lunes, 28 de julio de 2025

Homilía de Santa Marta Jn 11, 19-27

 Homilía de la fiesta de Santa Marta

Jn 11, 19-27

29.07.2025

 


¿Qué les sucede a quienes encuentran a Cristo en sus vidas? El evangelio abre los ojos, ven el mundo, la familia, el dinero, los amigos de una manera diferente a como los veían antes. Tienen una luz, ven adónde van porque tienen los ojos abiertos.

 

Preguntas latentes

¿Adónde voy? Cristo me ha abierto los ojos y cuando sigo la luz del Evangelio me convierto en una persona hermosa porque me parezco a Cristo. Sin embargo, hay otra pregunta latente: ¿Cuál es el destino último de mi vida?

 

¿Nuestra vida es un breve camino hacia la tumba?

Si queremos ser hombres y vivir en la verdad es preciso hacernos esta pregunta: ¿Nuestra vida es un breve camino hacia la tumba? Si este fuera nuestro destino, nos preguntamos si vale la pena nacer, y luego ¿valdría la pena traer hijos al mundo para luego entregarlos a ese monstruo que es la muerte? Y si hay un Dios, ¿nos habría hecho con este destino? ¿Se quedaría observándonos mientras vamos hacia una tumba? Sería un Dios cruel.

Nuestra cultura nos lleva a reprimir el pensamiento de la muerte, e incluso los cristianos están marcados por esta cultura y no les gusta reflexionar sobre el destino final; también ellos lo consideran de mal gusto. Cuando estaba de capellán en el hospital me decían las enfermeras: ‘Ha habido un exitus’, que en el lenguaje común tiene una connotación positiva; no así en el ámbito médico, ya que "exitus" se refiere exclusivamente al final de la vida. Se evita la palabra ‘muerte’ o ‘difunto’.

 


Concepción de Dios como el genio de la lámpara.

A veces, la gente no entiende bien qué es la fe. Creen que creer en Cristo es solo pedirle que les haga milagros para vivir más tiempo en este mundo. Pero si Dios no les da lo que piden, si no los libra de la muerte, se preguntan: "¿Para qué sirve entonces la fe si Dios no me ayuda cuando más lo necesito, frente a la muerte?".

En el fondo, se ve la fe como un negocio o un intercambio. "Yo creo y rezo, y a cambio, Dios me da lo que le pido". Si no hay "entrega" (milagros, ayuda), la "inversión" (la fe) parece inútil. No se concibe la fe como una relación o un camino, sino como un medio para un fin muy específico y material.

La muerte es el "monstruo" que nos acorrala. Es lo desconocido, lo inevitable, aquello sobre lo que no tenemos control. Si la fe no puede quitarnos ese miedo o posponer lo inevitable, ¿de qué sirve? Aquí se busca en la fe una especie de "seguro de vida" o una garantía para evitar el sufrimiento y la finitud humana.

Se percibe a Dios casi como un "genio de la lámpara" o un "mago" que debería solucionar los problemas instantáneamente y a nuestra manera. Se espera una intervención directa y visible, y si no ocurre así, se siente que Dios "no ayuda" o "no existe". Se ignora que la ayuda de Dios puede manifestarse de otras formas (fortaleza interior, consuelo, presencia en el sufrimiento, a través de otras personas, etc.) que no implican necesariamente un milagro que altere las leyes naturales.

Esto significa que no se ha profundizado en enseñanzas sobre el sentido del sufrimiento, el valor redentor de la cruz, la naturaleza de la gracia (que no siempre es un milagro visible), la esperanza de la resurrección, o la idea de que la fe es una respuesta de amor y confianza a Dios, más allá de lo que nos pueda "dar". Hay una falta de una catequización seria y profunda.

 

¿Nos quedaremos en el reino de los muertos?

Siempre tratamos de posponer este momento, no pensamos en el sentido último de nuestra vida. La pregunta es inevitable: ¿Descenderé a un abismo oscuro y silencioso, al Sheol (שאול, en hebreo) en este reino de los muertos? ¿Luego me quedo allí? ¿Todo se disolverá en la nada de la que provengo? El mundo seguirá después de mí tranquilamente.

 Es precisamente esta nada lo que es difícil de aceptar, porque sentimos que estamos hechos para la vida, para el infinito. Dios nos hizo para la vida. ¿Dónde voy a parar al final de mi vida?

 

Una página de teología

La liturgia nos propone el evangelio de lo que impropiamente se llama ‘la resurrección de Lázaro’. Debemos prestar mucha atención porque el tema es delicado. El evangelista no quiso redactar una crónica de un hecho, y quien lo interpretara de esta manera se encontraría luego con preguntas a las que no podría responder. Preguntas tan incómodas tales como “ya que resucitaste a Lázaro, mira, tengo un pariente que murió hace unos días, sácalo también a él del Sheol”.

Es muy importante abordar este texto que no es una crónica, sino una página de teología que fue compuesta por el evangelista san Juan elaborada partiendo de una curación significativa realizada por Jesús.

 

Lo de Lázaro es una reanimación.

Para comprender esta página, debemos hacer una distinción entre resurrección y reanimación. Lo acontecido a Lázaro no es exacto llamarlo resurrección; es una reanimación.

 

 

Los tres mundos.

1.- donde nos encontramos

Y para comprender, imaginemos tres mundos:

El primer mundo, donde nos encontramos, donde vivimos, crecemos, trabajamos, nos esforzamos, formamos una familia. Este no es nuestro destino final y lo sabemos.

 

Los tres mundos.

2.- Estar en la prisión del Sheol

En cierto punto, debemos entrar en un segundo mundo que los hebreos amaban llamar Sheol, esa especie de cueva debajo de la tierra, en las profundidades. La Biblia menciona las "puertas del Sheol" (cfr. Is 38, 10; Sal 9, 13), lo que sugiere que era un lugar del que no era fácil salir, una especie de prisión o fortaleza. Esta imagen de "puertas" también podría contribuir a la idea de un acceso a un espacio interior y cerrado por donde se accede a este segundo mundo (cfr. Is 38, 10; Sal 9, 13; Job 17, 16).

