sábado, 11 de marzo de 2017

Homilía del Domingo Segundo de Cuaresma, ciclo a

HOMILÍA DEL DOMINGO II DE CUARESMA, Ciclo A
Avanzamos movidos por una promesa. Una promesa cuya realización no es inmediata ni exenta de dificultades. De tal modo que uno puede llegar a pensar que mencionada promesa sólo son palabras, sólo se queda en humo. Corriendo el riesgo de pensar que esa promesa –de ese tronco que es la promesa, puede tener como una especie de ramas que den respuesta a algunos anhelos que residan en el corazón.
            A esto se suma que las personas nos movemos en las cosas inmediatas: prestamos dinero y deseamos que nos lo devuelvan cuanto antes posible, nos hacen un análisis de sangre y queremos tener los resultados casi al instante, pedimos algo y deseamos tenerlo muy pronto. Somos muy impacientes. Resulta que el Señor le dice a Abrán: «Haré de tí una gran nación, te bendeciré, haré famoso tu nombre y serás una bendición». Nos dice que Abrán creyó en la promesa y esto lo selló dejando su tierra y su parentela. El tiempo pasaba y los años iban pesando tanto en Abrán como en Saray. Parece que esa promesa no es a medio ni a corto plazo, sino más bien que mencionada promesa se realizará a largo plazo. Y la impaciencia se hace presente. Los silencios de Dios pueden llegar a ser muy largos. Y en medio de estos silencios de Dios, Jesucristo nos invita a la oración; nos dice que insistamos, que seamos tan pesados, tan pelmas como aquella persona que va a la casa de su amigo, de noche y a horas muy intempestivas, para pedirle comida por una visita inesperada.
            Me viene a la mente aquel pasaje bíblico, donde el profeta Elías se lo pasó a lo grande riéndose de los  profetas de Baal (1 Reyes 18, 27) en el monte Carmelo, para demostrar al pueblo que Yahvé es el único Dios. Mientras los 450 profetas de Baal estaban desgañitándose, allí danzando torno al altar, haciéndose incisiones con cuchillos y lancetas, chorreando sangre desde la mañana hasta el mediodía. Y Elías, él allí solo, pasándolo en grande –sólo le faltaba las pipas y unas palomitas-. Elías les estaría diciendo cosas como: ¿habéis cambiado las pilas a los audífonos de Baal?.  Cuando los profetas de Baal terminaron por agotamiento, es entonces cuando Elías restauró el altar de Yahvé que estaba demolido, tomó las doce piedras, dispuso todo para el holocausto, clamó a Yahvé y Dios le respondió rápidamente  y con gran potencia. Pero en el fondo, Elías sabía que, al estar en clarísima desventaja por el número (ellos 450 y él uno) y que no contaba con el respaldo ni el apoyo de la gente, porque ellos ante su pregunta “si es Yahvé es el Dios, seguidlo; si Baal lo es, seguid a Baal”, ellos guardaban silencio. Elías solo ante el peligro. Y Dios le dio toda la razón al realizar tan grande prodigio.
            Pablo, que tiene mucha experiencia de los sufrimientos que conlleva anunciar a Cristo, alienta a Timoteo. Pablo sabe que vivir en el espíritu de Cristo supone rechazo por parte de las tendencias demoníacas reinantes en el mundo.  
Por eso Pablo recuerda a Timoteo la promesa de que Cristo también va a destruir su muerte y hará brillar la vida por medio del Evangelio. Timoteo, en esos momentos tendría dificultades de disciplina en su comunidad, muchos quebraderos de cabeza, hermanos que se habían complicado en los negocios mundanos poniendo a las comunidades en situaciones delicadas. Se estaría encontrando con una serie de vicios y de deberes complejos. Y Pablo le alentaba con sus recomendaciones pastorales, con sus testimonios existenciales, con su cercanía y con el poder de la oración. Timoteo conoce la promesa, pero en esos momentos, no dispone de la realización de mencionada promesa. Le toca dar testimonio de nuestro Señor Jesucristo en medio de la dificultad y del cansancio reinante. Y como hizo Abrán, Timoteo también responde al Señor como tiene que responder un hombre de fe.
Estoy seguro que tanto a Timoteo, como a Pablo que en esos momentos estaba prisionero por anunciar a Cristo, como a tantos cristianos que viven su fe en medio de la persecución y del desprecio de los demás, estarían sumamente gozosos de poder contemplar aquel acontecimiento sobrenatural acaecido en aquel monte alto donde Pedro, Santiago y Juan fueron testigos. Allí, si pudiéramos contemplar ese anticipo de lo que nos espera, podríamos recargar totalmente nuestras fuerzas y reafirmar nuestra esperanza sin temer lo más mínimo que los hombres nos mataran o a la enfermedad que nos asedia.

Lecturas:
Gén 12, 1-4 a
Sal 32
2 Tim 1, 8b-10

Mt 17, 1-9

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