Homilía del domingo XV del Tiempo Ordinario, ciclo c
Lc 10, 25-37 El buen samaritano
Hoy
la liturgia nos presenta la parábola del buen samaritano ambientada a lo largo
del camino que conecta Jerusalén con Jericó; son unos 27 kilómetros que
discurre por el desierto de Judea. Jesús conoce muy bien este camino porque lo
había recurrido muchas veces desde que era pequeño. De hecho, el propio
evangelista Lucas nos cuenta que cada año la Sagrada Familia que «sus padres
iban cada año a Jerusalén, por la fiesta de pascua» (cfr. Lc 2, 41), por lo
que esa ruta oriental (a través de Perea y el valle del Jordán, pasando por
Jericó y que evitaba el territorio samaritano) era por donde anualmente
transitó Jesús. Y antes de llegar a Jerusalén pasaban por el monte de los
Olivos. Este camino era muy peligroso porque estaba en unas condiciones
lamentables, con acantilados y precipicios. En el tiempo de Jesús tenían que
transitarla en caravana porque el desierto de Judea estaba infectado de bandidos.
Para la protección de los viajeros había puestos de control y uno se encontraba
en una fortaleza en la cina de una montaña estratégica; había una fortaleza construida
por Herodes el Grande y a esta fortaleza le había dado el nombre de su madre,
Chipre. Era una nabatea.
Más
adelante en el camino, hacia la mitad, había otro puesto de guardia. Los
israelitas hicieron excavaciones en este lugar y encontraron hallazgos
interesantes ya que descubrieron que había cuevas habitadas en tiempos de Jesús
en la tenían la terea de proteger a los viajeros de los ladrones.
La
ciudad de Jericó en tiempos de Jesús.
¿Cómo
era la ciudad de Jericó en tiempos de Jesús? ¿Cómo es que en la parábola nos
encontramos a cuatro personajes que bajan de Jerusalén a Jericó? Jericó era una
ciudad muy rica, muy importante. Era la ciudad de las palmas en la que se
producía el bálsamo conocido en todo el mundo y que se elaboraba de un modo
secreto siendo muy valioso.
Era
una ciudad fronteriza y por lo tanto allí estaba la aduana y aquellos que
gestionaban la aduana y recaudaban los impuestos. Es más, sabemos incluso el
nombre de aquel que recaudaba estos impuestos: Zaqueo. Zaqueo, como jefe,
supervisaba a otros recaudadores de impuestos que trabajaban para él y se
beneficiaba enormemente del sistema, ya que se les permitía quedarse con el
excedente de lo que recaudaban por encima de la cuota exigida por Roma. Esto
explica por qué era un hombre rico y también por qué era tan despreciado por
sus compatriotas judíos, quienes los veían como colaboradores y traidores (cfr.
Lc 19, 2).
Jericó
era también importante porque era la sede invernal de la gente de dinero, de la
gente acomodada de Jerusalén porque el clima es más agradable. Muchos
sacerdotes del Templo tenían sus villas y sus residencias invernales en Jericó.
Jericó
era una famosa ciudad en la antigüedad por la corrupción de las costumbres y
mientras Jerusalén era la ciudad santa, que estaba en lo alto; Jericó estaba en
la zona geográfica de la hondonada y era la ciudad de la corrupción.
El
diálogo entre un maestro de la ley y Jesús.
Primer personaje: un maestro de la Ley
«En aquel tiempo, se levantó un maestro de la ley y
preguntó a Jesús para ponerlo a prueba: «Maestro, ¿qué
tengo que hacer para heredar la vida eterna?». Él
le dijo: «¿Qué está escrito en la ley? ¿Qué lees en ella?». El respondió:
«“Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón y con toda tu alma y con toda
tu fuerza” y con toda tu mente. Y “a tu prójimo como a ti mismo”». Él le dijo:
«Has respondido correctamente. Haz esto y tendrás la vida».
El
primer personaje que entra en escena en un doctor de la ley; una persona muy
estimada en Israel porque dedica todo su tiempo al estudio de las Sagradas
Escrituras. Conoce la Torá (תּוֹרָה) de memoria, la enseña al pueblo y cuando
hay disputas legales se recurre a él. Se presenta ante Jesús para ponerlo a
prueba. El verbo griego que se emplea es ἐκπειράζω (ekpeirázo) (v.25)
que significa ‘tentar’. Este verbo griego aparece en el evangelio de
Lucas sólo dos veces. La primera cuando el diablo tienta a Jesús (cfr. Lc 4, 2)
porque quiere desviarlo de la voluntad del Padre y la segunda vez es por este
maestro de la Ley.
