miércoles, 17 de abril de 2019

Meditación de las Siete Palabras de Jesucristo en la Cruz


Meditación de las Siete Palabras
Parroquia de Nuestra Señora la Virgen de la Calle (Palencia)
Viernes Santo, 12 horas.

         
          «Señor mío y Dios mío, creo firmemente que estás aquí, que me ves, que me oyes. Te adoro con profunda reverencia. Te pido perdón de mis pecados y gracia para hacer con fruto este rato de oración. Madre mía Inmaculada, San José mi padre y señor, Ángel de mi guarda, interceded por mí».
         
          Los santos nos enseñan a presentarnos delante de Dios. Estamos en Semana Santa, y durante todos estos días estamos acompañando muy de cerca a Jesús. Todos nosotros desfallecemos muy fácilmente y con frecuencia a causa de nuestra debilidad, por eso le suplicamos que custodie nuestros corazones, que nos lo consagre y que bajo su protección nos podamos acoger, porque en tu compañía, Señor Jesús, queremos estar.

¡Señor pequé!, ¡Ten piedad y misericordia de mí!

Primera Palabra:
«Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Lc 23,34)
         
          Nuestro Señor Jesucristo nos suele decir, y te acordarás muy bien, porque cuando se lo oyes te molestas porque crees que Jesús te quita la razón, que «no hagáis frente al que os agravia» (Mt 5, 39) y «amad a vuestros enemigos y rezad por los que os persiguen, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y manda la lluvia a justos e injustos» (Mt 5, 44-45).
          San Agustín de Hipona, cuando habla del poder de la oración en el sermón 80 nos dice lo siguiente: «En primer lugar, no olvidándose ni siquiera en la cruz de quién era, nos demostró su paciencia y nos dio un ejemplo de amor a los enemigos; viéndolos rugir a su alrededor, Él, que en cuanto médico estaba al tanto de su enfermedad, conocía la locura que les había hecho perder la razón, acto seguido dijo al Padre: Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen. ¿O pensáis que esos judíos no eran malvados, inhumanos, crueles, belicosos y enemigos del Hijo de Dios? ¿Pensáis que estuvo de más o que fue inútil el grito: Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen? Veía a todos, pero entre ellos reconocía a quienes iban a ser de los suyos».
          Todos los que le insultaban, escupían, se burlaban, todos los que pleno pulmón participaban de aquel griterío de aquel ‘¡crucifícale, crucifícale!’ no eran más que simples marionetas en las manos del mismo Satanás. Jesucristo estando clavado en la cruz sabía que era así. Era la enfermedad de todos aquellos que le insultaban, se reían de Él…, era sus pecados los que se manifestaban con tanta agresividad.
          ¿Se acuerdan ustedes de aquel oficio ya desaparecido que ejercían aquellas mujeres que desempeñaban de telefonistas, cada cual ocupando una posición en el cuadro de interconexiones? Que tras conectar un extremo del cable a la clavija de la luz que se encendía, la telefonista se comunicaba con el abonado y conectaba el otro extremo con el centro al que deseaba llamar. Pues imagínense ustedes que uno quiere hablar con una persona que además está empecatada (es el pecado el que habla por medio de ella). Uno desea hablar con esa persona pero le conectan con la soberbia y el pecado de esa persona; a lo que uno empieza a reclamar diciendo que uno no quiere hablar con la soberbia de esa persona sino que desea hablar con la persona.
          Por eso hacemos nuestras esas palabras de Jesucristo, cuando estaba clavado en el madero de la cruz: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Lc 23,34). Padre, perdónalos porque es Satanás el que habla por medio de ellos.
¡Señor pequé!, ¡Ten piedad y misericordia de mí!


Segunda Palabra:
«Hoy estarás conmigo en el Paraíso» (Lc 23, 43)
         
