DOMINGO TERCERO DE CUARESMA, ciclo a
Estamos ahora aquí porque alguien
nos ha convocado. Porque alguien quiere encontrarse con cada uno para hablarle
al corazón. Ese alguien que es Cristo, conoce dónde reside tu sufrimiento. Te
habla al corazón y se adentra en la misma entraña de tu herida para sanarla.
Todos los días nos toca hacer las
mismas tareas y trabajos, con sus horarios y rutinas. Desde que uno se levanta
hasta que se acuesta siempre liado y atareado. Desde fuera uno puede pensar que
las personas nos encontramos bien porque acudimos a nuestros trabajos
profesionales y vamos desempeñando las diversas tareas encomendadas durante la
jornada: en la escuela, en la oficina, en las tareas domésticas, con los niños
y el esposo o esposa, en la parroquia, etc. Pero hay algo en nuestro interior y
en nuestra historia personal que nos hace perder la alegría y aparecer el
desaliento.
Al igual que el pueblo de Israel
atravesó aquel desierto, atravesó aquel lugar de la prueba, cada uno de los
presentes también lo estamos atravesando. Una prueba que nos hace perder la
alegría y aparecer el desaliento. Y empezamos a protestar porque la vida tiene
en sí un peso insoportable y nos desazonamos porque no conseguimos aquello que
deseamos, ya sea porque no tenemos un amor correspondido debidamente, porque
nos encontramos solos ante las situaciones dolorosas y que nos agotan, porque
la nostalgia y la depresión asoman amenazando, o porque nos sentimos
incomprendidos y fracasados.
Nos pasa lo mismo que al pueblo
judío en Masá y en Meribá, donde el pueblo empezó a tentar al Señor y a tener
disputas y altercados. Allí tenían mucha sed y empezaron a añorar aquellas
cebollas de la esclavitud de Egipto. Podemos pensar, si yo no hubiera estado en la iglesia no hubiera tomado determinadas
decisiones que me han condicionado tanto; podría haber tenido aquel trabajo
tan deseado, hubiera mantenido aquellas amistades con aquellas juergas que eran
auténticos desmadres, seguramente estaría con aquel hombre o con aquella mujer
que tanto me atraía moviéndome por las sendas de la lujuria y del pecado al
margen de Dios; si yo me hubiera quedado en la esclavitud de Egipto, bajo el
dominio del Faraón, ahora mismo estaría
sin sed y sin atravesar este desierto tan angustioso. Porque ¿para qué me
sirve la libertad, haber salido de Egipto, si estoy ahora solo, sin un trabajo
bien remunerado, sin un amor que me quiera, con esta enfermedad que me asedia, con
esta depresiones que me hunden o esta angustia que no sofoco? ¿para qué me
sirve ahora la libertad? Parece que no compensa la libertad y preferimos lo que
teníamos seguro en aquella tierra del Faraón. Cristo conoce dónde reside tu
sufrimiento.
Aquella
mujer de Samaría era una fracasada. Se encontraba tan hundida, ella estaba
sufriendo profundamente en su interior. Esta mujer ni siquiera acudía con el
resto de las mujeres a sacar el agua del pozo, sino que lo evitaba acudiendo a
una hora en la que iba a tener la certeza de no encontrarse con nadie, con todo
el calorazo. Su alma estaba reseca y angustiada. No encontraba una salida a su
situación. Se encontraba abocada a vivir una vida sin fundamento, vacía, con hastío.
¿Cómo es posible encontrar agua en medio del desierto siendo aplastado con el
sol inmisericorde? A lo que el Señor, en medio de aquella situación tan tensa y
angustiosa, dijo a Moisés: «Preséntate al
pueblo llevando contigo algunos de los anciano de Israel; lleva también en tu
mano el cayado con que golpeaste el río, y vete, que allí estaré yo ante ti,
sobre la peña, en Horeb; golpearás la peña, y saldrá de ella agua para que beba
el pueblo.» Y Moisés lo hizo y brotó el agua. En las dificultades y adversidades no estamos
solos, Dios nos acompaña, aunque no podemos exigirle que se manifieste
como nosotros quisiéramos.
Esa agua que manó de aquella roca
nos remite al agua que brotó del costado de Cristo al ser atravesado por la
lanza del soldado en la cruz. La tentación de regresar al Egipto seductor es
muy fuerte. Y es precisamente en el desierto de tu vida donde el Señor sale a
tu encuentro para reparar así tus fuerzas y puedas así retomar el camino de la
libertad, sin mirar atrás, siempre con la mirada hacia delante.
Lecturas:
Lectura
del libro del Éxodo 17,3-7:
Sal
94,1-2.6-7.8-9 R/. Ojalá escuchéis hoy la voz del Señor: «No endurezcáis
vuestro corazón.»
Lectura
de la carta del apóstol san Pablo a los Romanos 5,1-2.5-8
Lectura
del santo evangelio según san Juan 4,5-42
19
de marzo de 2017
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