Sin embargo, este
verbo también significa ‘verificar’, ‘poner a prueba’ que es lo
que hizo en este caso este maestro de la Ley. Se presentó ante Jesús para
verificar si Jesús era una persona sabia y si conocía las Sagradas Escrituras. Puede
ser que también este maestro de la Ley quisiera adquirir una cierta luz
interior, una respuesta a ciertos interrogantes que le pudieran estar asaltando
e inquietando. De hecho, le hace una pregunta a Jesús: «Maestro, ¿qué tengo que hacer para heredar la vida
eterna?».
No acude a Jesús
para pedir éxito, ni la salud ni el bienestar. Su inquietud va mucho más allá
de la vida biológica. Uno hereda la vida biológica de los padres, pero la vida
eterna uno no la puede adquirir, sino que sólo la puede recibir en herencia. Y
la herencia se puede ser beneficiario o no serlo.
La pregunta que le
lanza es muy seria: ¿Cómo puedo disponerme para recibir el don de la vida
eterna? A lo que Jesús le responde al maestro de la Ley con dos preguntas: «¿Qué está escrito en la ley? ¿Qué lees en ella?».
Que es como si le hubiera dicho: "Tú eres un biblista, ¿qué lees en la
Torá?, con un matiz importante, porque al ser un maestro de la Ley que
interpreta y enseña la Torá, lo que le está preguntando es ‘¿cómo interpretas
lo que lees?’.
Jesús no responde
inmediatamente dando la solución a la pregunta, sino que plantea otras
preguntas porque quería que la verdad no fuera impuesta, sino que saliera del
corazón de las personas y que la propia persona llegase por sí misma a la
conclusión y quedará convencida. Lo hace así porque cuando la verdad se impone,
siempre quedarán dudas. La frase “venceréis, pero no convenceréis"
atribuida a Miguel de Unamuno es lo que evita Jesús; Jesús desea que uno se
convenza de la verdad, buscar y seguir la verdad con diligencia y anhelo (cfr.
Sal 119, 32).
Shemá (שְׁמַע)
El maestro de la
Ley hace referencia a dos textos. El primero es del libro del Deuteronomio en
el capítulo 6 donde se dice que si está dispuesto a recibir la vida eterna ha
de hacer lo siguiente: «Escucha, Israel, el Señor es nuestro Dios, el Señor
es uno. Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con
todas tus fuerzas» (cfr. Dt 6, 4-5). Hace referencia a este texto, el
Shemá, que es repetido por nuestros hermanos mayores (la frase "los
judíos son nuestros hermanos mayores" fue pronunciada por el Papa San
Juan Pablo II durante su histórica visita a la Gran Sinagoga de Roma el 13 de
abril de 1986), los judíos, al menos dos veces al día (por la mañana y por la
noche) y es una de las primeras oraciones que se les enseña a los niños.
También se suele recitar en momentos de gran importancia personal o
comunitaria, incluyendo la muerte.
Sabemos que el
corazón en la Sagrada Escritura no es sólo la sede de los sentimientos, sino
también la sede de todas las decisiones. Por lo tanto, las decisiones deben
hacerse en sintonía con el pensamiento de Dios y con la voluntad de Dios
durante toda la vida; todos los momentos de la vida están urgidos a ser signos
del amor hacia el Señor. Una de las consecuencias que se deriva de esto es que
todos los bienes y los dones recibidos de Dios deben ser puestos al servicio
del proyecto de Dios.
Y
con toda tu mente.
Este maestro de la
Ley añade una adición, incorpora, agrega algo al texto del libro del
Deuteronomio: «y con toda tu mente».
Y eso es precisamente lo que está haciendo este maestro de la Ley, dedicar toda
su mente, entregar toda su vida entera al estudio de la Palabra de Dios.
Lo
que entendió el maestro de la Ley.
amar
es vivir con lucidez
Después cita un
segundo texto del libro del Levítico, tomado del capítulo 19 donde queda
recogido lo siguiente: «amarás a tu prójimo como a ti mismo» (cfr. Lv
19, 18). Este maestro de la Ley entendió que para disponerse a recibir la
herencia eterna hay que amar, permaneciendo siempre en sintonía con la voluntad
del Señor. Amar es la disposición para vivir aquí y luego para prepararse a
recibir esta herencia. La respuesta de Jesús es muy hermosa: «Has respondido correctamente. Haz esto y tendrás la vida».
