domingo, 17 de marzo de 2019

Homilía del Domingo Segundo de Cuaresma, Ciclo C


HOMILÍA DEL DOMINGO SEGUNDO DE CUARESMA,
Ciclo C, 17 de marzo de 2019

A los niños pequeños se les suele hacer esta pregunta: A ti ¿qué te gustaría ser de mayor? A lo que unos responden desde futbolista, médico, enfermero o astronauta. Y nosotros que no somos ya tan pequeños ¿qué nos gustaría ser? A mí me gustaría que todos nosotros llegásemos a ser santos, a ser ciudadanos del Cielo. De hecho el Concilio Vaticano II en la Constitución Apostólica sobre la Iglesia Lumen Gentium nos hace esa invitación a ser santos.
En la primera de las lecturas [Gn 15,5-18] se nos presenta a Abrahán al que se le da a contar las estrellas del cielo para significar que todos los que se fíen de Dios serán su pueblo, su familia. Pero cuando el pecado entra en escena hace que esa intensidad en el fiarse de Dios se vea disminuida y tenga una repercusión directa a la hora de amar a los hermanos, y no digamos nada a la hora de perdonar y de rezar por los enemigos. Cuando uno no se fía de Dios como debería se asemeja a esos parientes con los que ni les llamas ni te llaman por teléfono, ni les encuentras por la calle, con los que coincides en ocasiones contadas pero con los que no brota la confianza. Puedes tener a una persona a tu lado celebrando la Eucaristía, cantar a pleno pulmón, dar palmas, comulgar con mucho fervor pero ser indiferente a ese hermano. Esa persona también puedes ser tú. A menos fiarse de Dios más dosis de indiferencia ante el hermano. Por lo tanto el hermano es la medida que te indica cómo te estás fiando de Dios.
Cuando uno no se fía de Dios, reniega de su historia y critica al hermano por las espaldas, y como cree que el afectado no lo sabe, ante él se actúa como si nada hubiera sucedido. Sin embargo ese pecado exige reparación, porque el pecado sigue existiendo aunque sea oculto o en círculos muy cerrados. Y si existe pecado también se ha generado el daño, la herida. ¿Acaso Caín cayó en la cuenta que reservándose para sí lo mejor de la cosecha (Gn 4, 3-7) y ocultándoselo a Dios fuera a pasarle algo? ¿Caín en ese pecado oculto de la codicia veía posibles repercusiones? Fue el mismo Dios quien le dijo a Caín: «¿Por qué te enfureces y andas abatido? ¿No estarías animado si obraras bien?» (Gn 4, 6-7).
San Pablo cuando escribe a la Comunidad de Filipo [SEGUNDA LECTURA Filipenses 3,17-4,1] les dice que vuelvan sus corazones hacia el Padre Eterno, para que buscando siempre lo único necesario y realizando obras de caridad se dediquen a servir a Dios. Les exhorta a que empiecen a estimar las cosas del Cielo y a ir calmando la tendencia de las cosas de la tierra (los afectos, el apego a las cosas materiales, la seguridad en un puesto de trabajo, en una nómina o pensión…). En el fondo les está recordando lo que rezamos hoy en el prefacio eucarístico: «Que, después de anunciar su muerte a los discípulos, les mostró en el monte santo el resplandor de su luz, para testimoniar, de acuerdo con la ley y los profetas, que, por la pasión, se llega a la gloria de la resurrección». Pide a esa Comunidad que permanezcan en el amor y en la cercanía de Jesucristo y que cumplan plenamente los mandamientos. Permanecer en el amor no es no hacer nada, es luchar por restaurar la comunión cuando se ha roto y pedir perdón aunque el otro no sepa que ha sido ofendido. Permanecer en el amor es declarar la guerra abierta a todos los pecados de omisión.
Y como Dios conoce de nuestros desalientos y de los muchos desánimos y caídas que tenemos en nuestra vida cristiana nos quiere dar una palabra de ánimo mostrándonos que el Cielo sí existe y que allí ya hay gente [EVANGELIO Lc 9, 28b-36]. Hoy se nos han presentado Moisés y Elías conversando con Jesús. Pero antes de llegar al Cielo hay que peregrinar por esta tierra y no lo hacemos solos, sino con la Comunidad, en la Iglesia. Y como en toda marcha hay personas que en cabeza, otras que están en el pelotón y otras más rezagadas. Sin embargo, muchas veces no todos los que llevan más tiempo en la Iglesia están a la cabeza del grupo, aquí la antigüedad no nos vale. El Señor nos puede permitir que pasemos por una determinada prueba –de salud, de trabajo, de familia,…- y terminemos comportándonos como meros principiantes en la fe. Y no digamos nada cuando uno cree que ha superado determinadas etapas, ya sea de renuncia, de morir a sí mismo, de rezar, de perdonar… y tiene que ser muy humilde para reconocer que otro hermano más joven le ha podido dar una lección con su vida.
El problema puede recaer en que uno tenga tan bajo el nivel de exigencia en el amor que haciendo daño al hermano, uno ni siquiera se llegue a enterar.
Recordemos cómo Jesucristo, antes de subir al monte para la transfiguración, estaba contando a sus discípulos que iba a morir de un modo muy cruel. Y Pedro y los demás discípulos, aun estando con Jesús, en ese momento no se enteraban de nada. En cambio la hemorroisa, Zaqueo, el ciego Bartimeo… y otros muchos sí se estaban enterando.
Ojala que contemplando el rostro de Cristo recordemos a lo que estamos llamados y seamos capaces de amar y perdonar con generosidad ya que ansiamos recibir el abrazo del Padre Celestial.




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