos según el Evangelio y aquella en la que nos dejamos seducir por la mundanidad.

 

En el Evangelio de Mateo, esta separación se presenta con una imagen que nos resulta más familiar: la de la separación entre las ovejas y los cabritos. Y debemos recordar que no se trata de la separación entre personas buenas y personas malas.

Más bien, es la vida de cada uno la que sufrirá un corte en dos partes: Una, la de los momentos en que vivimos por amor, comportándonos como corderos, dando de comer al hambriento, de beber al sediento y vistiendo a los desnudos;

Y otra, la de los momentos en que cerramos el corazón al prójimo, es decir, nos comportamos como cabritos. Debemos tener en cuenta esta verdad para no enfrentarnos, al final, a una sorpresa dramática: ver quizás gran parte de nuestra existencia borrada de la historia de Dios.

 

         Hoy, de nuevo oiremos a Jesús hablar de nuevo de división, pero no de la que ocurrirá al final, sino de la que Él mismo provocó en el mundo con las propuestas radicales de su Evangelio. Él no vino a dejarnos tranquilos en nuestra vida pacífica.

 

Dos imágenes: el fuego y la del bautismo

«En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «He venido a prender fuego a la tierra, ¡y cuánto deseo que ya esté ardiendo! Con un bautismo tengo que ser bautizado, ¡y qué angustia sufro hasta que se cumpla!».

Jesús utilizó dos imágenes, la del fuego y la del bautismo. La primera alude a la misión que recibió del Padre: traer fuego a la tierra.

La segunda, el bautismo, indica el precio que tendrá que pagar para llevar a cabo esta misión. Pagará con su vida la elección de querer dar inicio a un mundo nuevo con su fuego.

 

1.- La imagen del fuego

a.- Símbolo de lo divino

El fuego siempre ha despertado en el ser humano emociones profundas. También lo experimentamos nosotros. Si en un día frío de invierno nos sentamos frente a la chimenea encendida con un libro en la mano, es difícil concentrarse en la lectura porque el fuego atrae continuamente nuestra atención.

Encontramos esta imagen del fuego en las leyendas y mitos de todos los pueblos. Recordamos a Prometeo, que robó el fuego a los dioses. Esto indica que desde siempre los seres humanos han percibido la presencia de algo celestial, divino, en el fuego.

Esta imagen del fuego se utilice a menudo también en la Biblia. Para comprender las palabras de Jesús, debemos remontarnos al Antiguo Testamento, donde el término אֵשׁ, (esh) que en hebreo significa "fuego", se escucha incluso el silbido de la llama en este término y se usa casi 400 veces.

 

El fuego en la Biblia es, ante todo, una imagen de lo divino. En el libro de Job, el rayo es llamado "fuego de Dios" porque desciende del cielo (cfr. Job 1, 16); La columna de fuego que acompaña al pueblo de Israel en el desierto es la presencia de Dios, indicada por este fuego (cfr. Ex 13, 21-22); También la llama que se presenta en la oscuridad de la noche, cuando Dios hace un pacto con Abraham, pasando como llama de fuego a través de los animales divididos (cfr. Gn 15, 17); Y en el libro del Éxodo, cuando Moisés sube al monte, Dios desciende como fuego sobre el Sinaí (cfr. Ex 19, 18); Pero el relato más famoso es el de la zarza que arde sin consumirse (cfr. Ex 3, 2-4). Y en el libro del Deuteronomio se dice directamente: «Dios es un fuego que devora» (cfr. Dt 4, 24).

 

Si Dios es presentado con la imagen del fuego, lo divino en el ser humano se presenta con la misma imagen. Jeremías siente arder dentro de sí la palabra de Dios, que luego debe anunciar al pueblo, y dice: «Yo me decía «no pensaré más en él, no hablaré más en su nombre». Pero era dentro de mío como un fuego devorador encerrado en mis huesos; me esforzaba en contenerlo, pero no podía» (cfr. Jr 20, 9). Esta es la primera imagen que encontramos en el Antiguo Testamento: el fuego como símbolo de lo divino.

 


1.- La imagen del fuego

b.- Símbolo de purificación

Pero el fuego no solo sirve para cocinar o calentar, también quema y se convierte en el símbolo de la purificación: Quema todo lo que estorba o molesta.

Por lo tanto, en la Biblia, el fuego se utiliza como una imagen de la intervención de Dios para eliminar todo el mal. Un ejemplo para todos es el de Sodoma y Gomorra, incineradas por el fuego del cielo. Es la intervención de Dios contra la corrupción moral que existe en el mundo, un fuego que purifica (cfr. Gn 19, 24-25).