Lo que Jesús le está diciendo es que, si quieres vivir de un modo humano, ser
realmente persona humana viviendo con lucidez, estás llamado a disponerte a
recibir la vida del Eterno y uno lo recibe únicamente cuando ama. Si no amas,
no vives como un hombre. Lo que te caracteriza como hombre es la sintonía con
el amor del Señor y con tu hermano. Si no haces esto no vives, no estás en el
camino correcto.
El
prójimo.
Y el texto
evangélico continúa diciéndonos: «Pero el
maestro de la ley, queriendo justificarse, dijo a Jesús: «¿Y quién es mi
prójimo?». ‘Prójimo’ רֵעַ (réa) significa ‘mi vecino’,
‘mi compañero’, ‘aquel que está cerca de mí’; y se discutía mucho
sobre quiénes eran estos vecinos. Algunos lo interpretaban como los familiares,
los vecinos, los del propio pueblo o los del pueblo de Israel. Había muchos
términos para indicar a aquellos que propiamente no pertenecían al pueblo de
Israel, pero también ellos son prójimos, vecinos.
En la Biblia hay
disposiciones muy hermosas que conciernen a estas personas en el capítulo 22
del libro del Éxodo: «No molestes ni oprimas al forastero, porque vosotros
también fuisteis forasteros en Egipto» (cfr. Ex 22, 20). Además, ellos
sabían por propia experiencia del mal trato que ellos recibieron por parte de
los egipcios y cómo eran despreciados, excluidos y rechazados por ser
extranjeros. Recordemos el Salmo 146: «El Señor protege al emigrante,
sostiene a la viuda y al huérfano» (cfr. Sal 146, 9). El pueblo de Israel
sabe que el Señor protege a los extranjeros, sostiene al huérfano, a la viuda,
protege a todas las personas frágiles y débiles. El maestro de la Ley, por lo
tanto, plantea esta pregunta: «¿y quién es mi
prójimo?». Es decir, ¿el vecino al que debe llegar este
amor?".
Jesús no le
responde con un razonamiento, sino con una parábola.
Un
apaleado sin identificación
«Respondió Jesús diciendo: «Un hombre bajaba de Jerusalén
a Jericó, cayó en manos de unos bandidos, que lo desnudaron, lo molieron a
palos y se marcharon, dejándolo medio muerto. Por
casualidad, un sacerdote bajaba por aquel camino y, al verlo, dio un rodeo y
pasó de largo. Y lo mismo hizo un levita que llegó a aquel sitio: al verlo
dio un rodeo y pasó de largo».
Un hombre bajaba
de Jerusalén a Jericó. ¿Y quién era? De él no sabemos absolutamente nada, ni la
edad, ni la profesión, ni si era judío o extranjero, tampoco sabemos qué
religión practicaba ni lo que había ido a hacer a Jerusalén. De ese señor no
sabemos nada. Solo una cosa sabemos, que era un hombre, y eso le basta a Jesús.
Resulta significativo que mientras todos iban en caravana él hacía el camino
solo, lo que era una presa apetecible para los bandidos y puede significar que
tuviera bienes consigo.
Jesús caracteriza
a este hombre de la manera más genérica: era un hombre y el hombre nunca pierde
su dignidad, ni siquiera si fuera un criminal (cfr. Gn 4, 13-15). Permanece con
su dignidad de hombre,
El sacerdote y el
levita encontraron a ese hombre medio muerto por la paliza que le habían
propinado y está desnudo ya que «lo
desnudaron». Desnudos van
los animales, así que ha sido deshumanizado, ha sido golpeado, herido, está
solo y está medio muerto y en la encrucijada entre la vida y la muerte, ahora
depende de quienes lo encuentren, dejarlo morir o devolverle la vida a este
hombre.
Jesús quiere
decirnos que no debes ir a buscar al hermano necesitado. Son las circunstancias,
las coincidencias, las que te lo ponen delante.
Segundo
personaje: un sacerdote
El segundo
personaje que desciende hacia Jericó es un sacerdote. «Por casualidad, un sacerdote bajaba por aquel camino y,
al verlo, dio un rodeo y pasó de largo». ¿Qué es lo que sucede?