Si alguien logra sacarme de este segundo mundo y me trae de vuelta al primero, no es resurrección, es reanimación. Me trae de vuelta a esta realidad en la que estoy acostumbrado a vivir, con el inconveniente de que debo morir una segunda vez; debo volver a este segundo mundo, el del reino de los muertos, del Sheol (שאול).  Resucitar no significa volver aquí, porque luego la muerte vuelve a llevarse la presa; esta no es una victoria sobre la muerte.

 


Los tres mundos.

3.- Estar en el mundo de Dios

Jesús nos realiza señales que nos indica qué victoria es capaz de obtenernos contra la muerte. La victoria sobre la muerte es introducir a quien ha entrado en el segundo mundo en el tercer mundo, el de Dios. Jesús rompió la puerta del Sheol (cfr. Ap 1, 18; Jn 20, 1; Lc 24, 2) y nos introdujo a todos en el tercer mundo, que es el mundo de Dios (cfr. Col 1, 18; 1 Cor 15, 20-23).

En los Hechos de los Apóstoles se nos dice: «Dios, sin embargo, rompiendo las ataduras de la muerte, pues era imposible que ésta lo retuviera con su poder» (cfr. Hch 2, 24). Cuando uno resucita, significa que ha entrado en el tercer mundo, y del tercer mundo, el de Dios, donde uno está revestido del cuerpo nuevo, el cuerpo espiritual, incorruptible, como lo llama Pablo (cfr. 1 Cor 15, 42-44; 1 Cor 15, 53-54; Flp 3, 20-21), uno ya no es despojado de este cuerpo, no se puede volver de nuevo a este mundo.

Pero hay dos tipos de resurrección; la de la vida eterna y la de la muerte eterna (cfr. Jn 5, 28-29; Catecismo de la Iglesia Católica nn.1038-1041 y 988 al 1004).

Lázaro si hubiera resucitado

no le hubiera hecho ningún favor

al traerlo de nuevo a la vida terrena.

Entendemos entonces que Lázaro no fue al tercer mundo y, por lo tanto, no resucitó, porque si hubiera resucitado, no habría vuelto atrás. Fue reanimado. Si Lázaro hubiera resucitado de verdad, es decir, si hubiera entrado en el mundo de Dios, no le habrían hecho un gran favor al traerlo de vuelta aquí para tener que recorrer el mismo camino, morir una segunda vez y luego resucitar definitivamente.

 

Ocurrió en Betania

Este episodio está ambientado en Betania. Se encuentra donde fue bautizado junto con sus discípulos. Y allí se recibe la noticia de que Lázaro está mal. Betania se encuentra a tres kilómetros de Jerusalén, antes de llegar al Monte de los Olivos, donde comienza el desierto de Judea.

 

La llegada de Jesús a Betania

Jesús se dirige hacia Betania. Pero notaremos un hecho extraño: Jesús no entra en la aldea; se detiene antes y espera allí a que todos salgan hacia Él.

Voy a retomar desde el versículo 17. «A su llegada, Jesús se encontró con que hacía ya cuatro días que Lázaro había sido sepultado. Betania está muy cerca de Jerusalén, como a dos kilómetros y medio, y muchos judíos habían ido a Betania para consolar a Marta y María por la muerte de su hermano. Cuando Marta se enteró de que llegaba Jesús, salió a su encuentro, mientras María se quedó en casa. Y dijo Marta a Jesús: «Señor, si hubieras estado aquí no habría muerto mi hermano. Pero aún ahora sé que todo lo que pidas a Dios, Dios te lo concederá». Jesús le dijo: «Tu hermano resucitará». Marta respondió: «Sé que resucitará en la resurrección en el último día». Jesús le dijo: «Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y el que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre. ¿Crees esto?». Ella le contestó: «Sí, Señor: yo creo que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, el que tenía que venir al mundo».

 

Cuatro días es la muerte definitiva.

Cuando Jesús llega cerca de Betania, el evangelista Juan nota que Lázaro había muerto hacía cuatro días. Ese número cuatro indica una muerte definitiva. Ellos iban a visitar el sepulcro durante tres días para ver si aún había alguna señal de vida, pero al cuarto día se resignaban: "Ha muerto". ¿Qué sucede en Betania ante esta muerte? Dice el evangelista que los judíos iban a María y a Marta para consolarlas por la muerte del hermano. Iban a dar el pésame, como hacemos nosotros, es decir, repetir esas frases que en el fondo no consuelan: "La vida continúa"; "siempre se van los mejores", "siempre estará en nuestro recuerdo"; "nadie muere mientras uno lo conserve en su corazón". En estas situaciones, diría que quizás más que las palabras, es mejor el silencio, esta participación en el dolor íntimo e intenso que se manifiesta en el llanto. Luego están, naturalmente, los ritos de despedida que vemos incluso entre los no creyentes, y, por lo tanto, quizás lecturas de alguna poesía o de algún canto que amaba la persona que nos ha dejado. Es una forma de decir: "La muerte quiso llevárselo, pero de alguna manera lo retenemos aquí". Es una forma de superar este trauma de la pérdida de una persona querida.

 

Marta se enfada con Jesús.

Jesús no entra en la aldea. Marta cuando sabe que viene Jesús le sale al encuentro, mientras María se queda sentada en casa.

Cuando Marta se encuentra al Maestro, le reprocha. No se postra a sus pies, como luego sí hará María; se enfada con Jesús: «Señor, si hubieras estado aquí no habría muerto mi hermano». Parafraseando a Marta le dijo a Jesús: “Si tan solo hubieras venido a tiempo, Jesús, mi hermano no habría muerto”; “Tu presencia habría sido suficiente para salvar a mi hermano, pero no estuviste aquí”; “si Dios existe, ¿por qué no interviene cuando lo necesitamos?".  Jesús comprende su dolor y sabe que es el dolor quien habla a través de Marta. Jesús no intervino, y Marta dice a Jesús: «Pero aún ahora sé que todo lo que pidas a Dios, Dios te lo concederá».