 

Esta imagen la volvemos a encontrar en el Nuevo Testamento, retomada por el Bautista justo antes del inicio de la vida pública de Jesús. El Bautista anuncia: «Él os bautizará con Espíritu Santo y fuego. Tiene la pala en la mano para limpiar su era; recogerá el trigo en su granero, pero quemará la paja con fuego inextinguible» (cfr. Lc 3, 16-17). Por lo tanto, el fuego que Jesús traerá será purificador del mal. Lo único que Juan el Bautista se llevó una cierta decepción porque el Mesías que esperaba encontrar no era el Mesías que se encontró en Jesús.

 

1.- La imagen del fuego

c.- ¿De qué fuego se trata?

Podemos entender lo que Jesús quiere decir cuando afirma que «he venido a prender fuego a la tierra» y que desea con todo su ser que se encienda. ¿De qué fuego se trata?

Hay un fuego del que Jesús ni siquiera quiere oír hablar, se trata del fuego que quema y castiga a quienes lo rechazan. Tengamos presente el reproche que les hizo a los dos hijos de Zebedeo que querían quemar a los samaritanos (cfr. Lc 9, 51-56).

 Jesús anhela ardientemente que su fuego incendie el mundo, pero no puede tratarse del fuego que incinera a las personas malas. No puede ser el fuego del infierno, del que nunca ha hablado. Su fuego es otro.

Jesús no vino al mundo para quemar a quienes hacen el mal. Algunas personas piensan que la forma de purificar el mundo del mal es quemar a quienes lo cometen, pero si quemamos a quienes hacen el mal, no queda nadie.

La forma en que Jesús purifica el mundo del mal con su fuego es otra. Él también habla de fuego cuando dice: «De la misma manera que las cizañas son recogidas y quemadas en el fuego, así sucederá al fin de este mundo. El Hijo del Hombre enviará a sus ángeles, y ellos recogerán de su reino a todos los que causan tropiezo y a los que hacen maldad, y los echarán en el horno de fuego; allí será el lloro y el crujir de dientes» (cfr. Mt 13, 40-42).

 

¿Qué son estas cizañas que se queman?

No son las personas; sino las cizañas presentes en cada persona. El Evangelio habla en plural (τὰ ζιζάνια) (tá zizánia), ‘las cizañas’, ya que son muchas las cizañas que crecen inevitablemente junto con el buen trigo. En algunos hay mucho buen trigo y pocas cizañas.

En otros, en cambio, el trigo es escaso, pero las cizañas son muchas. Si queremos una indicación sobre estas cizañas, basta con releer las obras de la carne que presenta Pablo en la carta a los Gálatas: «Y manifiestas son las obras de la carne, que son: adulterio, fornicación, inmundicia, lascivia, idolatría, hechicería, enemistades, pleitos, celos, iras, contiendas, disensiones, herejías, envidias, homicidios, borracheras, orgías, y cosas semejantes a estas; acerca de las cuales os amonesto, como ya os he dicho antes, que los que practican tales cosas no heredarán el reino de Dios» (cfr. Gal 5, 19-21).

Son estas cizañas las que impiden que el buen trigo crezca, pero es inevitable que crezcan juntas. Esta es nuestra condición. Sin embargo, la buena noticia es que estas cizañas serán quemadas por el fuego que Jesús trajo al mundo.

 

Las ramas que también se queman

Jesús también utiliza la imagen del fuego con las ramas. No son las personas malas las ramas que se cortan y se queman; lo que se quema es la parte improductiva presente en cada uno de nosotros. Improductiva porque no está animada por la savia, que es el espíritu de Jesús. Este espíritu es su fuego.

Así, si pensamos en las ramas de nuestra vida que no producen nada —el tiempo que perdemos en chismes, en frivolidades, en ostentación o incluso en una vida de pecado—, cuando el fuego que Jesús trajo al mundo entra en nuestra vida, toda esta parte es quemada, dejando espacio solo para las ramas que producen amor.

 

El fuego, para usar la imagen de Pablo, cuando llega al ser humano, destruye al viejo hombre. En la carta a los Efesios, el autor dice: "Es tiempo de abandonar la conducta de antaño, el hombre viejo que se corrompe siguiendo las pasiones engañosas" (cfr. Ef 4, 22).

Cuando llega el fuego de Jesús, quema al viejo hombre y hace germinar al nuevo. En la carta a los Colosenses: «No os engañéis unos a otros; despojaos del hombre viejo y de sus acciones, y revestíos del hombre nuevo que, en busca de un conocimiento cada vez más profundo, se va renovando a imagen de su creador» (cfr. Col 3, 9-10).

