HOMILÍA DE LA NATIVIDAD DEL
SEÑOR 2016
En la lectura del profeta Isaías nos
habla de un mensajero que trae los pies cansados que anuncia la paz, que trae
la Buena Noticia. De un mensajero que es guía y compañero de los hermanos que
viven el sufrimiento y la incredulidad. Sólo aquellas personas que son capaces
de reconocer que Dios les puede aportar algo extraordinario a su existencia que
de otro modo no podrían alcanzar. Esas personas que viven el trascurso de sus
días como una sucesión pero que empiezan
a intuir que hay algo que les está faltando, que existe una inquietud
dentro de su corazón que no está cuajando y por mucho que beban en otras
fuentes -en la bebida, en los afectos desordenados, en las drogas, en el juego,
etc.- no consiguen sofocarla, sino que se incrementa quedando aún más reseca la
garganta de su alma.
Esos pies benditos y hermosos que
traen la Buena Noticia desean acompañarnos durante la trama de nuestra vida, ya
sea en el júbilo de la fiesta, en el silencio de la plegaria, en la
preocupación por la enfermedad de un ser querido que está lejos de uno o en lo
más cotidiano que nos haga sufrir.
Como creyentes que somos, como
consagrados por el mismo Creador de todo cuanto existe, como pobres pastorcitos
que adoramos al Niño Dios recién nacido, estamos llamados a ser sus antorchas
llameantes que acompañen a los hombres de nuestra época a redescubrir el
sentido de su ser. Ahora está muy visible en ese Niño indefenso envuelto en pañales y acostado en un pesebre.
Muchos no estarán dispuestos a escuchar una voz distinta de la que ellos están
ya acostumbrados. Dirán que ya son viejos para cambiar o simplemente a la mediocridad
se han acostumbrado: «Vino a su casa, y los suyos no la recibieron».
¿Y cuál es su casa?¿dónde está la casa del Señor? Todo bautizado es templo del
Espíritu donde puede morar el Hijo del Altísimo. De muchas de esas casas el
Señor no recibe el alojamiento.
Nosotros tenemos la vocación de ser
mensajeros de la Buena Noticia y acompañar en la fe a los que se dicen
bautizados participando del sufrimiento que supone que no respondan, que se
muestren indiferentes o molestos por escuchar lo que no quieren ni oír. Es
participar en la prueba de la fe por ardor, donde no cabe en el mensajero ni la
tibieza en la fe ni la incredulidad. Sabiendo que tiene asegurado la
incomprensión de muchos, la indiferencia de la mayoría y la burla de algunos.
De este modo ese mensajero «que pregona la victoria, que dice a Sión:
"Tu Dios es rey"» será probado en la fe y se convierte en
compañero de sufrimiento de quienes no creen. Compañero de sufrimiento porque sabrá
que los demás no comprenderán las razones de fondo de por qué actúa o siente de
un modo determinado. Compañero de sufrimiento porque en aquellos que ama ese
Niño Dios no ocupa el lugar que debería.
Es la fe ardiente probada la que
permite la compasión, porque se nos hace entrar personalmente en la sequedad,
en la soledad, en la amargura, en la falta de sentido de la vida de quien no
cree. Y entonces cuando ese mensajero redescubre que en ese mensaje que él
mismo anuncia, recibe ese impulso que procede de lo sobrenatural que le hace
levantarse, alzar la mirada, reconfortar en el gozo su corazón y obtener la certeza moral de la existencia
de ese Dios que enjuga las propias lágrimas, que nos reconforta en el duelo
y nos infunde esa esperanza que nos permite ver, a través de la densa niebla,
el rostro tierno e inconfundible de aquel que nació del seno de la Virgen
María.
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