 

Marta piensa que sólo

existe esta vida mortal

Marta tiene el recuerdo de los grandes profetas Elías y Eliseo, que habían reanimado a niños: Elías reanima el hijo de la mujer de Sarepta (cfr. 1 Re 17, 17-24); Eliseo reanima el hijo de la familia sunamita (cfr. 2 Re 4, 32-37). Y, sin embargo, aquí se trataba de una reanimación de niños que acababan de expirar. Lázaro, en cambio, llevaba muerto cuatro días. ¿Y qué puede hacer Jesús? Marta recurre a Él porque todavía piensa que la vida es esta y solo esta, la vida mortal.

 

Respuesta de Jesús.

«Tu hermano resucitará». Una concepción farisaica que claramente Marta comparte (cfr. Hch 23, 6-8).

Existía la convicción de que cuando llegara el reino de Dios, los justos resucitarían, es decir, volverían a esta vida para disfrutar de este mundo nuevo. Y Marta dice: «Sé que resucitará en la resurrección en el último día», que es tanto como decir: "Jesús, mi hermano, siendo uno de los justos, ciertamente resucitará en ese tiempo". Pero esta resurrección no consuela a nadie.

Cuando se entra en el segundo mundo, el ‘κοιμητήριον’ (koimētērion) del reino de los muertos, no se permanece allí; se entra inmediatamente en el tercer mundo porque Jesús ha abierto de par en par la puerta de este sepulcro, no para volver aquí, sino para entrar en el mundo de Dios.

 

Jesús dona una vida que no muere.

Esto es lo que Jesús dice a Marta: «Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y el que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre. ¿Crees esto?».

Pero Marta cree en el Dios que resucita a los muertos. Jesús, en cambio, habla del Dios que da una vida que no muere, que va más allá de la muerte biológica. De modo que el que muere, en realidad, no muere; entra con su vida divina que le ha sido dada en el mundo y en la casa del Padre.

Continúa Jesús: "Todo el que vive y cree en mí, no morirá para siempre". Jesús sitúa la resurrección en el presente, una resurrección, no una reanimación, sino una entrada inmediata en el mundo de Dios. Jesús no vino a resucitar cadáveres, sino a donar a los vivos una vida que no muere.


                                                                                                         Con una metáfora…

Aquí debemos recurrir a alguna imagen, y creo que la más hermosa es la de pensar en dos gemelos en el vientre de la madre. No tienen ninguna idea de la vida que les espera. Son felices de tener su cordón umbilical, y para ellos, dejar esa vida es una muerte. Imaginemos que uno de los gemelos nace. ¿Qué piensa el gemelo que se quedó en el vientre materno? "Mi hermano ha muerto". En realidad, no ha muerto; ha entrado en una vida completamente diferente, pero ha salido de ese pequeño mundo en el que, en cierto momento, se sentía demasiado apretado. Exactamente lo que nos sucede a nosotros después de quizás una larga vejez. Deseamos otra vida, otro mundo. Parafraseando lo que Pablo dice en la carta a Timoteo: "Ha llegado el momento de levar anclas", es decir, de salir de este mundo e ir hacia otros puertos (cfr. 2 Tim 4, 6).

 

El niño en el vientre de su madre

no puede contemplar el rostro de su madre…

La fe nos permite ver la muerte y el paso de este mundo a un mundo definitivo como un momento doloroso, dramático, pero un momento bendito porque nos permite contemplar luego cara a cara a ese Dios que es Padre, que es Madre. El niño que está en el vientre materno no puede contemplar el rostro de su madre; solo cuando sale de esta forma de vida se encuentra frente al rostro de la madre. Solo así podremos contemplar el rostro de Dios cuando pasemos de la vida a la vida.

 

 

Marta ha acogido la palabra de Jesús.

Marta responde a Jesús diciendo: «Sí, Señor: yo creo que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, el que tenía que venir al mundo».

Jesús ha llevado a Marta a comprender qué sentido tiene la muerte de un hermano. Marta ha acogido la luz que la palabra de Jesús ha dado a este acontecimiento doloroso que está viviendo, y Marta ha dado su adhesión a esta luz. Y como consecuencia, veremos que mientras todos los judíos lloran, María y Marta no llorarán. La hermana María todavía está en la aldea, y ahora Marta va a invitarla a hacer su misma experiencia: a salir de la aldea donde todos están llorando, donde solo hay palabras que intentan consolar, pero no dan la verdadera consolación, el sentido al acontecimiento doloroso que están viviendo. Marta invita a salir de la aldea a su hermana y a ir al encuentro de Jesús.

sábado, 26 de julio de 2025

Homilía del Domingo XVII del Tiempo Ordinario, ciclo c Lc 11, 1-13; ' PADRE NUESTRO'

 

Domingo XVII del Tiempo Ordinario, Ciclo C

Lc 11, 1-13 

 


         En tiempos de Jesús, como también hoy, el judío piadoso, al despertarse, toma el tallit (טַלִּית), el chal de oración, se lo pone sobre los hombros y se dirige a su Dios. Es la shahait (שַחֲרִית) es la oración judía que se realiza al amanecer; en el Shahar (שַׁחַר) significa amanecer o luz matutina; por eso está relacionado con la palabra shahait (שַחֲרִית), la oración de la mañana.

         Elevar la mirada al cielo, entrar en diálogo con Dios es el gesto más noble que el hombre puede realizar. Este es el modo de enriquecernos humana y espiritualmente. El Señor nos previene de un serio peligro: si estamos inmersos en un activismo frenético y con la agenda repleta de compromisos y nos sentimos obligados a recortar, empezaremos a recortar de aquello que sintamos menos necesidad, es decir de la oración. Por eso la oración está hoy en crisis y el hombre está bastante desorientado.

 

Cada día surgen nuevas conversaciones

         Orar no significa repetir fórmulas. Santa Teresa de Jesús, en su obra ‘El libro de la vida’ (capítulo 8, punto 5) nos regala una definición célebre y concisa de lo que es orar: «No es otra cosa oración mental, a mi parecer, sino tratar de amistad, estando muchas veces a solas con quien sabemos nos ama». San Juan Damasceno, Doctor de la Iglesia Oriental del siglo VIII define la oración como «la elevación de la mente a Dios o la petición de bienes convenientes a Dios». (cfr. De fide ortodoxa (Sobre la fe ortodoxa), en el Libro III, Capítulo 24).

