Únicamente los enamorados
de Cristo pueden entender las cosas de Cristo y ser ambientadores del aroma de
Cristo. Cristo no desea que seamos sus funcionarios ni sus asalariados, nos
quiere suyos, porque somos un pueblo santo, una nación sagrada, un pueblo de su
propiedad. Un pueblo que no ha sido comprado al por mayor, como cuando uno
compra a granel los garbanzos y o las alubias para el cocido. No hemos sido
comprados a granel, sino uno a uno, con su historia particular de pecado y de
miseria.
Hermanas, cuando uno
compra un piso, no solo compra el piso, sino que también –si uno no anda
despierto- también adquiere las cargas, las deudas y todas las trampas
económicas que el anterior dueño ha tenido. De tal modo que sus deudas pasan a ser
tuyas propias. Pues Jesucristo nos ha comprado uno a uno a precio de su sangre,
y ha adquirido para Él nuestros propios pecados y miserias. Unos pecados y
miserias que nos conducían a la más absoluta de las catástrofes, a toda
velocidad y derechitos al infierno. Como cuando uno se lanza al acantilado sin
esperanza de salir de allí con vida, pues igual. Mas el Señor, por su infinita
misericordia nos ha socorrido y lo ha hecho sin que nosotros nos lo
mereciéramos.
Hay algunas personas,
incluso algún cura muy atontado, que dice que eso del infierno no existe y que
es semejando al ‘hombre del saco’ o al famoso ‘que viene el coco y te comerá’. Dicen
que es un invento de los curas carcas, sacados de aquellos libros que nos
hablan de la Inquisición ,
que atemorizaban al personal para así someterlos a su voluntad. Malos pastores
que deforman la conciencia de sus feligreses condenándolos al privarlos de la
luz. A lo que la propia Palabra de Dios les sale a responder. Cuentan que los
apóstoles en una de las tantas ocasiones que les habrá pasado, venían
cabizbajos, tristones y preocupados porque un demonio se les había resistido.
Un niño poseído y que sufría mucho...no fueron capaces los discípulos de
ayudarle. A lo que la madre de ese niño se acerca a Jesucristo pidiéndole
auxilio y Cristo increpa al demonio y le expulsó (cfr. Mt 17, 14-20). A lo que
Cristo les dice a sus discípulos que no pudieron echarle «por su falta de fe». Si uno no tiene fe se dejará orientar en la
vida por todo aquello que le pueda apetecer, siendo pasto del mismo Satanás. Hay
mucho cenutrio suelto que actuando como actúan y pensando como piensan terminan
mareando hasta al mas espabilado.
No
hemos sido comprados a granel, como las alubias, lentejas, garbanzos o cebada.
Hemos sido rescatados uno a uno y comprados,
precio de la sangre del Cordero de Dios, uno a uno. Cuando la
civilización aun estaba sin civilizar llegándose a cometer el terrible
atropello de la compra y venta de seres humanos, se ponían a los esclavos y
esclavas sobre una plataforma un poco elevada, con una especie de pizarra colgando
sobre sus cuellos, muy cerca de sus corazones, donde estaba anotado el dinero
que costaba. Pagaban al comerciante de esclavos el correspondiente importe y
pasaba a ser propiedad del nuevo amo e iban ‘de mal en peor’. Nosotros los
cristianos llevamos una cruz colgada del cuello, muy cerquita del corazón, para
recordarnos que hemos sido adquiridos a precio de la sangre del Cordero de Dios
para ser sus hijos, para ser libres, dejando de ser esclavos del pecado. Y como
la sangre del Hijo de Dios tiene un valor infinito, así es el valor que tiene
nuestra propia dignidad. Ante esto sólo cabe una respuesta sensata: una vida
dócil al Espíritu Santo en señal de agradecimiento profundo por el don
recibido.
A
lo largo de la historia ha habido cristianos y cristianas que han respondido a
este don recibido con una vida santa que al mismo Dios le ha agradado. Una de
ellas es la vida de Santa Teresa de Jesús. Su fe fue tan alta y su confianza en
el amor de los Amores tan elevada que fue premiada con una gracia mística: la
transverberación. Dios escoge a los hijos e hijas que Él desea como señal de un
amor excepcional que hacia Él le profesan. Una flecha divina marcó el corazón
de Santa Teresa de Jesús. Cuenta la santa mística que cierta vez vio a su
izquierda un ángel en forma humana. Era de baja estatura y muy hermoso, su
rostro lucía encendido y dedujo que debía ser un querubín, uno de los ángeles
de más alto grado. “Veíale en las manos un dardo de oro largo, y al fin del
hierro me parecía tener un poco de fuego. Este me parecía meter por el corazón
algunas veces y que me llegaba a las entrañas. Al sacarle, me parecía las
llevaba consigo, y me dejaba toda abrasada en amor grande de Dios”, describió
Santa Teresa de Jesús.
Y
nuestra santa, buscando corresponder a este regalo divino hizo el voto de hacer
siempre lo que le pareciese más perfecto y agradable a Dios. Dice Dios en el
libro del Deuteronomio: «Graba en tu corazón estas palabras que hoy te he
dicho. Incúlcalas a tus hijos y hablarás de ellas estando en casa y yendo de
camino, acostado y levantado; las atarás a tu muñeca como un signo; las
escribirás en las jambas de tu casa y en tus portales» (Dt. 6, 6-9). Nosotros,
los cristianos, llevamos el crucifijo colgado en el cuello al lado del corazón,
pero hay veces que el Señor tiene un deseo que hace realidad, enviar a un ángel
para abrasar en amor a aquella que por amor vive y muere, a Santa Teresa de
Jesús.
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