            «39 Uno de los malhechores colgados le insultaba: «¿No eres tú el Cristo? ¡Pues sálvate a ti y a nosotros!» 40 Pero el otro le increpó: «¿Es que no temes a Dios, tú que sufres la misma condena? 41 Y nosotros con razón, porque nos lo hemos merecido con nuestros hechos; en cambio éste nada malo ha hecho.» 42 Y le pedía: «Jesús, acuérdate de mí cuando vengas con tu Reino.» 43 Jesús le contestó: «Te aseguro que hoy estarás conmigo en el Paraíso». (Lc 23- 39-43)».
Nuestro Señor Jesucristo defiende siempre a los sencillos y protege continuamente a los que confían en su misericordia.
          San Roberto Belarmino, en su Explicación literal de la segunda palabra dice lo siguiente: «San Agustín, en su trabajo sobre el Origen del Alma, considera con San Cipriano que el ladrón puede ser considerado un mártir, y que su alma fue directamente al cielo sin pasar por el Purgatorio. El buen ladrón puede ser llamado mártir porque confesó públicamente a Cristo cuando ni siquiera los Apóstoles se atrevieron a decir una palabra a su favor, y por razón de esta confesión espontánea, la muerte que sufrió en compañía de Cristo mereció un premió tan grande ante Dios como si la hubiera sufrido por el nombre de Cristo».
          Jesucristo estando crucificado no contestó una palabra a las maldiciones y reproches de los sacerdotes y soldados, pero ante el clamor de un pecador confesándose rompió el silencio para poner sobre sus hombros a esa oveja extraviada que se le había perdido. Cuando es injuriado no abre su boca, porque Él es paciente; cuando un pecador confiesa su culpa, habla, porque Él es benigno.
          El príncipe del Mal, Satanás en estos días está muy estresado. Está haciendo miles de horas extraordinarias para conseguir doblar la voluntad de Jesucristo y desea que Jesucristo desobedezca al Padre y quiere que no muera en la cruz. Satanás constantemente está tentando a Jesucristo y además ha puesto a todos en su contra: uno le traiciona por treinta monedas de plata (Mt 26, 15); el otro diciéndole que jamás le traicionará y le traicionó tres veces antes de cantar el gallo; los otros que estaban con él desaparecieron, menos Juan, su Santa Madre y unas pocas mujeres que permanecieron fieles; los miembros del Sanedrín que estaban fuera de sí y esa multitud enfurecida pidiéndole a gritos la crucifixión; los sumos sacerdotes con los escribas y los ancianos se burlaban de él diciéndole: 42 «A otros salvó y a sí mismo no puede salvarse. ¡Es rey de Israel!; pues que baje ahora de la cruz, y creeremos en él. 43 Ha puesto su confianza en Dios; pues que le salve ahora, si es que de verdad le quiere. De hecho dijo: ‘Soy hijo de Dios.’» (Mt 27, 42-44). Satanás había preparado muy bien el terreno para que Jesús mordiera el anzuelo y desobedeciera al Padre. Había pervertido, envenenado, intoxicado todo. Satanás sabía que si Cristo moría en la cruz únicamente tendría que conformarse con ganar algunas batallas aisladas pero que la guerra definitiva y decisiva la iba a perder de un modo estrepitoso. Satanás es tan ruin y miserable que hizo que incluso uno de los malhechores crucificados con Él le insultaba y le increpaba diciéndole: «¿No eres tú el Cristo? ¡Pues sálvate a ti y a nosotros!» (Lc 23, 39). En cambio el otro dio la cara por Jesús, se arrepintió de su pecado e hizo una profesión de fe en Jesús reconociéndole como su salvador.
¡Señor pequé!, ¡Ten piedad y misericordia de mí!

Tercera Palabra:
«He aquí a tu hijo: he aquí a tu Madre» (Jn 19, 26)
         
Jesús sigue sin pensar en Él mismo a pesar de todo lo que está sufriendo, y es que le falta aún el mejor de todos sus regalos a la humanidad: Su Madre, que es lo único que le queda al que ya nada tiene.
          San Ireneo de Lyon nos dice, «el nudo de la desobediencia de Eva lo desató la obediencia de María. Lo que ató la virgen Eva por su falta de fe lo desató la Virgen María por su fe». Comparándola con Eva, llaman a María `Madre de los vivientes’ y afirman con mayor frecuencia: «la muerte vino por Eva, la vida por María» (LG. 56).
          La Virgen María obedeció aun sin entender. Ella se fio totalmente de Dios aun cuanto todo le era contrario. Ella mantuvo la obediencia a la fe. La Virgen María sabía que la voluntad de Dios es, sin lugar a dudas, la mejor. Es cierto que a corto plazo uno puede llegar a pensar que Dios a uno le ha abandonado. Y el Demonio que está siempre molestando y catequizando, envenenándote con frases como ‘Dios no te quiere, porque de quererte no te hubiera pasado esto o lo otro’.
Ahora mismo está de pie ante la cruz, viendo cómo agoniza el hijo de sus amores. Ella no profiere palabras de amenazas contra los romanos ni contra los que de Él se burlan. Ella se acuerda del anuncio del arcángel San Gabriel que le dijo que iba a ser la madre de Dios y ahora su Hijo desea que sea la madre de la Iglesia. La Virgen medita en el silencio de su corazón cómo Dios ha estado grande con Ella y cómo lo seguirá estando, aunque ahora vea dolor por todos lados.
El Templo es como si fuera el seno materno donde la Iglesia va gestando a nuevos cristianos. Nos alimenta con la Palabra, con los sacramentos y vamos creciendo en la fe. Una fe que creemos tener conseguida, pero que en realidad es muy tímida y pequeñita. Una fe tan pequeña que no nos movería para dejarlo todo ni cometer una locura de amor por Cristo. Una fe que creemos tener pero no tenemos, porque de tenerla los signos de la fe que son la caridad y la comunión no pasarían desapercibidos. La Virgen, como Madre Nuestra que es, como Discípula predilecta de Cristo, nos coge de la mano y nos enseña a vivir desde la fe en su Hijo y Nuestro único Redentor.
¡Señor pequé!, ¡Ten piedad y misericordia de mí!