         Sin embargo, para muchos la oración es un conjunto de repetición de fórmulas. Es cierto que hay oraciones que son repeticiones de fórmulas y que son necesarias; pero como cada día tiene sus quehaceres, problemas y alegrías también surgen nuevos temas de conversación que mantenemos con el Señor.  Jesús ya había advertido de este peligro de limitar los encuentros con Dios con la mera repetición cuando dijo: «Cuando oréis, no multipliquéis las palabras como hacen los paganos» (cfr. Mt 6, 7).

El pasaje evangélico de hoy nos ofrece la oportunidad de reflexionar sobre este tema, para entender qué significa orar, y comienza precisamente presentándonos a Jesús en oración.

 

Jesús responde a una petición de sus discípulos.

«Una vez que estaba Jesús orando en cierto lugar, cuando terminó, uno de sus discípulos le dijo: «Señor, enséñanos a orar, como Juan enseñó a sus discípulos».

El evangelista Lucas, en siete ocasiones, presenta a Jesús en oración (cfr. Lc 3, 21; Lc 5, 16; Lc 6, 12; Lc 9, 18; Lc 9, 28-29; Lc 11, 1; Lc 22, 41-44). Sólo el evangelista Lucas apunta que enseñó el Padre Nuestro a petición de los discípulos después de que lo hubieran visto orar.

 

¿Qué los impulsó a hacerle a Jesús esta petición?

«Señor, enséñanos a orar». Debieron haber notado algo hermoso que ocurría en Jesús cuando oraba. Durante su vida pública, Jesús experimentó a menudo la decepción; se sorprendió por la incredulidad de sus paisanos de Nazaret y también de sus propios familiares; a veces se indignaba por la hipocresía de aquellos que, para poder condenarlo, le tendían continuas trampas, y a menudo estaba inquieto por la dureza de corazón de sus propios discípulos (cfr. Mc 6, 51-52; Mc 8, 17-18; Mc 16, 14; Lc 24, 25).

 

En la oración Jesús descubría cómo comportarse.

¿Cómo vivía Jesús estos momentos? Siempre mantuvo la serenidad, la paz interior. En estos momentos, los discípulos veían a Jesús retirarse a orar. En el diálogo con el Padre, Jesús descubría cómo comportarse de manera nueva con estas personas que le eran hostiles, con los discípulos que eran duros de cabeza y a quienes él amaba y quería llevar a la verdad.

Terminada la oración, los discípulos veían a Jesús como envuelto en una espléndida luz, la misma luz que brillaba en el rostro de Moisés cuando descendía del monte después de haber dialogado con el Señor (cfr. Ex 34, 29-35).

 

Conexión entre la oración y el amor en el trato.

Los discípulos veían en Jesús a una persona hermosa, amable, disponible para todos, uno que no temía los conflictos, pero siempre leal. Debieron haber hecho la conexión con el hecho de que Jesús era un hombre de oración; uno que tomaba todas sus decisiones después de haber dialogado con el Padre, y comenzaron a desear aprender a orar como él para volverse hermosos como él. Y le dijeron que el Bautista ha enseñado una oración a sus discípulos. Los rabinos solían sintetizar en una oración su espiritualidad y los valores que querían inculcar en sus discípulos. Y también el Bautista había enseñado una oración. Por eso los apóstoles pidieron a Jesús que les enseñara una oración que los identificara como sus discípulos.

 

Observación sobre el Padre Nuestro.

El Padre Nuestro es la síntesis en forma de oración de todos los temas fundamentales del mensaje cristiano. En el Padre Nuestro se tocan todos los temas de nuestra fe y de nuestra vida moral. San Agustín decía: "Si repasas todas las Sagradas Escrituras, no encuentras nada que no esté contenido en el Padre Nuestro" (cfr. Carta 130; Esta carta fue escrita alrededor del año 412 d.C. a una viuda romana llamada Proba, quien le había pedido consejo sobre cómo debía orar. En esta carta, Agustín desglosa la Oración del Señor (el Padre Nuestro) y explica cómo cada una de sus peticiones encapsula todas las alabanzas y súplicas que un cristiano puede y debe hacer).

 

¿Qué es el Padre Nuestro?

Es un espejo

¿Qué es entonces el Padre Nuestro si no es una fórmula como todas las demás? En las comunidades cristianas primitivas se recitaba tres veces porque era como un espejo ante el cual cada discípulo está llamado a hacer un chequeo para verificar su propia identidad de creyente en Jesús. El Padre Nuestro nos dice cómo debe ser, cómo debe pensar, cómo debe vivir quien recita esa oración. Es el espejo en el que estamos llamados a contemplar también la belleza de nuestro rostro, si corresponde a esa oración, pero también a notar los límites, los defectos. Es un espejo en el que podemos verificar si estamos en orden, si todo está bien en nuestra vida de bautizados, es decir, si correspondemos a la imagen del verdadero cristiano que se nos presenta en esta oración que estamos llamados a recitar tres veces al día. En la Iglesia primitiva, los discípulos se ponían frente a este espejo.

 


 

Sintetizaron en forma de oración toda su fe.

Los biblistas concuerdan en afirmar que el Padre Nuestro no fue pronunciado por Jesús. Se trata de una composición hecha por la comunidad cristiana que quiso sintetizar en forma de oración toda su fe. Esto se hizo muy pronto, ya en los primeros años de vida de la Iglesia. Con emoción, por lo tanto, nos acercamos a este texto porque nos pone frente al espejo con el cual no solo nosotros, sino desde siempre todas nuestras hermanas y hermanos de fe han hecho el chequeo ante Dios de su identidad de cristianos y también de su fidelidad al Evangelio.

En la Iglesia primitiva, el Padre Nuestro ‘era entregado’ a los catecúmenos al término de la catequesis preparatoria al bautismo. Les era entregado como compendio de todo lo que habían aprendido sobre Dios y sobre la vida que debían llevar luego como bautizados.

 

Nos indica el interlocutor de nuestras oraciones.

«Él les dijo: «Cuando oréis, decid: “Padre».

