martes, 20 de diciembre de 2016

Homilía para la Noche Buena 2016

NOCHE BUENA 2016
            Hace unos días, en nuestra ciudad, organizaron una cabalgata a un personaje bien entrado en kilos, gordinflón, vestido de rojo y además con unas papadas coloradas que daba la impresión de estar dando, de vez en cuando, algún lingotazo a la botella de whisky. En otra carroza, no se si era la anterior o la posterior a de este barrigudo colorado, había una serie de personas caracterizadas, vestidas como los personajes de fantasía de Disney. Y lo más curioso es que esos personajes de fantasía, sin darse cuanta nos estaban dando un mensaje claro, que todo eso es fantasía, que es falso, que es inconsistente, que es un espejismo en medio de nuestro particular desierto y que por mucho que vayamos corriendo hacia ese espejismo creyendo que es verdad y que podemos hallar ese oasis, terminamos muriendo en el intento de la manera más absurda.
Durante el recorrido de esta carroza, a ambos lados, abarrotado de personal, niños, adultos y mayores. Ese personaje, Papa Noël, muchos niños le adoran porque le relacionan con los regalos que esperan tener. El barrigudo este se dedica a dar cosas, a dar regalos, a satisfacer el ansia de los demás para tener cosas.
            Según el Instituto Nacional de Estadística, en el año 2015 el total de procesos de disolución de matrimonios fueron 101.357. De ellos 96.562 fueron divorcios; siendo la duración media de los matrimonios de unos 16 años con dos meses. Aquí, en nuestra Comunidad Autónoma, en Castilla y León, durante el año 2015,  fueron 4.063 rupturas de matrimonios, siendo 3.865 los divorcios. Cataluña se lleva la palma. En el año 2014 se suicidaron en España 3.914 personas. Estos datos hacen pensar. ¿Cómo es posible que esta sociedad nuestra esté bajo los efectos de unos densos nubarrones de oscuridad? ¿Podemos satisfacer nuestra alma teniendo cosas? ¿Acaso tener cosas y amontonar cosas aportan algo de sentido a la vida de uno? Pues parece que el gordo barrigudo dice que sí, mientras que los personajes de ficción de Disney le hacen la contra –quitándole la razón- sin que ellos lo lleguen a saber: Ya que son espejismos y en espejismos se quedan.
            En medio de aquel gentío que se amontonaba para ver pasar la cabalgata de este personaje tan poco frecuentador de gimnasios, con unas temperaturas típicas de un invierno castellano, estaba viendo cómo un muchacho, sorteando a la gente allí plantada, venía caminando con paso ligero sujetando un farol y dentro, protegida para no apagarse, una vela encendida. Resulta que el Obispo había entregado la Luz de la paz de Belén. De allá viene, del lugar del nacimiento del Salvador. En medio de todo aquel jolgorio la luz de Belén estaba pasando y muy pocos se percataron de su paso. Por donde pasaba generaba claridad, pero muchos ojos preferían ver otras cosas. Tenían sus ojos en la cabalgata y sus corazones esperando ser saciados de consumismo y más consumismo. Mientras unos dan cosas, hay otro que es Dios que se da a sí mismo en su Hijo, en ese pobre portal en Belén. Y aquel que experimente la acogida de la misma persona de Cristo empezará a adquirir un sentido nuevo y con consistencia en su existencia.
Lo mismo le pasó a San José. Él desesperado por encontrar un lugar digno para que su esposa diera a luz al que es la Luz, y llamó a muchas puertas, pero sus moradores prefirieron sus comodidades y sus minucias. Su egoísmo y sus pecados personales impidieron que pudieran disfrutar de un acontecimiento que hubiera supuesto para ellos una causa de salvación.
            El profeta Isaías nos dice: «El pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande; habitaba en tierra y sombras de muerte, y una luz les brilló». ¿Cuántas personas están bajo la sumisión de la oscuridad de su pecado viéndose privado del amor auténtico? Muchas. Cristo nos enseña a renunciar a la impiedad y a los deseos mundanos para esperar una gran dicha, una gran alegría, una gran recompensa: Estar con Él.
            Mucha gente había en Belén en aquellos días cuando Jesús nació. Era mucho el alboroto de las personas que iban y venían a causa del famoso edicto del emperador Augusto mandando que cada cual se empadronase. Y aún así cada cual iba a lo suyo, intentando siempre vivir un poco mejor, con más comodidades, con mayor calidad de vida, etc. Sólo los pobres de corazón pudieron ver a Dios en ese pobre portal y adorarlo con todo el corazón.
            Recordemos, pasemos por el corazón aquellas palabras de Jesucristo en el Sermón del monte: «Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios» (Mt 5, 8). Sólo los pobres de corazón pudieron ver cómo esa luz de Belén, llevada en ese farol, iba paseando entre el gentío, sorteando los obstáculos y ante la indiferencia de la mayoría. Sólo los pobres de corazón pudieron entender que «sólo Dios basta» y que ese Niño era ya el supremo regalo. Dios no nos da cosas, Dios se nos entrega a nosotros. Y de experiencia tenemos todos de esto: en la Santa Eucaristía. ¡Que fácil es dar cosas y qué exigente es darse a sí mismo!, ¡qué fácil es ser un Papa Noël y que duro es ser ese Niño Dios que se da a sí mismo! Y si por lo menos uno se diera a alguien que le cayese bien, sería algo más gratificante. Pero como tengas que darte por entero a tu enemigo –o a aquel que sabes de antemano que ha hablado largo y tendido mal de ti-, eso es insufrible si se piensa hacer sin la gracia de Dios.


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