Cuarta Palabra:
«Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mt 27, 46)
         
          San Agustín cuando hace la exposición del salmo 49 nos dice: «Cuando el Señor vino, lo hizo ocultamente, puesto que venía a padecer; y aun siendo fuerte por sí mismo, se manifestó débil en la carne. Era necesario verlo sin comprenderlo; ser despreciado y hasta ser matado. La hermosura de su gloria estaba en su divinidad, pero está oculta bajo su ser corporal. Porque si lo hubieran conocido, jamás habrían crucificado al Señor de la gloria». Hay muchos que me dicen que si ellos hubieran conocido a Jesús caminando por Galilea, hubieran dejado todo por seguirle hasta la muerte. Sin embargo muchos judíos habían en tiempo de Jesús, muchos le conocían y otros le odiaban y otros casi no le hicieron ni caso, no reconociendo en Él al Verbo encarnado. ¿Por qué iba a ser contigo distinto?
          Jesús, el Hijo de Dios, caminó entre nosotros, tuvo hambre y sed, y cuando estuvo cansado, se sentó; cuando estaba rendido en su cuerpo, se durmió. Jesucristo es Dios y hombre verdadero. Jesús, en la debilidad de su carne gritó «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?», no fue un grito de desesperación, sino que grita desde la certeza de la fe de que Dios Padre está con Él.
Cristo no profería amenazas ni insultos. Cristo sabe distinguir entre las personas y lo que las personas opinan, sienten o su ideología. No lo mezcla, lo distingue porque la dignidad de la persona queda siempre intacta. Nosotros enseguida clasificamos a los demás por lo que piensan, por sus tendencias políticas o ideológicas condicionando todo a ello. ¡Cuántas veces he oído desear el mal a una persona por ser de otro partido político o por pensar de modo diferente!
Nuestra guerra no la tenemos que afrontar contra mi hermano, sino que la tenemos dentro de nosotros mismos, porque es mi pecado personal el que se manifiesta en el exterior. ¿Por qué actuó como actuó Caín al matar a Abel? ¿Por qué David quería acabar con Saúl? (1 Sam 24)? ¿Por qué Esaú quería matar a su hermano Jacob? ( Gn 27, 41). Era el pecado que anida en el corazón del hombre el que irradia rayos de maldad.
Jesús en la cruz sabía que su único enemigo es Satanás, el mismo Satanás que expulsó de muchos poseídos con sus palabras, miradas y con sus manos. Satanás está usando del pecado de esos corazones para proferir un gran ataque contra Jesús. Ante el ataque feroz de Satanás contra Jesús en la Cruz tentándole de que bajase de la Cruz y que así no sufriera, ante este cruel ataque del Maligno, Cristo hace uso del arma más potente contra Satanás, proclama un versículo de la Palabra de Dios. El Demonio no soporta la Palabra de Dios, le quema por dentro. Es como si fuera para él una lluvia radiactiva que le abrasa. Jesús tiene los pies y las manos clavadas en el madero de la cruz. Casi no puede respirar a causa de tan gran tortura. Le cuesta ver porque tiene la frente ensangrentada y los párpados hinchados por los puñetazos y latigazos. Lo único que le queda al Verbo Encarnado es la Palabra de Dios para defenderse de Satanás.
¡Señor pequé!, ¡Ten piedad y misericordia de mí!