Jesús nos indica el interlocutor de nuestras oraciones y nos dice a quién debemos dirigirnos, seguros de ser escuchados: el Padre. Es importante verificar quién es nuestro interlocutor, porque si nos equivocamos, corremos el riesgo de dirigirnos a un Dios que no existe.

El ateo no puede orar porque no tiene un interlocutor y no puede orar. Tampoco quien cree en un absoluto del cual forma parte, como ocurre en el panteísmo o en ciertas formas religiosas orientales que no creen en un Dios personal.

El Padre Nuestro nos enseña que la oración del cristiano se dirige al Padre y solo a Él con la confianza de quien se siente hijo amado. Probemos entonces a ponernos frente al espejo del Padre Nuestro y verifiquemos si realmente el Dios en el que creemos es aquel a quien en la oración Jesús llamaba siempre Abbá, Padre, אַבָּא.

Cuando habla de Dios, Jesús lo llama siempre Padre. En los Evangelios encontramos 184 veces este apelativo en su boca. Es más, solo él llama a Dios así. Hay solo una excepción; es Felipe quien, durante la Última Cena, se dirige a Jesús y le dice: «Muéstranos al Padre y nos basta». (cfr. Jn 14, 8).

 

Hace salir su sol sobre malos y buenos.

La imagen de Dios Padre evoca el ambiente afectuoso de la vida familiar, no el del soberano sentado en su trono, el faraón, ante quien se tiembla y se vive con sumisión. La palabra Padre nos hace sentir a Dios cercano, involucrado en nuestras alegrías, en nuestros dolores, que nos acompaña en cada momento de la vida, cuando las cosas van bien, cuando derramamos lágrimas.

El Dios al que Jesús quiere que nos dirijamos es Padre. Padre bueno y solo bueno, no se enoja, no castiga, no se la hace pagar a quienes eligen la infeliz opción de no escucharlo (cfr. Mt 5, 45).

 

Tatuados en el alma la imagen de Dios.

Orando a Dios Padre, tomamos conciencia de ser sus hijos hechos a su imagen y semejanza, hijos buenos y menos buenos, porque la semejanza con su rostro puede estar también muy desfigurada, pero la imagen de Dios Padre nunca podrá ser cancelada; Permaneceremos siempre sus hijos.

Cuando nos dirigimos a Dios llamándolo Padre, nos recordamos a nosotros mismos que somos y debemos vivir como hermanos.

 

Peticiones que nos invita Jesús a hacer al Padre

1.- Santificado sea tu nombre, venga tu Reino

La primera petición: «Santificado sea tu nombre, venga tu reino». El nombre es importante también para nosotros. Basta pensar en lo que sentimos cuando estamos en medio de una multitud y escuchamos que alguien nos llama por nuestro nombre; nos sentimos sacados del anonimato. "Soy yo, precisamente yo, a quien le intereso a alguien", no soy un número, soy una persona.

Para los semitas, el nombre era aún más importante porque identificaba a la persona misma. Si alguien iba a un mago u otra persona (cfr. Gn 27, 27-29; Gn 47, 7-10; Gn 48, 8-20; Dt 33, 1-29; 2 Sm 6, 18; 1 Re 8, 14-15, 55-61) porque quería bendecir o maldecir a una persona, el mago le preguntaba cómo se llamaba, porque luego él actuaba sobre ese nombre (cfr. Nm capítulos 22 al 24). Entonces, "santificado sea tu nombre" significa que debe ser santificada tu persona. Debe mostrarse que tu persona, oh Dios, es santa.

 

¿Y qué se entiende por santo?

Kadesh (קָדֵשׁ) en hebreo significa "santo" o "apartado, separado, diferente”. Cuando decimos "santuario" que en griego se dice τέμενος (témenos); palabra que procede del verbo griego τέμνω (témnō), que significa "cortar", "dividir" o "separar". La idea es que un τέμενος (‘santuario’) es un espacio "cortado" o "separado" del resto del terreno para un propósito sagrado o divino.

 

Cuando en el Templo de Jerusalén se usaban los vasos para las liturgias, eran vasos santos que no podían ser empleados para usos profanos. Recordamos la profanación que había hecho el rey Baltasar de Babilonia cuando, una noche, borracho, en medio de todas sus esposas concubinas, hizo traer los vasos santos que su padre Nabucodonosor había llevado del templo de Jerusalén. Fue una terrible profanación la de vasos santos que no podían ser empleados para usos profanos (cfr. Dn 5, 1-4).

 

Su santidad es amar

Le decimos al Padre: "Muestra que tú, tu nombre, eres santo, eres separado, muéstrate que eres diferente de todos los otros dioses que los hombres se han inventado".

¿Y cuál es esta santidad de Dios que lo hace único? Es su maravillosa identidad de Dios que es amor y solo amor; esa es su identidad. Ningún otro Dios es como Él.

El Dios que Jesús nos muestra en las enseñanzas es un Dios que es amor; no es justiciero que castiga. Dios no razona ni actúa como los ídolos que nos hemos creado y que piensan como nosotros.

 

Parafraseando la primera petición…

Podríamos parafrasear así la primera petición que hacemos al Padre: "Haz que, a través de nosotros, tus hijos, todos vean resplandecer tu rostro santo de Dios amor y solo amor, porque, como tú, también nosotros, que hemos recibido tu misma vida, tu mismo espíritu, mostremos ser capaces de amar incondicionalmente, como tú haces, incluso a aquellos que nos hacen daño."

 

Peticiones que nos invita Jesús a hacer al Padre

2.- Venga tu Reino

«Venga tu reino». ¿A qué reino queremos pertenecer? Porque hay un reino antiguo, el que se caracteriza por la competición, por la voluntad de imponerse, de avasallar, de dominar, de esclavizar al más débil. Y en este mundo antiguo de la competición solo pueden existir guerras, opresiones, violencias, explotación de los más débiles.

 

Pertenecemos al Reino

de los corderos que entregan la vida.