Nos dice que lo vio y que dio un rodeo y pasó de largo, pero evitó ayudar a esa
persona, por lo tanto, la dejó morir. Podría haberla devuelto la vida, pero no
lo hizo.
En Israel había 24
clases de sacerdotes. Vivían en sus pueblos, pero dos veces al año debían ir a
Jerusalén para quedarse una semana a oficiar en el Templo. Así que él estaba
regresando a su casa (cfr. 1 Cr 24). Eran los miles de sacerdotes que no eran
jefes, pero que pertenecían a alguna de las 24 divisiones y participaban en los
turnos de servicio. Se estima que en tiempos de Jesús había alrededor de 7200
sacerdotes comunes.
Ese sacerdote
había pasado una semana con el Señor, por lo tanto, todavía tenía los hábitos
perfumados con incienso, todavía tenía en sus oídos los cantos, las melodías de
los salmos, había estado con el Señor, por lo tanto, debería haber asimilado no
solo la mirada del Señor que ve a todos los necesitados, sino también los
sentimientos del Señor, la emoción del Señor; el "rajum" (רַחוּם),
que deriva de la palabra para "vientre" o "entrañas"
(rehem), implicando un amor profundo, instintivo y compasivo, similar al de una
madre por su hijo (cfr. Ex 34, 6-7a).
La
práctica religiosa
más
importante que el amor
El sacerdote pasa al otro lado del camino y nos preguntamos ‘¿por qué hizo esto este
sacerdote?’.
La primera razón
quizás se deba al hecho de que es un sacerdote y como allí hay sangre que fluye;
él no puede tocar la sangre. La segunda razón es porque también podría tratarse
un muerto y él no puede acercarse a los muertos. Conoce bien lo que dice el
Levítico: «El Señor dijo a Moisés: Di a los sacerdotes, hijos de Aarón:
Ningún sacerdote quedará impuro por el cadáver de un pariente suyo» (cfr.
Lv 21, 1); por lo que no podían contaminarse por el contacto con un muerto. Esta
restricción específica para los sacerdotes, incluso para sus familiares más
cercanos: «no se acercará a ningún muerto, y ni siquiera por su padre o su
madre se contaminará» (cfr. Lv 21, 11). Y cualquiera que toque a un hombre
asesinado permanece impuro por siete días: «El que toque un cadáver, sea
quien fuere el muerto, quedará impuro siete días. Se purificará con esta agua
los días tercero y séptimo, y quedará puro, pero si no se purifica los días
tercero y séptimo, no quedará puro. El que ha tocado un muerto, un cadáver
humano, y no se purifica, contamina la morada del Señor. Será excluido de
Israel, pues no se purificó con el agua lutral: es impuro y su impureza quedará
en él» (Nm 19, 11-13). Y también se dice que «el que toque en el campo
un hombre muerto por la espada o un muerto cualquiera, así como huesos humanos
o un sepulcro, quedará impuro siete días» (cfr. Nm 19, 16).
Por lo tanto, el
sacerdote que debe permanecer puro para poder oficiar, tiene una excusa, no
debe acercarse al hombre. Las prácticas religiosas son más importantes que el
amor.
Pero también puede
haber otras razones por las que no se acercó y se fue al otro lado del camino. Este
sacerdote tal vez pensó que “quizás están por aquí cerca los bandidos y no
quiero meterme en problemas”; o simplemente se diría para sus adentros
cosas tales como “no tengo tiempo que perder”. Son posibles excusas para
no enfrentar un problema de alguien que puede morir si no se interviene. El
egocentrismo, indiferencia y falta de empatía; la cobardía y la frialdad; que
prioriza su propia comodidad y su propia seguridad no es algo compatible con
aquellos que sirven ante la presencia de Yahvé.
Tercer
personaje: un levita
El segundo
personaje que baja por el mismo camino es un levita; también hombre relacionado
con el culto y con el Templo. Primero ve y luego se desvía pasando de largo.