 


2.- La imagen del bautismo

Sumergido en las aguas de la muerte

La segunda imagen es la del bautismo. El evangelista dice que Jesús está "angustiado" hasta que este bautismo se cumpla. El verbo que utiliza el evangelista es συνέχομαι; el cual no significa "estar angustiado", sino "estoy siendo afligido, presionado", o dominado por un fuerte deseo de que este bautismo se cumpla.

Esta imagen del bautismo está ligada a la del fuego. Jesús afirma que para desatar este incendio él debe ser bautizado. Bautizado significa "sumergido"; sumergido en las aguas de la muerte.

El agua de este bautismo fue preparada por sus adversarios con el objetivo de apagar para siempre este fuego: el fuego de su palabra, de su amor, de su espíritu. Sin embargo, esta agua tuvo el efecto contrario. De hecho, al salir de estas aguas oscuras el día de Pascua, Jesús dio inicio al hombre nuevo, movido por su fuego, el fuego de su espíritu.

 

Cuando Jesús exclama «¡y cuánto deseo que ya esté ardiendo!» indica su ardiente deseo de ver destruida cuanto antes la cizaña que está presente en el mundo y en el corazón de cada persona. El fuego del que habla Jesús se encendió en la Pascua y, de hecho, Lucas presenta este fuego que desciende del cielo y renueva la faz de la tierra en Pentecostés. Este fuego se posa sobre todos aquellos que han dado su adhesión a Cristo (cfr. Hch 2, 1-4).

 

El mundo viejo no se resignará a desaparecer

«¿Pensáis que he venido a traer paz a la tierra? No, sino división. Desde ahora estarán divididos cinco en una casa: tres contra dos y dos contra tres; estarán divididos el padre contra el hijo y el hijo contra el padre, la madre contra la hija y la hija contra la madre, la suegra contra su nuera y la nuera contra la suegra».

         En la carta a los Efesios se dice que Jesús es nuestra paz (cfr. Ef 2, 14). Sin embargo, aquí, en lugar de paz, Jesús habla de divisiones y conflictos provocados por su venida, y para describirlos, recurre a un texto bien conocido del profeta Miqueas, quien, para presentar con una imagen a la sociedad en la que vive, y que está trastornada desde sus cimientos, dice: «porque el hijo desprecia al padre, la hija se alza contra la madre, la nuera contra la suegra. ¡Los propios parientes se vuelven enemigos!» (cfr. Miq 7, 6).

Jesús retoma esta imagen para anunciar que el viejo mundo, al que él quiere poner en tela de juicio, no se resignaría a desaparecer; se opondría a la novedad del Evangelio: Lo viejo y lo nuevo entrarían en conflicto.

En la imagen utilizada por Jesús, lo viejo está representado por el padre, la madre, la suegra, que indican la fidelidad a la tradición: "Siempre se ha hecho así". La novedad, en cambio, está representada por la nueva generación: el hijo, la hija, la nuera.

 

Cuesta aceptar la novedad del Evangelio.

El evangelista Lucas ya desde el principio ha hablado de una inevitable división que Jesús provocaría en el mundo. El anciano Simeón toma en sus brazos al niño Jesús y luego se dirige a María y le dice: «Él está aquí para la caída y la resurrección de muchos en Israel, y como signo de contradicción. Y a ti una espada te traspasará el alma» (cfr. Lc 2, 34-35).  Es la famosa profecía de la espada que ha recibido tantas interpretaciones, pero es ciertamente el anuncio de una división muy dolorosa, una división que, como sabemos, se produjo dentro del pueblo de Israel, porque algunos acogieron a Cristo y otros lo rechazaron. Pensemos en los escribas, en los sacerdotes del Templo, especialmente en Anás y Caifás, que vieron cómo se trastocaba toda la práctica religiosa que también les resultaba muy conveniente económicamente.

Sin embargo, Simeón quiso dirigir esta profecía directamente a la persona de María. María había sido educada desde pequeña según la tradición de sus padres y, junto con José, era una fiel observante de las tradiciones de su pueblo. A ella también le costó mucho entender y acoger la novedad del Evangelio anunciada por su hijo.

El evangelista Marcos nos recuerda que, en un momento de la vida pública de Jesús, llegaron noticias preocupantes a Nazaret, porque Jesús había entrado en conflicto con los guías espirituales del pueblo de Israel, quienes comenzaron a considerarlo un hereje. La situación se volvió peligrosa y entonces todos los familiares, incluida María, pensaron en ir a buscarlo para llevarlo a casa y decían: "Está loco" (cfr. Mc 3, 20-21). Les costó aceptar la novedad del Evangelio. María también lo entendió todo después de la Pascua.