Jesús vino para dar comienzo a un mundo nuevo, a su reino, que no es diferente, es lo opuesto al reino antiguo. Es el mundo al que dio comienzo Jesús, en el que es grande no quien domina, sino quien sirve. Y entonces el espejo del Padre Nuestro nos pone frente a la elección que ya hemos hecho y que el Padre Nuestro nos recuerda que pertenecemos al reino de los corderos que entregan la vida; no al reino de los lobos, que es el mundo antiguo.

«Venga tu reino» significa: ‘danos la luz, la fuerza para ser constructores de este mundo nuevo’.

 

Peticiones que nos invita Jesús a hacer al Padre

3.- Danos cada día nuestro pan cotidiano

A continuación, vienen las peticiones que se refieren a la vida moral del cristiano. «Danos cada día nuestro pan cotidiano».

Para entender esta petición hay que retrotraerse a la prueba a la que Dios había sometido a su pueblo en el desierto. Había dado el maná y había establecido que cada uno pudiera recoger solo la cantidad necesaria para un día (cfr. Ex 16, 4-5).

 


Dios quiere educar a su pueblo.

Dios pretendía que su pueblo aprendiera a controlar la codicia, la avaricia, el impulso que lleva a acumular, a acaparar más de lo necesario. Quería educar a su pueblo a contentarse con lo necesario para la vida de un día (cfr. Ex 16, 19-20).

Al pedir el pan de cada día, nos recordamos a nosotros mismos que los bienes de este mundo no son nuestros, son un don de Dios; le pertenecen a él. Nos lo recuerda el Salmo 24: «Del Señor es la tierra y cuanto la llena, el mundo y todos sus habitantes» (cfr. Sal 24, 1).

Nosotros no somos dueños, somos huéspedes comensales en un banquete al que hemos sido invitados. El Padre Nuestro nos hace cuestionar nuestros criterios sobre el uso de los bienes de este mundo.

No podemos pedir a Dios el pan de cada día si acumulamos para nosotros mismos y así satisfacer nuestros propios caprichos; quien colabora en la construcción de una humanidad que está dividida en dos, en la que hay quienes mueren por indigencia y quienes derrochan, quienes pueden permitirse despilfarrar. Pedimos a Dios que nos dé nuestro pan.

 

El pan es don de Dios y fruto de nuestro trabajo.

El pan es un don suyo, por lo tanto, que nos es entregado, pero también es nuestro porque es fruto de nuestro trabajo. En el campo no crece el pan; crece el grano. Para que se convierta en pan se necesita el trabajo del hombre. La oración del Padre Nuestro nos recuerda la responsabilidad en la producción de lo necesario para la vida. Quien no trabaja, quien vive en la ociosidad, no puede recitar el Padre Nuestro (cfr. 2 Tes 3, 10).

 

Peticiones que nos invita Jesús a hacer al Padre

4.- Perdónanos nuestros pecados

«Perdónanos nuestros pecados, porque también nosotros perdonamos a todo el que nos debe, y no nos dejes caer en tentación».

 

Imagen equivocada del perdón de Dios.

¿En qué consiste el perdón de Dios? ¿Cómo nos perdona Dios? Hay una imagen aún muy difundida de su perdón. Es la que se refleja en la oración que algunos aún recitan cuando van a confesarse: "pecando, he merecido vuestros castigos". Esta expresión refleja la imagen del gran soberano que ha sido ofendido por quien ha osado desafiarlo transgrediendo sus órdenes. Y a este soberano cuando se le pide perdón, hace un acto de generosidad y perdona olvidándolo todo; pero si no se le pide perdón, entonces se ve obligado a castigar. Esta es una imagen blasfema del perdón de Dios, y quien cuenta estas cosas no santifica su nombre. Este es el Dios que se parece mucho a nosotros, es nuestro ídolo, lo queremos porque razona como nosotros.

 

         Consecuencias colaterales de esta imagen equivocada.

Si así fuera el perdón de Dios, también nosotros, que somos sus hijos, seríamos llamados a perdonar solo a aquellos que reconocen su error y nos piden perdón.

Sin embargo, debemos perdonar a todos, como hace el Padre del cielo, incluso a aquellos que no le piden perdón. El pecado hiere al hombre, no a Dios.

 

Dios indica al hombre el camino de la vida.

Dice Elihú a Job, su amigo: «Si pecas, ¿en qué perjudicas a Dios? Si multiplicas tus delitos, ¿qué daño le causas?» (cfr. Job 35, 6-7). El pecado empobrece a quien lo comete. La violencia, el adulterio, el robo, la mentira destruyen a las personas, las envilecen. Esta es la razón por la que Dios, que ama al hombre, le indica el camino de la vida y señala lo que lo deshumaniza. Y cuando el hombre peca, Dios no puede añadir más mal al que el hombre ya se ha hecho.

 

El perdón de Dios precede el arrepentimiento del pecador. El pecador se arrepiente después de que Dios lo ha perdonado, es decir, después de que Dios ha logrado hacerle entender que estaba en el camino equivocado. ¿Y cómo actúa Dios este perdón? Ante todo, con su palabra, esa palabra que es la luz que sigue indicando el camino correcto, y luego a través de sus ángeles, que son sus hijos que sienten como propio el dolor del hermano que se ha desviado y no es feliz, y se interesan por él y estudian todas las formas posibles para hacerle comprender que se está haciendo daño y que también está haciendo daño a los demás.

 

Perdonar es no darse paz hasta que

se ha logrado recuperar al hermano.

Perdonar es esforzarse y no darse paz hasta que se ha logrado recuperar al hermano. El pecador no es perdonado porque se arrepiente, sino que se arrepiente después de que Dios ha logrado perdonarlo. Y entonces no hay necesidad de pedir perdón a Dios.

Nunca Jesús en el Evangelio dice que debemos pedir perdón a Dios; Debemos pedir perdón al hermano al que hemos hecho daño (cfr. Mt 5, 23-24; Lc 17, 3-4; Sant 5, 16).

 Cuando Dios logra perdonarnos, nos arrepentimos, nos damos cuenta de que nos hemos desviado y estamos invitados a celebrar, porque en el cielo se celebra, no hay que hacer penitencias. La carta de Santiago, la última frase del capítulo 5, dice: «Hermanos míos, si alguno de vosotros se desvía de la verdad y otro lo convierte, sepa que el que convierte a un pecador de su extravío, se salvará de la muerte y obtendrá el perdón de muchos pecados» (cfr. Sant 5, 19-20). La oración del Padre Nuestro nos mantiene en este clima de atención al hermano.

 

Peticiones que nos invita Jesús a hacer al Padre

5.- No nos dejes caer en tentación

«Y no nos dejes caer en tentación». Antes decíamos «Καὶ μὴ εἰσενέγκῃς ἡμᾶς εἰς πειρασμόν»; es decir, «y no nos introduzcas en la prueba/tentación». Esta traducción era incorrecta porque Dios no nos induce en las tentaciones.

 

No nos metas dentro de la prueba.

La actual «y no nos dejes caer en tentación», digámoslo claro, no es buena. Más bien, sería más correcto decir "en la tentación no nos abandones", pero aún así, no es correcto.

No es que pidamos a Dios que no nos abandone a la tentación como si él quisiera abandonarnos y nosotros le pidamos que no lo haga. De todos modos, estas traducciones tampoco reflejan el texto original griego. En el texto griego encontramos un verbo: "εἰσενέγκῃς" (eisenénkes), que en griego tiene un único significado: "no nos metas dentro", así que no es "no nos abandones"; es «no nos metas/no nos introductas dentro de la prueba».

 

El segundo término es "tentación", en griego πειρασμόν (peirasmón). "No me metas dentro en la tentación." Πειρασμόν puede significar tentación, pero también puede significar prueba. Esta es la traducción correcta. Le pedimos al Señor que no nos meta dentro en la prueba.

 

Dios guía nuestra vida entre muchas pruebas.

Dios guía nuestra vida y en esta vida debemos atravesar muchas situaciones, debemos afrontar muchas pruebas de las cuales podemos salir madurados o derrotados, y hay ciertas pruebas que nos asustan. Las pruebas no son solo las enfermedades, las desgracias, sino también el éxito, los golpes de suerte. Todos conocemos personas que han perdido la cabeza o familias que se han desmoronado cuando les ha llegado una riqueza inesperada; No vivieron bien esa prueba.

Entre las muchas pruebas inevitables que encontramos en el camino de la vida, hay algunas que nos asustan porque nos sentimos débiles, frágiles. Cuando pensamos, por ejemplo, las que más nos asustan son las del dolor. Cuando vamos a un hospital, vemos ciertos sufrimientos, le decimos al Señor: "No me hagas pasar por esta prueba porque soy débil, quizás podría incluso perder la fe y llegar a blasfemar. Me dan miedo estas pruebas y le pido al Señor que me las ahorre".

También Jesús hizo esta petición y en el Padre Nuestro se ha puesto su pregunta al Padre: "Si es posible, que no tenga que beber este cáliz, no me metas dentro de esta prueba" (cfr. Lc 22, 42).

No es Dios quien nos envía las pruebas; son las pruebas que uno se encuentran en la vida y nosotros le pedimos al Señor que nos libre de aquellas que nos asustan.

 

Al orar se nos da la fuerza

para salir fortalecidos de la prueba.

Cuando nosotros oramos, si luego nos encontramos en estas pruebas, sabemos que precisamente a través de la oración sintonizaremos nuestros pensamientos con los de Dios y él nos dará la fuerza para salir madurados de estas pruebas. Esta invocación nos mantiene constantemente atentos a vivir a la luz del Evangelio todo lo que sucede en nuestra vida; mantiene viva en nosotros la conciencia de tener siempre un Padre que está a nuestro lado, sobre todo en los momentos difíciles cuando estamos asustados.

 

         Concluye con una parábola.

Jesús concluye su enseñanza sobre la oración con una parábola que solo es referida por el evangelista Lucas.

«Suponed que alguno de vosotros tiene un amigo, y viene durante la medianoche y le dice: “Amigo, préstame tres panes, pues uno de mis amigos ha venido de viaje y no tengo nada que ofrecerle”; y, desde dentro, aquel le responde: “No me molestes; la puerta ya está cerrada; mis niños y yo estamos acostados; no puedo levantarme para dártelos”; os digo que, si no se levanta y se los da por ser amigo suyo, al menos por su importunidad se levantará y le dará cuanto necesite.

Pues yo os digo a vosotros: pedid y se os dará, buscad y hallaréis, llamad y se os abrirá; porque todo el que pide recibe, y el que busca halla, y al que llama se le abre.

¿Qué padre entre vosotros, si su hijo le pide un pez, le dará una serpiente en lugar del pez? ¿O si le pide un huevo, le dará un escorpión?

Si vosotros, pues, que sois malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¿cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a los que le piden?».

 

Varias veces en los Evangelios, Jesús nos invita a orar, nos asegura que el Padre del Cielo escucha y concede nuestras oraciones. "Cualquier cosa que pidáis al Padre en mi nombre, él os la concederá" (cfr. Jn 16, 23; Jn 14, 13; Jn 15, 16). Y en la parábola de hoy: «pedid y se os dará, buscad y hallaréis, llamad y se os abrirá; porque todo el que pide recibe, y el que busca halla, y al que llama se le abre». Y si aún no sois escuchados, insistid hasta cansar al Padre del cielo.

 

¿Cuándo es escuchada una oración?

Nosotros pensamos que la oración es escuchada cuando logramos hacer que Dios haga lo que nosotros queremos. Sin embargo, esto no es así; la oración es escuchada cuando Dios, dándonos de su luz por medio de la oración, comenzamos a pensar como Dios, a ver el mundo, las cosas, la vida como él las ve; y para lograr sintonizar nuestros pensamientos con los suyos se necesita tiempo.