¿Quiénes eran los
levitas? Los levitas eran un poco los sacristanes del Templo, por lo tanto,
también ellos debían permanecer puros. Los levitas eran la tribu dedicada al
servicio religioso y litúrgico en Israel, con un papel fundamental en el
mantenimiento del culto y la instrucción del pueblo en la Ley divina. Eran los
encargados de las tareas relacionadas con el culto y el mantenimiento del lugar
sagrado. Esto incluía transportar el Tabernáculo en el desierto, cuidar sus
utensilios, preparar los sacrificios, y más tarde, en el Templo de Jerusalén,
funciones como músicos y cantores; vigilaban las entradas y la seguridad del
Templo; gestionaban los bienes y las ofrendas del Templo; asistían a los
sacerdotes (que eran una subclase específica de levitas, los descendientes de
Aarón) en sus labores rituales.
Los
ritos no sustituyen al amor.
¿Por qué Jesús
presenta a estos dos hombres relacionados con el Templo y el culto al Templo? Jesús
quiere aleccionar a sus discípulos mostrándoles que las prácticas religiosas en
sí están vacías (cfr. Is 29, 13). Practicar el culto sin el amor es puro
espejismo. Sabemos cómo en el Antiguo Testamento los profetas denunciaron la
práctica religiosa que está separada del amor; es decir, se quiere sustituir el
amor con ritos.
La única cosa que
le importa a Dios es el amor por quien está en necesidad, por el huérfano, por
la viuda, por el extranjero.
Tercer
personaje:
su
origen desconcierta a todos
En este punto, los
oyentes de la parábola esperan que, después de los dos hombres vinculados al
Templo, entre en escena la persona que le auxilie. El tercer personaje, según
la lógica de los oyentes, sería un simple judío.
Si Jesús hubiera
continuado la parábola en estos términos “pero un judío bueno y sencillo del
pueblo” la gente que le escuchaba hubiera aceptado la parábola.
Dicho esto, Jesús
no defrauda y les sorprende a todos: «Pero un
samaritano que iba de viaje llegó adonde estaba él y, al verlo, se compadeció,
y acercándose, le vendó las heridas, echándoles aceite y vino, y, montándolo en
su propia cabalgadura, lo llevó a una posada y lo cuidó. Al día siguiente,
sacando dos denarios, se los dio al posadero y le dijo: “Cuida de él, y lo que
gastes de más yo te lo pagaré cuando vuelva”».
En muchas de
nuestras Biblias aparece el título ‘el buen samaritano’ o ‘la
parábola del buen samaritano’. Jesús presenta a un samaritano y no a un
buen samaritano. Ese ‘buen’, este adjetivo fue añadido posteriormente en
la tradición y en el título común de la parábola para resaltar su
comportamiento ejemplar. Es un simple samaritano, no se dice si fuera bueno o
malo, si era honrado o un sinvergüenza.
El peor insulto
que se podía dirigir a un judío era "perro" o "pagano".
El segundo insulto era "samaritano", que equivalía a "bastardo",
"renegado", "hereje". En el libro del Eclesiástico o
Sirácida nos dice: «Hay dos naciones que mi alma detesta, y la tercera ni
siquiera es nación: los habitantes de la montaña de Séir (‘de Séir’ es en
hebreo; ‘de Samaría’ es en griego), los filisteos y el pueblo necio que mora
en Siquén» (cfr. Eclo 50, 25-26).
Los judíos tenían
sus buenas razones para considerar a los samaritanos excomulgados. Durante
siglos se habían mezclado con otros pueblos (cfr. 2 Re 17), habían construido
su templo en el monte Garizim (cfr. Dt 11,29; Dt 27, 11-13; Jos 8, 33; por lo
tanto, no practicaban la religión pura que se practica en Jerusalén y luego ni
siquiera aceptaban todas las Escrituras. Habían eliminado los Salmos, los profetas,
los libros sapienciales.
Llamar a alguien con
el nombre de ‘samaritano’ a una persona merecía la pena de 39 latigazos. Era un
insulto que implicaba la negación de la plena identidad judía y la pureza
religiosa. Tenía
en sí una carga semántica o connotativa muy negativa; adquiere un valor
peyorativo, despectivo o injurioso.
Al propio Jesús
los judíos le dijeron que «¿no decimos con razón, que eres samaritano y que
tienes un demonio?» (cfr. Jn 8, 48-49). A lo que Jesús les responde que «yo
no tengo un demonio», pero no rechaza el título de samaritano porque para
Jesús no es despectivo.
Un
samaritano en territorio hostil.