 

La situación concreta de los hermanos

de esa Comunidad Cristiana

Cuando escribió el pasaje del Evangelio que acabamos de escuchar, Lucas tenía en mente la situación de sus comunidades donde esta división ocurría a menudo de manera dolorosa y dramática; a veces dentro de las mismas familias.

Pensemos en lo que sucedía cuando un judío se hacía cristiano: era repudiado por su familia con todas las consecuencias, incluida la pérdida de la herencia. Pensemos también hoy en la dificultad que encontraría un musulmán que decidiera hacerse cristiano. Ahí está la división.

 

Conflictos que te genera el Evangelio

1.- Provoca agitación interior

Intentemos entonces verificar cómo ocurre hoy esta división causada por el encuentro con el Evangelio. El primer conflicto cada uno lo experimenta en sí mismo. El Evangelio auténtico, cuando no se detiene en los oídos, sino que llega al corazón, ya no te deja tranquilo, crea inquietud, provoca una agitación interior porque te hace notar los egoísmos que tratas de camuflar, de justificar tu indolencia y tu orgullo. Pone al descubierto tu forma de gestionar los bienes, mostrándote que en realidad eres cristiano de nombre, pero manejas el dinero exactamente como los paganos. El Evangelio pone al descubierto tu vida tranquila que se adapta a todos los compromisos, ilumina todos los lados oscuros de tu vida. En resumen, el Evangelio ya no te deja en paz. Si no sientes este conflicto dentro de ti, significa que aún no has entendido lo que Jesús te propone con su Evangelio.

 

Conflictos que te genera el Evangelio

2.- Pone al descubierto todo el hombre viejo

Un segundo conflicto es que el Evangelio no solo inquieta nuestro interior, también pone al descubierto toda la vieja sociedad, la que se basa en la competencia, en el arribismo, en querer subir cada vez más alto para dominar, imponerse, para acumular bienes.

El Evangelio es una antorcha encendida que quiere reducir a una inmensa hoguera todas las estructuras injustas. Quiere poner fin a todas las condiciones inhumanas, a las discriminaciones, a la corrupción. Y quienes se sienten amenazados por este fuego no permanecen pasivos, tratan de obstaculizarlo por todos los medios. Los fabricantes de armas, por ejemplo, se sentirán muy perturbados por el Evangelio y se opondrán al Evangelio auténtico. Quienes tienen bienes que proteger, palacios que custodiar, no ven con buenos ojos que haya incendiarios en circulación.

 

Conflictos que te genera el Evangelio

3.- Pone al descubierto todo el hombre viejo

Una tercera división que debe tenerse en cuenta ocurre dentro de la misma comunidad cristiana cuando uno se enfrenta al Evangelio auténtico. Al enfrentar el Evangelio de forma genuina, a veces surge una división incluso dentro de la propia iglesia. Esto pasa cuando algunas personas captan y adoptan las enseñanzas de una manera nueva y profunda, y dejan de aceptar viejas tradiciones o ideas de Dios que consideran incorrectas o desvirtuadas. Naturalmente, esto puede causar conflictos con otros miembros de la comunidad que se sienten más cómodos con el pasado y la tradición y se resisten al cambio.

Cuando uno se encuentra con celebraciones de la Eucaristía donde se amputan las lecturas, el sacerdote cambia las palabras del Misal, lo que hace es entretener al personal en vez de celebrar los misterios sagrados… o utilizan las homilías para decir ideologías neo marxistas (o incluso con algún viso masón) vaciadas de todo planteamiento divino…eso, para aquellos que han captado la novedad de Cristo, es algo muy hiriente. O aquellos sacerdotes que consideran que han repetir planteamientos del pasado, aun sabiendo que no llevan a ningún lado, pero que les asegura tener contentas a las ancianas que dejan el dinero… sabiendo que cuando todo esto acabe ellos ya están jubilados y poco o nada les importará si han dejado abandonadas a las siguientes generaciones de cristianos. Aunque hay que reconocer que a la mayoría poco o nada les importa la evangelización, ya sean laicos o curas; con tal de tener lo de siempre y de cobrar a final de mes, todos contentos.

         Sin embargo, alguien es más sensible que otros, llega primero a captar la novedad y a adherirse a ella. No acepta que se sigan predicando falsas imágenes de Dios, que se perpetúen tradiciones y prácticas religiosas que empañan el mensaje evangélico. Y no es de extrañar que surja un conflicto con quienes, en cambio, están apegados al pasado.

Pero hay divisiones que son saludables y necesarias, aunque dolorosas, cuando se trata de ser fieles al Evangelio. Un mundo nuevo debe nacer, y como todo nacimiento, ocurre con dolor.

No hay comentarios: