HOMILÍA DEL DOMINGO II DE CUARESMA, Ciclo A
Avanzamos movidos
por una promesa. Una promesa cuya realización no es inmediata ni exenta de
dificultades. De tal modo que uno puede llegar a pensar que mencionada promesa
sólo son palabras, sólo se queda en humo. Corriendo el riesgo de pensar que esa
promesa –de ese tronco que es la promesa, puede tener como una especie de ramas
que den respuesta a algunos anhelos que residan en el corazón.
A
esto se suma que las personas nos movemos en las cosas inmediatas: prestamos
dinero y deseamos que nos lo devuelvan cuanto antes posible, nos hacen un
análisis de sangre y queremos tener los resultados casi al instante, pedimos
algo y deseamos tenerlo muy pronto. Somos muy impacientes. Resulta que el Señor
le dice a Abrán: «Haré de tí una gran nación, te bendeciré, haré famoso tu nombre y serás
una bendición». Nos dice que Abrán creyó en la promesa y esto lo selló
dejando su tierra y su parentela. El tiempo pasaba y los años iban pesando
tanto en Abrán como en Saray. Parece que esa promesa no es a medio ni a corto
plazo, sino más bien que mencionada promesa se realizará a largo plazo. Y la
impaciencia se hace presente. Los silencios de Dios pueden llegar a ser muy
largos. Y en medio de estos silencios de Dios, Jesucristo nos invita a la
oración; nos dice que insistamos, que seamos tan pesados, tan pelmas como
aquella persona que va a la casa de su amigo, de noche y a horas muy
intempestivas, para pedirle comida por una visita inesperada.
Me viene a la mente aquel pasaje bíblico,
donde el profeta Elías se lo pasó a lo grande riéndose de los profetas de Baal (1 Reyes 18, 27) en el monte
Carmelo, para demostrar al pueblo que Yahvé es el único Dios. Mientras los 450
profetas de Baal estaban desgañitándose, allí danzando torno al altar,
haciéndose incisiones con cuchillos y lancetas, chorreando sangre desde la
mañana hasta el mediodía. Y Elías, él allí solo, pasándolo en grande –sólo le
faltaba las pipas y unas palomitas-. Elías les estaría diciendo cosas como:
¿habéis cambiado las pilas a los audífonos de Baal?. Cuando los profetas de Baal terminaron por
agotamiento, es entonces cuando Elías restauró el altar de Yahvé que estaba
demolido, tomó las doce piedras, dispuso todo para el holocausto, clamó a Yahvé
y Dios le respondió rápidamente y con
gran potencia. Pero en el fondo, Elías sabía que, al estar en clarísima
desventaja por el número (ellos 450 y él uno) y que no contaba con el respaldo
ni el apoyo de la gente, porque ellos ante su pregunta “si es Yahvé es el Dios,
seguidlo; si Baal lo es, seguid a Baal”, ellos guardaban silencio. Elías solo
ante el peligro. Y Dios le dio toda la razón al realizar tan grande prodigio.
Pablo,
que tiene mucha experiencia de los sufrimientos que conlleva anunciar a Cristo,
alienta a Timoteo. Pablo sabe que vivir en el espíritu de Cristo supone rechazo
por parte de las tendencias demoníacas reinantes en el mundo.
Por eso Pablo
recuerda a Timoteo la promesa de que Cristo también va a destruir su muerte y
hará brillar la vida por medio del Evangelio. Timoteo, en esos momentos tendría
dificultades de disciplina en su comunidad, muchos quebraderos de cabeza,
hermanos que se habían complicado en los negocios mundanos poniendo a las
comunidades en situaciones delicadas. Se estaría encontrando con una serie de
vicios y de deberes complejos. Y Pablo le alentaba con sus recomendaciones
pastorales, con sus testimonios existenciales, con su cercanía y con el poder
de la oración. Timoteo conoce la promesa, pero en esos momentos, no dispone de
la realización de mencionada promesa. Le toca dar testimonio de nuestro Señor
Jesucristo en medio de la dificultad y del cansancio reinante. Y como hizo
Abrán, Timoteo también responde al Señor como tiene que responder un hombre de
fe.
Estoy seguro que
tanto a Timoteo, como a Pablo que en esos momentos estaba prisionero por
anunciar a Cristo, como a tantos cristianos que viven su fe en medio de la
persecución y del desprecio de los demás, estarían sumamente gozosos de poder
contemplar aquel acontecimiento sobrenatural acaecido en aquel monte alto donde
Pedro, Santiago y Juan fueron testigos. Allí, si pudiéramos contemplar ese
anticipo de lo que nos espera, podríamos recargar totalmente nuestras fuerzas y
reafirmar nuestra esperanza sin temer lo más mínimo que los hombres nos mataran
o a la enfermedad que nos asedia.
Lecturas:
Gén 12, 1-4 a
Sal 32
2 Tim 1, 8b-10
Mt 17, 1-9
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