Domingo XX del Tiempo Ordinario, Ciclo C
Lc 12, 49-53
Una
misma idea con dos imágenes diferentes.
A muchos nos ha
quedado grabada en la mente la última escena de la parábola que escuchamos en
el Evangelio del domingo pasado. La escena del amo que amenaza a su sirviente
con un castigo severo si no cumple con su deber, prometiéndole que recibirá
muchos azotes. Habíamos notado que el texto original en griego no habla de
un castigo, sino de διχοτομήσει, de ser "cortado en dos". Es
una imagen bastante cruda, sugerida por los castigos que se infligían en esa
época. Sin embargo, la verdad de la parábola es muy seria: es una invitación a
tener presente que nuestra vida será evaluada por el Señor y al final se
dividirá en dos partes: aquella en la que nos comportamos según el Evangelio y
aquella en la que nos dejamos seducir por la mundanidad.
En el Evangelio de
Mateo, esta separación se presenta con una imagen que nos resulta más familiar:
la de la separación entre las ovejas y los cabritos. Y debemos recordar
que no se trata de la separación entre personas buenas y personas malas.
Más bien, es la
vida de cada uno la que sufrirá un corte en dos partes: Una, la de los momentos
en que vivimos por amor, comportándonos como corderos, dando de comer al
hambriento, de beber al sediento y vistiendo a los desnudos;
Y otra, la de los
momentos en que cerramos el corazón al prójimo, es decir, nos comportamos
como cabritos. Debemos tener en cuenta esta verdad para no enfrentarnos, al
final, a una sorpresa dramática: ver quizás gran parte de nuestra existencia
borrada de la historia de Dios.
Hoy,
de nuevo oiremos a Jesús hablar de nuevo de división, pero no de la que
ocurrirá al final, sino de la que Él mismo provocó en el mundo con las
propuestas radicales de su Evangelio. Él no vino a dejarnos tranquilos en
nuestra vida pacífica.
Dos
imágenes: el fuego y la del bautismo
«En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «He venido
a prender fuego a la tierra, ¡y cuánto deseo que ya
esté ardiendo! Con un bautismo tengo que ser bautizado, ¡y qué angustia sufro
hasta que se cumpla!».
Jesús utilizó dos
imágenes, la del fuego y la del bautismo. La primera alude a la misión que
recibió del Padre: traer fuego a la tierra.
La segunda, el
bautismo, indica el precio que tendrá que pagar para llevar a cabo esta misión.
Pagará con su vida la elección de querer dar inicio a un mundo nuevo con su
fuego.
a.- Símbolo de lo divino
El fuego siempre ha despertado en el ser humano
emociones profundas.
También lo experimentamos nosotros. Si en un día frío de invierno nos sentamos
frente a la chimenea encendida con un libro en la mano, es difícil concentrarse
en la lectura porque el fuego atrae continuamente nuestra atención.
Encontramos esta
imagen del fuego en las leyendas y mitos de todos los pueblos. Recordamos a
Prometeo, que robó el fuego a los dioses. Esto indica que desde siempre los
seres humanos han percibido la presencia de algo celestial, divino, en el
fuego.
Esta imagen del
fuego se utilice a menudo también en la Biblia. Para comprender las palabras de
Jesús, debemos remontarnos al Antiguo Testamento, donde el término אֵשׁ, (esh) que
en hebreo significa "fuego", se escucha incluso el silbido de
la llama en este término y se usa casi 400 veces.
El fuego en la
Biblia es, ante todo, una imagen de lo divino. En el libro de Job, el
rayo es llamado "fuego de Dios" porque desciende del cielo
(cfr. Job 1, 16); La columna de fuego que acompaña al pueblo de Israel en el
desierto es la presencia de Dios, indicada por este fuego (cfr. Ex 13, 21-22); También
la llama que se presenta en la oscuridad de la noche, cuando Dios hace un pacto
con Abraham, pasando como llama de fuego a través de los animales divididos
(cfr. Gn 15, 17); Y en el libro del Éxodo, cuando Moisés sube al monte, Dios
desciende como fuego sobre el Sinaí (cfr. Ex 19, 18); Pero el relato más famoso
es el de la zarza que arde sin consumirse (cfr. Ex 3, 2-4). Y en el libro del
Deuteronomio se dice directamente: «Dios es un fuego que devora» (cfr. Dt
4, 24).
Si Dios es presentado
con la imagen del fuego, lo divino en el ser humano se presenta con la misma
imagen. Jeremías siente arder dentro de sí la palabra de Dios, que luego debe
anunciar al pueblo, y dice: «Yo me decía «no pensaré más en él, no hablaré
más en su nombre». Pero era dentro de mío como un fuego devorador encerrado en
mis huesos; me esforzaba en contenerlo, pero no podía» (cfr. Jr 20, 9). Esta
es la primera imagen que encontramos en el Antiguo Testamento: el fuego como
símbolo de lo divino.
b.- Símbolo de purificación
Pero el fuego no
solo sirve para cocinar o calentar, también quema y se convierte en el
símbolo de la purificación: Quema todo lo que estorba o molesta.
Por lo tanto, en
la Biblia, el fuego se utiliza como una imagen de la intervención de Dios para
eliminar todo el mal. Un ejemplo para todos es el de Sodoma y Gomorra,
incineradas por el fuego del cielo. Es la intervención de Dios contra la
corrupción moral que existe en el mundo, un fuego que purifica (cfr. Gn 19,
24-25).
Esta imagen la
volvemos a encontrar en el Nuevo Testamento, retomada por el Bautista justo
antes del inicio de la vida pública de Jesús. El Bautista anuncia: «Él os
bautizará con Espíritu Santo y fuego. Tiene la pala en la mano para limpiar su
era; recogerá el trigo en su granero, pero quemará la paja con fuego
inextinguible» (cfr. Lc 3, 16-17). Por lo tanto, el fuego que Jesús traerá
será purificador del mal. Lo único que Juan el Bautista se llevó una cierta
decepción porque el Mesías que esperaba encontrar no era el Mesías que se encontró
en Jesús.
1.-
La imagen del fuego
c.-
¿De qué fuego se trata?
Podemos entender
lo que Jesús quiere decir cuando afirma que «he
venido a prender fuego a la tierra» y que desea con todo su ser
que se encienda. ¿De qué fuego se trata?
Hay un fuego del
que Jesús ni siquiera quiere oír hablar, se trata del fuego que quema y castiga
a quienes lo rechazan. Tengamos presente el reproche que les hizo a los dos
hijos de Zebedeo que querían quemar a los samaritanos (cfr. Lc 9, 51-56).
Jesús anhela ardientemente que su fuego
incendie el mundo, pero no puede tratarse del fuego que incinera a las
personas malas. No puede ser el fuego del infierno, del que nunca ha
hablado. Su fuego es otro.
Jesús no vino al
mundo para quemar a quienes hacen el mal. Algunas personas piensan que la forma de
purificar el mundo del mal es quemar a quienes lo cometen, pero si quemamos a
quienes hacen el mal, no queda nadie.
La forma en que
Jesús purifica el mundo del mal con su fuego es otra. Él también habla de fuego
cuando dice: «De la misma manera que las cizañas son recogidas y quemadas en
el fuego, así sucederá al fin de este mundo. El Hijo del Hombre enviará a sus
ángeles, y ellos recogerán de su reino a todos los que causan tropiezo y a los
que hacen maldad, y los echarán en el horno de fuego; allí será el lloro y el
crujir de dientes» (cfr. Mt 13, 40-42).
¿Qué
son estas cizañas que se queman?
No son las
personas; sino las cizañas presentes en cada persona. El Evangelio habla en
plural (τὰ ζιζάνια) (tá
zizánia),
‘las cizañas’, ya que son muchas las cizañas que crecen inevitablemente
junto con el buen trigo. En algunos hay mucho buen trigo y pocas cizañas.
En otros, en
cambio, el trigo es escaso, pero las cizañas son muchas. Si queremos una
indicación sobre estas cizañas, basta con releer las obras de la carne que
presenta Pablo en la carta a los Gálatas: «Y manifiestas son las obras de la
carne, que son: adulterio, fornicación, inmundicia, lascivia, idolatría,
hechicería, enemistades, pleitos, celos, iras, contiendas, disensiones,
herejías, envidias, homicidios, borracheras, orgías, y cosas semejantes a estas;
acerca de las cuales os amonesto, como ya os he dicho antes, que los que
practican tales cosas no heredarán el reino de Dios» (cfr. Gal 5, 19-21).
Son estas cizañas
las que impiden que el buen trigo crezca, pero es inevitable que crezcan
juntas. Esta es nuestra condición. Sin embargo, la buena noticia es que estas
cizañas serán quemadas por el fuego que Jesús trajo al mundo.
Las
ramas que también se queman
Jesús también
utiliza la imagen del fuego con las ramas. No son las personas malas las ramas
que se cortan y se queman; lo que se quema es la parte improductiva presente
en cada uno de nosotros. Improductiva porque no está animada por la savia,
que es el espíritu de Jesús. Este espíritu es su fuego.
Así, si pensamos
en las ramas de nuestra vida que no producen nada —el tiempo que perdemos en
chismes, en frivolidades, en ostentación o incluso en una vida de pecado—,
cuando el fuego que Jesús trajo al mundo entra en nuestra vida, toda esta parte
es quemada, dejando espacio solo para las ramas que producen amor.
El fuego, para
usar la imagen de Pablo, cuando llega al ser humano, destruye al viejo hombre.
En la carta a los Efesios, el autor dice: "Es tiempo de abandonar la
conducta de antaño, el hombre viejo que se corrompe siguiendo las pasiones
engañosas" (cfr. Ef 4, 22).
Cuando llega el
fuego de Jesús, quema al viejo hombre y hace germinar al nuevo. En la carta a
los Colosenses: «No os engañéis unos a otros; despojaos del hombre viejo y
de sus acciones, y revestíos del hombre nuevo que, en busca de un conocimiento
cada vez más profundo, se va renovando a imagen de su creador» (cfr. Col 3,
9-10).
2.-
La imagen del bautismo
Sumergido
en las aguas de la muerte
La segunda imagen
es la del bautismo. El evangelista dice que Jesús está "angustiado"
hasta que este bautismo se cumpla. El verbo que utiliza el evangelista es συνέχομαι;
el cual no significa "estar angustiado", sino "estoy siendo
afligido, presionado", o dominado por un fuerte deseo de que este
bautismo se cumpla.
Esta imagen del
bautismo está ligada a la del fuego. Jesús afirma que para desatar este
incendio él debe ser bautizado. Bautizado significa "sumergido";
sumergido en las aguas de la muerte.
El agua de este
bautismo fue preparada por sus adversarios con el objetivo de apagar para
siempre este fuego: el fuego de su palabra, de su amor, de su espíritu. Sin
embargo, esta agua tuvo el efecto contrario. De hecho, al salir de estas aguas
oscuras el día de Pascua, Jesús dio inicio al hombre nuevo, movido por su
fuego, el fuego de su espíritu.
Cuando Jesús exclama «¡y cuánto deseo que ya esté ardiendo!» indica
su ardiente deseo de ver destruida cuanto antes la cizaña que está presente en
el mundo y en el corazón de cada persona. El fuego del que habla Jesús se
encendió en la Pascua y, de hecho, Lucas presenta este fuego que desciende del
cielo y renueva la faz de la tierra en Pentecostés. Este fuego se posa sobre
todos aquellos que han dado su adhesión a Cristo (cfr. Hch 2, 1-4).
El
mundo viejo no se resignará a desaparecer
«¿Pensáis
que he venido a traer paz a la tierra? No, sino división. Desde ahora estarán
divididos cinco en una casa: tres contra dos y dos contra tres; estarán
divididos el padre contra el hijo y el hijo contra el padre, la madre contra la
hija y la hija contra la madre, la suegra contra su nuera y la nuera contra la
suegra».
En
la carta a los Efesios se dice que Jesús es nuestra paz (cfr. Ef 2, 14). Sin
embargo, aquí, en lugar de paz, Jesús habla de divisiones y conflictos
provocados por su venida, y para describirlos, recurre a un texto bien conocido
del profeta Miqueas, quien, para presentar con una imagen a la sociedad en la
que vive, y que está trastornada desde sus cimientos, dice: «porque el hijo
desprecia al padre, la hija se alza contra la madre, la nuera contra la suegra.
¡Los propios parientes se vuelven enemigos!» (cfr. Miq 7, 6).
Jesús retoma esta
imagen para anunciar que el viejo mundo, al que él quiere poner en tela
de juicio, no se resignaría a desaparecer; se opondría a la novedad
del Evangelio: Lo viejo y lo nuevo entrarían en conflicto.
En la imagen
utilizada por Jesús, lo viejo está representado por el padre, la madre, la
suegra, que indican la fidelidad a la tradición: "Siempre se ha
hecho así". La novedad, en cambio, está representada por la nueva
generación: el hijo, la hija, la nuera.
Cuesta
aceptar la novedad del Evangelio.
El evangelista Lucas
ya desde el principio ha hablado de una inevitable división que Jesús
provocaría en el mundo. El anciano Simeón toma en sus brazos al niño Jesús y
luego se dirige a María y le dice: «Él está aquí para la caída y la
resurrección de muchos en Israel, y como signo de contradicción. Y a ti una
espada te traspasará el alma» (cfr. Lc 2, 34-35). Es la famosa profecía de la espada que ha
recibido tantas interpretaciones, pero es ciertamente el anuncio de una
división muy dolorosa, una división que, como sabemos, se produjo dentro del
pueblo de Israel, porque algunos acogieron a Cristo y otros lo rechazaron.
Pensemos en los escribas, en los sacerdotes del Templo, especialmente en Anás y
Caifás, que vieron cómo se trastocaba toda la práctica religiosa que también
les resultaba muy conveniente económicamente.
Sin embargo, Simeón
quiso dirigir esta profecía directamente a la persona de María. María había
sido educada desde pequeña según la tradición de sus padres y, junto con José,
era una fiel observante de las tradiciones de su pueblo. A ella también le
costó mucho entender y acoger la novedad del Evangelio anunciada por su hijo.
El evangelista
Marcos nos recuerda que, en un momento de la vida pública de Jesús, llegaron
noticias preocupantes a Nazaret, porque Jesús había entrado en conflicto con
los guías espirituales del pueblo de Israel, quienes comenzaron a considerarlo
un hereje. La situación se volvió peligrosa y entonces todos los familiares,
incluida María, pensaron en ir a buscarlo para llevarlo a casa y decían: "Está
loco" (cfr. Mc 3, 20-21). Les costó aceptar la novedad del Evangelio.
María también lo entendió todo después de la Pascua.
La
situación concreta de los hermanos
de
esa Comunidad Cristiana
Cuando escribió el
pasaje del Evangelio que acabamos de escuchar, Lucas tenía en mente la
situación de sus comunidades donde esta división ocurría a menudo de manera
dolorosa y dramática; a veces dentro de las mismas familias.
Pensemos en lo que
sucedía cuando un judío se hacía cristiano: era repudiado por su familia con
todas las consecuencias, incluida la pérdida de la herencia. Pensemos también
hoy en la dificultad que encontraría un musulmán que decidiera hacerse
cristiano. Ahí está la división.
Conflictos
que te genera el Evangelio
1.-
Provoca agitación interior
Intentemos
entonces verificar cómo ocurre hoy esta división causada por el encuentro con
el Evangelio. El primer conflicto cada uno lo experimenta en sí mismo.
El Evangelio auténtico, cuando no se detiene en los oídos, sino que llega al
corazón, ya no te deja tranquilo, crea inquietud, provoca una agitación
interior porque te hace notar los egoísmos que tratas de camuflar, de
justificar tu indolencia y tu orgullo. Pone al descubierto tu forma de
gestionar los bienes, mostrándote que en realidad eres cristiano de nombre,
pero manejas el dinero exactamente como los paganos. El Evangelio pone al
descubierto tu vida tranquila que se adapta a todos los compromisos, ilumina
todos los lados oscuros de tu vida. En resumen, el Evangelio ya no te deja en
paz. Si no sientes este conflicto dentro de ti, significa que aún no has
entendido lo que Jesús te propone con su Evangelio.
Conflictos
que te genera el Evangelio
2.-
Pone al descubierto todo el hombre viejo
Un segundo
conflicto es que el Evangelio no solo inquieta nuestro interior, también pone
al descubierto toda la vieja sociedad, la que se basa en la competencia, en
el arribismo, en querer subir cada vez más alto para dominar, imponerse,
para acumular bienes.
El Evangelio es
una antorcha encendida que quiere reducir a una inmensa hoguera todas las
estructuras injustas. Quiere poner fin a todas las condiciones inhumanas, a las
discriminaciones, a la corrupción. Y quienes se sienten amenazados por este
fuego no permanecen pasivos, tratan de obstaculizarlo por todos los medios. Los
fabricantes de armas, por ejemplo, se sentirán muy perturbados por el Evangelio
y se opondrán al Evangelio auténtico. Quienes tienen bienes que proteger,
palacios que custodiar, no ven con buenos ojos que haya incendiarios en
circulación.
Conflictos
que te genera el Evangelio
3.-
Pone al descubierto todo el hombre viejo
Una tercera
división que debe tenerse en cuenta ocurre dentro de la misma comunidad
cristiana cuando uno se enfrenta al Evangelio auténtico. Al enfrentar el
Evangelio de forma genuina, a veces surge una división incluso dentro de la
propia iglesia. Esto pasa cuando algunas personas captan y adoptan las
enseñanzas de una manera nueva y profunda, y dejan de aceptar viejas
tradiciones o ideas de Dios que consideran incorrectas o desvirtuadas.
Naturalmente, esto puede causar conflictos con otros miembros de la comunidad
que se sienten más cómodos con el pasado y la tradición y se resisten al
cambio.
Cuando uno se
encuentra con celebraciones de la Eucaristía donde se amputan las lecturas, el sacerdote
cambia las palabras del Misal, lo que hace es entretener al personal en vez de
celebrar los misterios sagrados… o utilizan las homilías para decir ideologías neo
marxistas (o incluso con algún viso masón) vaciadas de todo planteamiento
divino…eso, para aquellos que han captado la novedad de Cristo, es algo muy
hiriente. O aquellos sacerdotes que consideran que han repetir planteamientos
del pasado, aun sabiendo que no llevan a ningún lado, pero que les asegura
tener contentas a las ancianas que dejan el dinero… sabiendo que cuando todo
esto acabe ellos ya están jubilados y poco o nada les importará si han dejado abandonadas
a las siguientes generaciones de cristianos. Aunque hay que reconocer que a la
mayoría poco o nada les importa la evangelización, ya sean laicos o curas; con
tal de tener lo de siempre y de cobrar a final de mes, todos contentos.
Sin
embargo, alguien es más sensible que otros, llega primero a captar la novedad y
a adherirse a ella. No acepta que se sigan predicando falsas imágenes de Dios,
que se perpetúen tradiciones y prácticas religiosas que empañan el mensaje
evangélico. Y no es de extrañar que surja un conflicto con quienes, en cambio,
están apegados al pasado.
Pero hay
divisiones que son saludables y necesarias, aunque dolorosas, cuando se trata
de ser fieles al Evangelio. Un mundo nuevo debe nacer, y como todo nacimiento,
ocurre con dolor.

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