sábado, 18 de marzo de 2017

Homilía del Tercer Domingo de Cuaresma, ciclo a

DOMINGO TERCERO DE CUARESMA, ciclo a
            Estamos ahora aquí porque alguien nos ha convocado. Porque alguien quiere encontrarse con cada uno para hablarle al corazón. Ese alguien que es Cristo, conoce dónde reside tu sufrimiento. Te habla al corazón y se adentra en la misma entraña de tu herida para sanarla.
            Todos los días nos toca hacer las mismas tareas y trabajos, con sus horarios y rutinas. Desde que uno se levanta hasta que se acuesta siempre liado y atareado. Desde fuera uno puede pensar que las personas nos encontramos bien porque acudimos a nuestros trabajos profesionales y vamos desempeñando las diversas tareas encomendadas durante la jornada: en la escuela, en la oficina, en las tareas domésticas, con los niños y el esposo o esposa, en la parroquia, etc. Pero hay algo en nuestro interior y en nuestra historia personal que nos hace perder la alegría y aparecer el desaliento.
            Al igual que el pueblo de Israel atravesó aquel desierto, atravesó aquel lugar de la prueba, cada uno de los presentes también lo estamos atravesando. Una prueba que nos hace perder la alegría y aparecer el desaliento. Y empezamos a protestar porque la vida tiene en sí un peso insoportable y nos desazonamos porque no conseguimos aquello que deseamos, ya sea porque no tenemos un amor correspondido debidamente, porque nos encontramos solos ante las situaciones dolorosas y que nos agotan, porque la nostalgia y la depresión asoman amenazando, o porque nos sentimos incomprendidos y fracasados.
            Nos pasa lo mismo que al pueblo judío en Masá y en Meribá, donde el pueblo empezó a tentar al Señor y a tener disputas y altercados. Allí tenían mucha sed y empezaron a añorar aquellas cebollas de la esclavitud de Egipto. Podemos pensar, si yo no hubiera estado en la iglesia no hubiera tomado determinadas decisiones que me han condicionado tanto; podría haber tenido aquel trabajo tan deseado, hubiera mantenido aquellas amistades con aquellas juergas que eran auténticos desmadres, seguramente estaría con aquel hombre o con aquella mujer que tanto me atraía moviéndome por las sendas de la lujuria y del pecado al margen de Dios; si yo me hubiera quedado en la esclavitud de Egipto, bajo el dominio del Faraón, ahora mismo estaría sin sed y sin atravesar este desierto tan angustioso. Porque ¿para qué me sirve la libertad, haber salido de Egipto, si estoy ahora solo, sin un trabajo bien remunerado, sin un amor que me quiera, con esta enfermedad que me asedia, con esta depresiones que me hunden o esta angustia que no sofoco? ¿para qué me sirve ahora la libertad? Parece que no compensa la libertad y preferimos lo que teníamos seguro en aquella tierra del Faraón. Cristo conoce dónde reside tu sufrimiento.
            Aquella mujer de Samaría era una fracasada. Se encontraba tan hundida, ella estaba sufriendo profundamente en su interior. Esta mujer ni siquiera acudía con el resto de las mujeres a sacar el agua del pozo, sino que lo evitaba acudiendo a una hora en la que iba a tener la certeza de no encontrarse con nadie, con todo el calorazo. Su alma estaba reseca y angustiada. No encontraba una salida a su situación. Se encontraba abocada a vivir una vida sin fundamento, vacía, con hastío. ¿Cómo es posible encontrar agua en medio del desierto siendo aplastado con el sol inmisericorde? A lo que el Señor, en medio de aquella situación tan tensa y angustiosa, dijo a Moisés: «Preséntate al pueblo llevando contigo algunos de los anciano de Israel; lleva también en tu mano el cayado con que golpeaste el río, y vete, que allí estaré yo ante ti, sobre la peña, en Horeb; golpearás la peña, y saldrá de ella agua para que beba el pueblo.» Y Moisés lo hizo y brotó el agua.  En las dificultades y adversidades no estamos solos, Dios nos acompaña, aunque no podemos exigirle que se manifieste como nosotros quisiéramos.
            Esa agua que manó de aquella roca nos remite al agua que brotó del costado de Cristo al ser atravesado por la lanza del soldado en la cruz. La tentación de regresar al Egipto seductor es muy fuerte. Y es precisamente en el desierto de tu vida donde el Señor sale a tu encuentro para reparar así tus fuerzas y puedas así retomar el camino de la libertad, sin mirar atrás, siempre con la mirada hacia delante.




Lecturas:
Lectura del libro del Éxodo 17,3-7:
Sal 94,1-2.6-7.8-9 R/. Ojalá escuchéis hoy la voz del Señor: «No endurezcáis vuestro corazón.»
Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Romanos 5,1-2.5-8
Lectura del santo evangelio según san Juan 4,5-42
19 de marzo de 2017

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