Se necesita tiempo para ponernos en sintonía con los pensamientos del Padre del Cielo. Pensemos en lo difícil que es dar sentido a ciertas situaciones dolorosas: enfermedades, injusticias, traiciones, abandonos, soledad. ¿Cómo vivir a la luz de Dios estas pruebas? Es necesario permanecer mucho tiempo en diálogo íntimo con él para asimilar sus pensamientos. ¿Y cuál es el don que él nos quiere hacer? El don que podemos recibir solo si disponemos nuestro corazón en la oración es su vida, su Espíritu. Cuando nosotros oramos, entonces el Espíritu que hemos recibido de él puede realizar y puede manifestar en nuestra vida la presencia y la vida de Jesús de Nazaret, porque es el mismo espíritu que lo animó a él. Y cuando su espíritu se realiza, significa que la oración que hemos hecho ha sido escuchada.

viernes, 25 de julio de 2025

San Joaquín y Santa Ana 2025, Patrono de los abuelos

 


Un abrazo familiar que nos viene del cielo:

Los abuelos de Jesús

Queridos hermanos y hermanas, que el paso de los años os ha llenado de sabiduría y experiencia. Queridas Hermanitas, que con tanto amor y entrega cuidáis de nuestra comunidad, especialmente de quienes más lo necesitan.

Hoy nos reunimos para recordar a dos figuras muy especiales, San Joaquín y Santa Ana. ¿Sabéis quiénes eran? Eran los abuelos de Jesús. Sí, nuestro Señor también tuvo abuelos, ¡como todos nosotros! Es un día precioso para darnos cuenta de que, en Jesús, Dios se hizo de los nuestros, se emparentó con la familia humana, con cada uno de nosotros. Y ya que estamos, qué mejor ocasión para pensar en el tesoro que son nuestros propios abuelos, los vuestros y los nuestros, y en el papel tan importante que ellos y ustedes, queridas hermanas, tienen en la vida de todos.

Hace ya un tiempo, el Papa Juan Pablo II, a quien muchos recordamos con tanto cariño, nos enseñaba algo muy profundo. Nos decía que, aunque la Virgen María fue muy humilde y discreta, pasando casi desapercibida a los ojos de sus contemporáneos, para Dios ella era de una importancia inmensa. La había elegido para un plan de salvación que abarca toda la historia de la humanidad, desde el principio hasta el final.

La vida de María era de esas que no hacen ruido, que no buscan protagonismo. Y poco se sabía de sus padres, Joaquín y Ana. Pero la Iglesia, de alguna manera, intenta asomarse a ese silencio. No por curiosidad vana, sino para darnos la oportunidad de celebrar cómo Dios, con su infinita sabiduría y amor, teje su plan en nuestra historia, ¡para convertirla en una historia de salvación y esperanza!

De hecho, la melodía que hoy resuena en nuestros corazones al iniciar la Eucaristía, esa antífona de entrada, nos llena de alegría y gratitud: "Alabemos a Joaquín y a Ana por su hija; en ella les dio el Señor la bendición de todos los pueblos". ¡Fíjense qué bonito! Los protagonistas son los padres, sí, pero lo que celebramos de verdad es cómo la providencia divina, a través de María, nuestra Madre Santísima, nos preparó el camino para la llegada de nuestro Salvador.

 

Un viaje al pasado, lleno de fe y amor

Se dice que Joaquín y Ana eran de Galilea, pero que pronto se trasladaron a Jerusalén. Allí, vivían cerca de una piscina especial, la Probática, donde Jesús curaría más tarde a un hombre paralítico. Hoy en Jerusalén hay una iglesia, la de Santa Ana, que nos recuerda ese lugar sagrado. Aunque también existe otra tradición que sitúa la vivienda de los padres de María en Séforis, también en Galilea. Lo importante no es tanto el lugar exacto, sino la fe y el amor que habitaban en ese hogar.

        

Hay muchas historias entrañables, aunque no estén en la Biblia, que nos cuentan más cosas de ellos. Por ejemplo, se dice que Ana no podía tener hijos, y que ellos, siendo tan piadosos y justos, rezaron mucho, con una fe inquebrantable. Tras una larga espera, de revelaciones celestiales y hasta de un emotivo encuentro de Joaquín y Ana junto a la Puerta Dorada de Jerusalén (¡escena que el gran Giotto pintó de forma tan conmovedora!), nació María. Estas narraciones también nos cuentan cómo sus padres la cuidaron con tanto esmero y cómo, siendo una niña, subió con decisión los quince escalones del Templo para dedicarse al servicio de Dios. Todas estas escenas tan tiernas han sido inspiración para muchísimas obras de arte, ¡seguro que han visto alguna en retablos o cuadros!

El cariño a Santa Ana se extendió ya en la Iglesia de Oriente en el siglo VI, y llegó a nuestra Iglesia de Occidente en el siglo X. El culto a San Joaquín es un poco más reciente, pero ambos nos recuerdan la importancia de las raíces de nuestra fe.

 


¿Por qué son tan importantes para nosotros hoy?

Recordar a San Joaquín y Santa Ana es una forma preciosa de conectarnos con las raíces humanas de Jesús. Nos ayuda a entender, una vez más, que Dios no es un ser lejano, sino que se hizo parte de nuestra familia, ¡como uno más! Además, el Evangelio que hoy se proclama nos recuerda lo afortunados que somos por haber tenido la suerte de ver y escuchar lo que muchos profetas y justos de otros tiempos anhelaron con todo su corazón.

Fíjense qué imagen tan significativa nos regala el arte: la de Santa Ana con María y el pequeño Jesús. Esta estampa refleja, especialmente en un tiempo de tanto individualismo, la necesaria relación y comprensión entre las generaciones. Nos enseña, a todos, la importancia vital de los abuelos, la riqueza de su sabiduría, de su experiencia, de su amor incondicional.

Queridas Hermanitas, a ustedes que día a día tejen con paciencia y ternura esa red de apoyo y comprensión, esta fiesta nos invita a seguir siendo esa "presencia" de amor y cuidado para nuestros mayores. Nos recuerda la responsabilidad ética de ofrecer la necesaria atención integral a los ancianos, de escuchar sus historias, de valorar su legado y de acompañarlos con dignidad y respeto en esta etapa de sus vidas. Es una invitación a hacer revivir en gratitud la memoria de los antepasados, de aquellos que nos precedieron en la fe y en la vida.

Que la intercesión de San Joaquín y Santa Ana, abuelos de Jesús, nos inspire a todos a valorar la familia, a cuidar de nuestros mayores con el mismo amor con el que ellos cuidaron de María, y a seguir construyendo puentes de fe y esperanza entre todas las generaciones.