Homilía del Domingo XIX del Tiempo
Ordinario, Ciclo B
8
de agosto de 2021
En el evangelio de este domingo el
Señor nos habla del Pan de Vida, es un discurso eucarístico [Jn 6, 41-51]. Y en
este mismo evangelio se nos hace alusión a dos episodios acontecidos en el
Antiguo Testamento. Uno de ellos es paso por el desierto del pueblo de Israel durante
cuarenta años. Y ese pueblo sobrevivió a todo ese larguísimo itinerario gracias
al maná. Un maná venido del Cielo y que permitió la supervivencia de Israel a
lo largo de esa travesía por el desierto durante esos cuarenta años. Pero
tengamos presente que el pueblo de Israel no vivió con gratitud y
agradecimiento por este maná. El pueblo de Israel se quejaba, decían ‘estamos
hartos ya de este pan sin sabor’, ‘de este pan insípido’, ‘¿pero no hay otra
cosa distinta para comer?’, no les resultaba sabroso, no les resultaba
atrayente. Ellos en vez de percibirlo como un don de Dios, ellos lo vivían con
quejas y como algo que les mortificaba.
Algo parecido pasa con la primera
lectura que está tomada del libro de los Reyes [1Re 19, 4-8]. Es el pasaje en
el que el profeta Elías huye por el desierto durante cuarenta días porque está
siendo perseguido porque es el último de los profetas de Yahvé que había
permanecido fiel y Jezabel le perseguía para matarle. Elías estaba rendido por
el cansancio, y agotado se sienta bajo una retama y se desea la muerte. Y en
ese momento un ángel del Señor le despierta y le dice ‘levántate y come’. Y a
Elías no le apetecía comer en absoluto, es como si el propio instinto de
supervivencia ya no le funcionase a Elías. Pero el ángel le dice ‘levántate y
come’. Y Elías, por obediencia, se levantó, comió un poco y se volvió a tumbar.
Pero el ángel le volvió a insistir ‘levántate y come más’. Y Elías obedeciendo
volvió a comer, forzándose, obligándose y con la fuerza de aquel alimento fue
capaz de atravesar el desierto durante cuarenta días.
Una aplicación para nuestras vidas
de este paso por el desierto del pueblo de Israel y por el paso por el desierto
Horeb del profeta Elías. A todos los pasa que cuando estamos extenuados por el
cansancio lo que nos apetece es tumbarnos, dormir, …muchas veces necesitamos
más el dormir que el comer por el agotamiento tan serio que a veces podemos
sufrir…y no comer. Pero sin embargo necesita comer y sólo así le volverán las
fuerzas. Esto mismo ocurre en la vida espiritual, que el desánimo, la
desesperación nos conduce a tirar la toalla y a dejarnos llevar. Y sin embargo
es precisamente en ese momento cuando más necesitamos del alimento de Dios.
Puede ocurrir que cuando menos nos apetezca una cosa sea cuando más lo
necesitemos. Lo cual es importantísimo educar las ganas, educar el gusto,
porque muchas veces al hombre no le apetece lo que es bueno, sino que le
apetece lo malo. Es muy importante educar el gusto, el forzarnos en gustar de
las cosas de Dios, de lo bueno y aborrecer lo malo. Y a veces hay que
obligarnos a comer. Eso que aconteció a Elías es también una enseñanza para
nosotros, ya que también nosotros podemos padecer una especie de anorexia espiritual,
en la que alguien no llega a percibir que tiene distorsionada la percepción de
la realidad y no se da cuenta de que tiene que comer, de que tiene que
alimentarse, de que está débil y no lo percibe. Y cuando uno está débil tiene
que dar un voto de confianza a aquel que le cuida y le dice ‘aliméntate, come
porque la travesía es fuerte, es larga y necesitas el alimento para el camino’.
El pueblo de Israel decía que no le gustaba el maná del Cielo, pero es que
resulta que el gusto hay que educarlo: hay que aprender a gustar de la
Eucaristía. Porque en la vida espiritual hay muchos momentos en los que uno no
siente nada, tiene una sequedad interior, se acerca a los sacramentos y no
tiene esa percepción favorable que en otros momentos haya podido tener…Es que
en nuestra vida espiritual hay muchas ocasiones en las que tenemos que caminar
a la luz de la fe. Lo decisivo en la experiencia de Dios no es el sentimiento,
sino caminar en la fe. No se puede confundir experiencia de fe con
sentimientos. La mayoría de las veces la experiencia más profunda de la fe es
obediencia, no sentimiento. El sentimiento puede acompañarnos en algunas fases
de nuestra vida espiritual, pero en otras nos abandona. Y esas fases donde
caminamos a la luz de la fe, obedeciendo –aún sin entender- son muy importante
porque se va aquilatando nuestra fe, se autentifica nuestra fe, se madura.
De tal modo que cuando comulguemos
digamos: Creo firmemente Señor que estás aquí, aunque no te sienta. Y esa
Eucaristía alimenta la presencia de Dios dentro de mí. Y es fundamental también
el educarnos a aprender a vivir de la Eucaristía. ¿De dónde saco mis fuerzas
para el camino? ¿De dónde saco esa energía que a veces me falta porque
humanamente andamos carentes de fuerzas? La fuerza la sacamos de la presencia
de Jesús que está dentro de mí en la Eucaristía que comulgo. Él me da la fuerza
para seguir caminando.
No hay comentarios:
Publicar un comentario