Homilía del Domingo de Ramos, Ciclo C
En
esta semana vamos a rememorar lo que es
nuestra vida. Caeremos en la cuenta de la poca consistencia que tenemos,
de cómo nos entusiasmamos con las personas y con los proyectos, de cómo al
sentir el peso que esto acarrea ‘tiramos la toalla’ y nos convertimos en
traidores quedando sólo unos pocos fieles en medio de la dura adversidad, de
cómo nos duele el haber traicionado y fallado a aquellos que tenían depositadas
en nosotros sus esperanzas y de cómo el amor es capaz de perdonarnos y de
restaurarnos esa dignidad que nosotros mismos habíamos perdido.
Va
a ser una semana en la que nadie se va a
quedar indiferente. Lo que vamos a vivir nos fuerza interiormente a
posicionarnos. Si alguien entrase en el templo corriendo y gritando que desde
un helicóptero estaba lanzando billetes, todos en ese instante tomaríamos una
opción determinada, o correr a llenarnos los bolsillos de dinero o permanecer
como si no hubiésemos oído nada. Es cierto que cada cual puede ya llevar muchas
Semanas Santas sobre sus espaldas y podemos poner
el piloto automático ya que sabemos lo que va a pasar y cómo sucederá. Sin
embargo yo no quiero poner ese piloto
automático, yo deseo dejarme sorprender por lo que vamos a vivir estos
días. No quiero perder la capacidad de
asombrarme y de emocionarme. Yo quiero sentir el quemazón de la angustia
que me hace derrumbarme en lloros cuando por
cobardía le abandoné cuando le estaban azotando, escupiendo, clavando
esa corona de espinas y colgado de la cruz con sus pies y manos traspasados por
esos clavos. Y cada vez que peco y
pecamos, le abandonamos.
Parece
que todo lo vivido a su lado se hubiera desvanecido o fuese fruto de un
espejismo. Parece que nuestra memoria fuese más frágil que la tela de una araña
ante el agua de la lluvia.
¿O es que acaso nadie
se acuerda de cómo Jesucristo ha estado grande con uno cuando puso a esa
persona con la que compartes tu vida? ¿Es que nadie es capaz de reconocer la
cantidad de veces que Él ha estado escuchando nuestros desahogos y la cantidad
de veces que nos ha secado las lágrimas de nuestros ojos cuando la enfermedad y
la adversidad han llamado a nuestras puertas? ¿Es que acaso no nos hemos dado
cuenta de cómo la proclamación de la Palabra de Dios y la lectura atenta de la
Sagrada Escritura nos han proporcionado criterios sobrenaturales que nos han
protegido de caer en las zarpas del Maligno? ¿Tan
ciegos hemos estado que Él estando a nuestro lado ni nos hayamos percatado?
Del mismo modo que Jesucristo estuvo con los Doce Apóstoles y todos los demás
discípulos, también Él ha estado contigo
y conmigo. ¿Es que acaso no hemos caído en la cuenta de que hubiera sido
inútil, en vano el levantarse por las mañanas a trabajar, los desvelos en la
educación con los hijos, las desazones, enfados y todos los momentos felices,
todos los dolores, preocupaciones y sufrimientos… que todo hubiera sido en vano
si Jesucristo no hubiera muerto por ti? Si Jesucristo no hubiera muerto y
resucitado por ti esa puerta que conduce a la Vida Eterna hubiera estado aún
con los trancos, cerrada a cal y canto, y estarías flotando eternamente en el lago de
la muerte, de la desesperación, de la nada. Todo lo vivido, sufrido y
gozado hubiera sido inútil con menos
consistencia que una pompa de jabón. Satanás
quiere que tu vida tenga menos consistencia que esa pompa de jabón, por
eso no quería que Jesucristo hubiera muerto en la cruz. Satanás se oponía con uñas y dientes a la muerte cruenta de
Jesucristo.
Ahora entendéis el por qué nadie se va a quedar indiferente ante lo
que vamos a vivir esta semana. Lo que está en juego es nuestra salvación, es el enriquecer de sentido nuestras
familias, nuestros matrimonios, nuestros ministerios ordenados, nuestras
comunidades cristianas, nuestros gozos y desvelos.
La
obediencia de Cristo al Padre nos ha salvado. «Bendito el Señor que
no nos entregó en presa a sus dientes; hemos
salvado la vida como un pájaro de la trampa del cazador: la trampa se rompió y
escapamos. Nuestro auxilio es el nombre del Señor que hizo el cielo y la
tierra» (Sal 124, 6-8).
Domingo de
Ramos, 14 de abril de 2019
Roberto García
Villumbrales
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