DOMINGO XIX DEL TIEMPO ORDINARIO, ciclo
a
La Palabra de Dios hoy nos habla de
esperanza. Nos pone ante nuestros ojos la fragilidad de nuestra vida. Creemos
que podemos escalar el monte Everest pero resulta que llegamos con la lengua
fuera en la primera cuesta que nos encontramos en el camino. Fantaseamos mucho
con las cosas que podemos hacer y de lo que nos vemos capaces de realizar, pero
cualquier dificultad nos hace tambalear.
A San Pablo, nuestro querido
apóstol, nos lo encontramos hoy entristecido. Se encuentra apenado porque se da
cuenta de cómo su propio pueblo judío no ha creído en Jesús como el Cristo, el
hijo de Dios vivo. Y está apenado porque él mismo, descubriéndose frágil y
poquita cosa ha descubierto cómo Cristo Resucitado al asistirle con su gracia,
todo va saliendo adelante y cómo su amargura se volvió en paz. Ha podido
experimentar cómo en todos aquellos que se han convertido a Cristo han ido renaciendo
del agua y del Espíritu de Dios, abriéndoseles un horizonte esperanzador. Que
con gente que antes te encontrabas por la calle y te miraba con indiferencia,
ahora se preocupa por ti, te invita a entrar en su casa, te comparte su
historia, compartes con ellos la fe, todo lo que son y tienen creándose un lazo
más fuerte que el vínculo de la sangre porque Cristo ha entrado en la vida de
esa persona. Ellos han descubierto que han sido salvados gratuitamente en
Cristo y han entrado en una dinámica de agradecimiento al Padre, no exentas de
caídas y dificultades. Que antes uno se dejaba llevar por los dictados de los
propios apetitos, ahora uno lucha para ser fiel a Aquel que te proporciona esa
paz en el alma. Y San Pablo está apenado porque este magnífico don es rechazado
por los suyos.
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