Homilía del Domingo de Resurrección
La
resurrección de Jesús es el hecho histórico en el que Dios confiere la Vida a quien ha vivido la propia vida gastándola
por los demás. Es la ratificación de la vida como amor y entrega y la
condenación de la vida como poder, dominación, placer o aturdimiento,
expresiones del pecado. De todos modos ya el Señor nos lo avisó, y te acordarás,
cuando nos dijo: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo,
tome su cruz y sígame. 25 Porque quien quiera salvar su
vida, la perderá; pero quien pierda su
vida por mí, la encontrará»
(Mt 16, 24-25). La pregunta básica que uno se hace es, ¿cómo estoy yo gastando
mi vida por Cristo?
Dios
no abandona al justo más de tres días. Recordemos al profeta Oseas cuando nos
dice: «En dos días nos devolverá la vida, al tercero nos
levantará y viviremos en su presencia»
(Os 6,2). O cuando Jonás estuvo en el vientre del pez: «El
Señor hizo que un gran pez se tragase a Jonás, y Jonás estuvo en el vientre del
pez tres días y tres noches» (Jon 2,1). En Jesucristo,
resucitado al tercer día aparece cumplida la esperanza de salvación de los
profetas. De una situación totalmente desesperada y sin salida posible que es
la muerte se afirma la fidelidad de Dios
y el poder de Dios devolviendo la vida a su Hijo y aquellos a quienes
sigan a su Hijo.
La
esperanza de Daniel y de los Macabeos se ha cumplido. El profeta Daniel, cuya
etimología significa Dios juzga, en aquellos tiempos de angustia cuando estaban
bajo la dominación seleúcida de Antíoco III y Antíoco IV y más concretamente a
la persecución desencadenada por éste último, dice estas palabras: «En aquel tiempo surgirá Miguel,
el gran príncipe, protector de tu pueblo. Será un tiempo de angustia como no
hubo otro desde que existen las naciones. Cuando llegue ese momento, todos los hijos de tu pueblo que estén
escritos en el libro se salvarán. Y muchos de los que duermen en el
polvo de la tierra se despertarán, unos para la vida eterna, otros para la vergüenza,
para el castigo eterno» (Dn 12, 1-2). Y la esperanza de los Macabeos se cumple
cuando aquella madre, mujer admirable y digna de gloriosa memoria, al ver morir
a sus siete hijos en un día, lo soportó con valor, gracias a su esperanza en el
Señor (2 Mac 7,9-39). Con la resurrección de Jesucristo, vivida en una comunidad
de hermanos que se aman hasta la muerte, ha comenzado el final de los tiempos.
Ha comenzado la Nueva Creación.
La fe de Abraham
halla su cumplimiento pleno; la liberación de Egipto, a través del paso del Mar
Rojo, se queda en pálida figura del paso de la muerte a la vida de Cristo
resucitado y de sus discípulos renacidos en las aguas del bautismo. El nuevo
corazón, con un espíritu nuevo, que anhelaron los profetas, se difunde como herencia
de Cristo muerto y resucitado entre sus discípulos, que comen su cuerpo y beben
su sangre, sellando con Él la nueva y eterna alianza.
El
apóstol, y todo discípulo de Cristo, vive
en su vida el misterio pascual, manifestando
en la muerte de los acontecimientos de su historia la fuerza de la resurrección.
Vive con los ojos en el cielo, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios,
buscando las cosas de allá arriba y no las de la tierra (Col 3,1-2).
Domingo de
Resurrección, 21 de abril de 2019
Roberto García
Villumbrales
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