Quinta Palabra:
«Tengo sed» (Jn 19, 28)
         
          San Roberto Berlarmino en su escrito «Sobre las siete palabras pronunciadas por Cristo en la Cruz» [«De septem Verbis a Christo in cruce prolatis.»] nos dice que «Nuestro Señor sufrió desde el comienzo de la crucifixión una sed de lo más dolorosa, y esta sed siguió creciendo, de tal forma que se convirtió en uno de los dolores más intensos que tuvo que soportar en la Cruz, pues el derramamiento de una gran cantidad de sangre seca a la persona, produciendo una violenta sed». Además nos sigue diciendo San Roberto Berlarmino que los soldados sujetaron una esponja a una rama de hisopo empapada en vinagre y se la acercaron a la boca. El vinagre, una bebida que tiende a hacer que las heridas duelan y que se lo daban a los crucificados para hacer que murieran más rápidamente. Por eso San Cirilo dice con razón, «en vez de algo refrescante y aliviante, le ofrecieron algo que era doloroso y amargo».
          Jesucristo al exclamar en la cruz «tengo sed» manifiesta que Él acepta libremente los dolores de su muerte y lo hace porque te ama personalmente e incondicionalmente, aunque nosotros seamos más traidores que el mismo Judas.
          Nosotros enseguida murmuramos cuando nuestra vida es frágil y sin seguridades; cuando nuestro esposo o esposa no nos corresponde como uno desearía, cuando nuestros hijos no nos obedecen, cuando me siento estresado en el trabajo, cuando no me llega el dinero a fin de mes, cuando la enfermedad hace acto de presencia en la familia… Nosotros ante la fragilidad y la inseguridad, murmuramos contra Dios y contra todos los que tenemos alrededor.  Incluso Abrahán, por el hambre y no aceptar la precariedad hace pasar a su esposa como hermana para ser tratado bien por los egipcios (Gn 12, 10-20). O el mismo Esaú que vendió su primogenitura a su hermano Jacob por el hecho de un placer inmediato de comer un plato de lentejas (Gn 25, 29-34). Algunos dicen que lo primero es llenar el estómago, primero asegúrate las cosas y luego va Dios. Pero una vez que estás satisfecho ni te tomas la molestia de preguntar por Dios. Satanás te dice que busques la gratificación en la droga, en el alcohol, en el juego, en las mujeres…ya que no puedes soportar la precariedad en tu vida. Satanás te engaña porque te quiere apresar. En cambio Cristo, aun estando clavado en la cruz, acepta las incomodidades y sufrimientos por amor y porque quiere que tú y yo podamos atravesar por esa puerta que hasta ese momento ha estado cerrada. Una puerta con la que se accede a la Vida Eterna.
¡Señor pequé!, ¡Ten piedad y misericordia de mí!

Sexta Palabra:
«Todo está consumado» (Jn 19,30)
         
          Esa frase pronunciada por Jesucristo en la cruz es un grito de victoria. El Demonio ha gastado toda la monición contra Jesús para intentar doblegarle. El Demonio se ha esforzado al máximo para que Jesús desobedeciera al Padre. El Demonio ha envenenado las mentes y corazones de muchos para provocarle e irritarle. El Demonio estaba desesperado porque quería que Jesús no muriese en la cruz, no quería que muriese en la cruz porque hasta ese momento el pecado cometido no podía ser perdonado y al no poder ser perdonado todos estábamos condenados a morir eternamente siendo privados de la luz de la Gloria Eterna. pero el Demonio ha sido totalmente derrotado. A partir de ahora aquellos que vivan como Hijos de la Luz son convocados ante la Asamblea Celestial. Por eso esta frase de los labios de Cristo «todo está cumplido» es un grito de victoria. «Habéis sanado a costa de sus heridas, pues erais como ovejas descarriadas, pero ahora habéis vuelto al que es vuestro pastor y guardián» (1 Pe 2, 24b-25).
¡Señor pequé!, ¡Ten piedad y misericordia de mí!

Séptima Palabra:
«Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23, 46)
         
          Estas últimas palabras de Jesucristo tomadas del salmo 31 (versículo 6) son una expresión de confianza en Dios, que es quien tiene la palabra decisiva. El alma de Dios que estaba en el cuerpo como en un tabernáculo estaba a punto de lanzarse a las manos del Padre como en un lugar de confianza, hasta que debiera regresar al cuerpo, de acuerdo a las palabras del libro de la Sabiduría «las almas de los justos están en las manos de Dios, y ningún tormento los alcanzará» (Sab 3, 1), tal y como nos ilustra San Berlarmino. Ese aliento, esa vida, se la confía a Dios Padre para que en breve, en el tercer día, pueda nuevamente restituirla en su cuerpo ya resucitado, ya que nada de lo que Dios guarda llega a perecer; ya que en Dios todas las cosas están vivas; ya que con una única palabra llama a la existencia lo que no existía y da la vida a aquellos que no la tenían.
¡Señor pequé!, ¡Ten piedad y misericordia de mí!
          Padre Nuestro, Ave María y Gloria

          Jesús, enciende en esta noche oscura mi amor hacia ti y que te acompañe con todo mi amor, en comunión con tu Madre. Madre, Madre mía, desde tu corazón quiero acompañar a Jesús.

Viernes Santo, 19 de abril de 2019
Roberto García Villumbrales



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