Homilía del viernes santo
«Dice el Evangelio que en Jerusalén había una
piscina milagrosa y que el primero que se metía en ella cuando se removían las
aguas quedaba limpio [Jn 5, 1-9]. Nosotros tenemos que meternos en esa piscina,
o mejor dicho, en ese océano que es la pasión de Cristo. Pues es es el
sufrimiento del hombre-Dios: un océano inmenso, sin orillas y sin fondo». Estas palabras no son mías, son del Padre
franciscano capuchino Rainero Cantalamesa.
Todos
nuestros pecados estaban sobre Jesucristo y Él los llevaba misteriosamente
encima. Nos dice San Pedro en su primera carta: «Él cargó con nuestros pecados, llevándolos
en su cuerpo hasta el madero, para que, muertos al pecado, vivamos por la
salvación» (1Pe 2, 24).
En
nuestra cultura en la que parece que ya no existe el pecado y se está perdiendo
el sentido del pecado cuesta entender que Cristo haya muerto en la cruz por
uno. Pero el hecho de no valorarlo no significa que no tenga una importancia
muy seria. Sólo es que no nos damos cuenta de la seriedad de este asunto y que
nuestro proceder es muy negligente. Sin embargo Jesucristo tiene paciencia con
nosotros.
Él
desea que recibiéramos por la fe el espíritu prometido. Los Padres de la
Iglesia han aplicado a Cristo crucificado la figura bíblica de las aguas
amargas de Mará, que se convirtieron en aguas dulces al contacto con la planta
que echó Moisés en ellas (Ex 15, 22-27). En el madero de la cruz, Jesús bebió
las aguas amargas del pecado y las convirtió en el “agua dulce” de su Espíritu,
de lo cual es símbolo el agua que salió de su costado. Trasformó aquel ‘no’ de
los hombres en un ‘sí’ para poder estar con Dios en la Gloria y allí ser uno
con Él.
Viernes Santo,
19 de abril de 2019
Roberto García
Villumbrales
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