El samaritano de
la parábola se encuentra en territorio hostil, está en Judea y por lo tanto es
un inmigrante irregular, está en peligro. Al encontrarse con ese hombre
apaleado y medio muerto pierde la cabeza, olvida sus miedos y sus proyectos y
empieza a preocuparse por el necesitado.
Hay nueve verbos
que caracterizan su comportamiento frente a este hombre apaleado y tirado medio
muerto en el camino.
Primer
verbo: «al verlo».
El primer verbo es
ὁράω (joráo), ‘ver’, ‘discernir claramente lo que veía’. Lo
vio como lo vieron los otros dos anteriores, el sacerdote y el levita;
pero el samaritano lo ve de un modo
diferente.
¿En qué radica
esta diferencia en la mirada? No hay que esperar que el otro pida ayuda. Quizás
ni siquiera tenga la fuerza para pedir ayuda. Soy yo si amo realmente a mi
prójimo, quien debo estar atento y debo estar siempre dispuesto a intervenir porque
tengo la mirada de Dios.
El sacerdote y el
levita eran personas que oraban, que alzaban la mirada hacia el cielo. Pero
¿qué sucede? Miran hacia el cielo, pero la mirada de Dios va hacia el pobre, el
necesitado. Entonces, quien ora realmente no mira al aire, mira donde mira
Dios.
Este samaritano no
es un hombre que practica la religión pura, la de Jerusalén, es un hereje, pero
con la mirada de Dios que va hacia el necesitado.
Segundo
verbo: «acercándose».
El segundo verbo
es προσέρχομαι (prosérjomai) que significa ‘acercarse’. Se
acerca, no huye del impuro, porque ningún hombre es impuro. Son los sacerdotes
y los levitas quienes distinguen entre puros e impuros. Y cuando está en
peligro la vida de una persona ¿te va a meter dentro de las disquisiciones de
lo puro y lo impuro? Mientras el sacerdote y el levita siguen sus ideas de
pureza, el samaritano sigue su corazón, los sentimientos de Dios.
Tercer
verbo: «tuvo compasión».
El tercer verbo es
σπλαγχνίζομαι (splanjnízomai) que significa ‘se conmovió’, ‘tuvo
compasión’, ‘se movió en misericordia’, es decir, una emoción
visceral que lo hizo perder la cabeza. Ahora, como Dios, él razona y actúa
movido por las entrañas, por el amor visceral, este verbo aparece doce veces en
el Nuevo Testamento y se aplica siempre a Dios o a Jesús (cfr. Mt 9, 36; Mt 14,
14; Mt 15, 32; Mt 20, 34; Mc 1, 41; Mc 6, 34; Mc 9, 22; Lc 7, 13; Lc 10, 33; Lc
15, 20).
En la Septuaginta,
este verbo se utiliza para traducir el hebreo רַחַם (racham), que denota
una compasión profunda y visceral, a menudo relacionada con el amor maternal o
la piedad (cfr. Ex 33, 19; Dt 13, 17; 2 Sam 24, 14; 1 Re 8, 50; Neh 9, 19; Sal
25, 6; Sal 40, 11; Sal 77, 9; Sal 119, 77; Is 49, 15; Is 54, 7; Is 63, 7; Jer
31, 20; Lam 3, 22; Dn 9, 9; Os 1, 6; Os 14, 3; Os 2, 1-3; Os 14, 3).
No
basta con acercarse, sino que es preciso acercarse con misericordia, con un
amor que pasa a la acción. El samaritano ya no se rige por la cabeza, sino por
el corazón; olvida sus negocios, sus compromisos, sus miedos por estar en un
territorio altamente hostil para él, su cansancio, las normas religiosas, olvida
incluso el hambre y su sed y actúa para salvar a ese hombre.
Cuarto
verbo: «se acerca».
Este
verbo se repite para indicar la importancia de la proximidad. Sólo se puede
amar lo que se conoce.
Quinto
verbo: «vendar».
El quinto verbo es
καταδέω (katadéo) que significa ‘vendar (una herida)’, ‘atar
hacia abajo’. El verbo
"vendar" en la Biblia connota cuidado físico y sanación, donde se
aplica a heridas corporales; sanación emocional y espiritual, como en Isaías
(cfr. Is 61, 1), donde se refiere a restaurar los corazones afligidos y dar
esperanza; compasión y misericordia, la acción de vendar es un acto concreto de
amor hacia el prójimo, especialmente hacia el necesitado y el sufriente. Es un
verbo que encarna la preocupación de Dios por la humanidad herida, tanto física
como espiritualmente, y el llamado a que sus seguidores actúen con esa misma
compasión.
Sexto
verbo: «verter».
El sexto verbo es ἐπιχέω
(epijéo) que significa ‘verter’, ‘derramar’, ‘echar’
el vino y el aceite.
Le derramó vino en
sus heridas para desinfectar. En la antigüedad, el vino se utilizaba por sus
propiedades antisépticas. El alcohol presente en el vino actuaba como un
desinfectante rudimentario, ayudando a limpiar las heridas y a prevenir
infecciones. Era una forma de "esterilizar" la zona antes de
vendarla.
Le derramó aceite para
calmar y sanar. El aceite, generalmente de oliva, se usaba por sus propiedades
calmantes, emolientes y posiblemente curativas. Ayudaba a suavizar la piel,
aliviar el dolor y la inflamación. También se pensaba que favorecía la
cicatrización. La
combinación de vino y aceite sobre las heridas era una práctica médica bien
conocida en la época, formando una especie de "bálsamo" o
"ungüento" casero para primeros auxilios.
Séptimo
verbo:
«montar
en su propia cabalgadura».
El séptimo verbo
es ἐπιβιβάζω (epibibázo) que significa ‘cargarlo sobre su jumento’,
‘hacer montar un animal’. Es un gesto muy relevante de máximo sacrificio
y de servicio personal. En un viaje, la cabalgadura personal era un bien
preciado, a menudo el único medio de transporte para el viajero y su equipaje.
Montar al herido en su propio animal significaba que el samaritano, que no
tenía ningún vínculo con este hombre, le daba prioridad absoluta. Él mismo tuvo
que caminar, lo que implicaba un esfuerzo físico considerable y un mayor tiempo
de viaje.
Implica también
mayor exposición al peligro. Al caminar, el samaritano se hacía más vulnerable
a los mismos peligros (ladrones, etc.) que habían atacado al hombre. Esto
demostraba una valentía y un altruismo extraordinarios.
Un asno no era
solo un transporte, sino una herramienta para la vida y el comercio. Renunciar
a su uso para sí mismo en favor de un desconocido era un acto de
desprendimiento significativo.
Mientras que
figuras importantes o guerreros montaban caballos (asociados con la guerra y el
poder), los asnos eran la montura común para la gente de a pie y para viajes
pacíficos. Jesús mismo entró en Jerusalén en un asno, simbolizando su reinado
de paz y humildad.
Que el samaritano,
que ya estaba en una posición socialmente inferior a los judíos, se pusiera a
caminar al lado de su asno mientras el herido lo montaba, era una muestra de
profunda humildad y servicio. No se preocupó por su estatus o por lo que
pensarían los demás. Al montar al hombre herido en su propia cabalgadura, el
samaritano lo estaba incorporando, en cierto sentido, a su propia "posesión"
y responsabilidad. Ya no era un extraño en el camino; ahora era "su
carga", su problema.
Octavo
verbo:
«Llevar
a una posada».
El
octavo verbo es ἄγω (ágo) que significa ‘conducir, guiar, llevar,
meter’. Lo lleva a un mesón, a una posada (πανδοχεῖον, pandojeíon).
Es decir, a un lugar donde son acogidos todas las personas. El evangelista
Lucas no emplea el término griego ξενώνας (xenónas) (deriva de xenos
(extraño, forastero, huésped) y el sufijo -ōnas (lugar de). Significa
"lugar para extraños/huéspedes"), sino que emplea el término πανδοχεῖον
(πανδοχεῖον; etimología: deriva de pan (todo) y dechomai (recibir, acoger).
Literalmente significa "lugar que recibe a todos" o "recepción
de todos).
¿Dónde radica la diferencia? La diferencia es
que el término empleado por el evangelista implica que le lleva a un lugar
donde no hacen distinciones de razas, ni de religiones, ni de culturas;
mientras que el otro término no garantiza lo anteriormente afirmado.
Noveno
verbo:
«sacó
dos denarios».
El
noveno verbo es δίδωμι (dídomi) que significa ‘dar, entregar’
dos denarios al encargado del hospedaje público (πανδοχεύς, pandojeús)
o mesonero. Le entrega dos denarios, así que le da el dinero para dos días de
hospedaje. Y al decirle al mesonero «y lo que
gastes de más yo te lo pagaré cuando vuelva”» está manifestando
que él regresará al tercer día para pagar todo aquello que fuera necesario.
Jesús
es que ha pagado por todos al eterno Padre la deuda de Adán (cfr. Jn 3, 16; Ef
1, 3-7; Hb 9, 22; Rm 3, 23-25; Rm 5, 12). Él la toma y, aunque esté herida,
siempre permanece con esta dignidad humana y la lleva a donde todos son
acogidos, donde nadie es expulsado. Y es él quien ha pagado por todos, porque
ha dado toda su vida por la salvación de esta humanidad.
A
este punto, Jesús se dirige al maestro de la Ley para hacerle una última
pregunta.
Jesús invierte la pregunta
del
maestro de la Ley
«¿Cuál
de estos tres te parece que ha sido prójimo del que cayó en manos de los
bandidos?». Él dijo: «El que practicó la misericordia
con él». Jesús le dijo: «Anda y haz tú lo mismo».
Jesús
no pronuncia su juicio sobre lo ocurrido, quiere que sea el doctor de la ley
quien lo haga. Por eso hace una pregunta que invierte la que se le había
dirigido al principio. El rabino le había preguntado: «¿Quién es mi prójimo?»; ¿Quién es mi vecino
a quien debo amar?"
El
adverbio griego πλησίον (plesíon) significa ‘cerca’, ‘próximo’ cuando
lleva delante el artículo (τῶν τριῶν πλησίον) se convierte en
sustantivo: “el vecino”, “el prójimo”.
El
maestro de la Ley le había preguntado:"¿Hasta dónde debe llegar mi amor?; ¿quién
es el prójimo?; ¿qué límites?; ¿quién tiene las características para merecer
ser ayudado?".
Y Jesús invierte
la pregunta: "¿Quién de estos tres se hizo prójimo de aquel pobre hombre
que cayó en manos de los bandidos?" Prójimo para Jesús no es una
condición, una característica que uno debe tener para poder ser ayudado. Prójimo
es aquel que se acerca.
La clave no está
en quién es el prójimo por nacimiento o pertenencia, sino en quién se comporta
como prójimo. La
verdadera esencia de ser prójimo reside en la acción de acercarse al
necesitado, de mostrar compasión y de brindar ayuda, sin importar las barreras
sociales, religiosas o étnicas. Es una invitación a la empatía y al servicio
incondicional. Nos llama a hacernos prójimos de cualquiera que esté en
necesidad, trascendiendo prejuicios y limitaciones. No se trata de encontrar a
nuestro prójimo, sino de ser el prójimo para quien lo necesite.
¿En
cuál de los tres viste
la
mirada del Eterno?
«El que practicó la misericordia con él». El
maestro de la Ley se ve obligado a admitir que fue el samaritano quien se
acercó y se comportó como prójimo, cosa que los otros dos personajes de la
parábola no hicieron.
«Jesús le dijo: «Anda y haz tú lo mismo».
El maestro de la Ley le había preguntado a Jesús sobre cómo puedo disponerme
para recibir el don de la vida eterna. En otras palabras, ¿cómo puedo
crear en mí las condiciones para recibir la vida que no es la biológica, sino
el don de la vida eterna? Y Jesús le responde ¿en cuál de los tres viste la
mirada del Eterno? La mirada del sacerdote y la del levita no era la mirada de
Dios, ya que sólo vieron lo que les interesó. Dios se mueve por los
sentimientos profundos de amor; unos sentimientos que hacen perder la cabeza
por amor al necesitado.
Ese maestro de la
Ley, al igual que los cristianos que conocemos las Sagradas Escritura sabemos
cómo es la mirada y los sentimientos de Dios. ¿Cuál de los tres revelaron esa
mirada y esos sentimientos de Dios? Claramente en el samaritano, luego ya en él
estaba presente la vida del Eterno. Revela que en él está la misma vida del
Eterno, de Dios. Recordemos lo que nos dice san Juan: «Queridos, amémonos
unos a otros, porque el amor es de Dios y todo el que ama ha nacido de Dios y
conoce a Dios, porque Dios es amor» (cfr. 1 Jn 4,7-8).
Dondequiera que
veas signos de amor, puedes estar seguro, allí está presente la vida del Eterno,
la vida de Dios.
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