domingo, 7 de agosto de 2016

Homilía del Domingo XIX del Tiempo Ordinario, ciclo C

DOMINGO XIX DEL TIEMPO ORDINARIO, CICLO C
                Sab 18, 6-9; Sal 32; Heb 11,1-2.8-19; Lc 12, 32-48
Así como nuestro organismo se va nutriendo de los diversos alimentos que ingerimos y lo que no se digiere se desecha, así nos sucede con la vida del alma. Los continuos encuentros que tenemos con Jesucristo –en la Eucaristía, en el sacramento del perdón, en la oración personal y en comunidad, cada vez que pedimos perdón o amamos a un hermano-, esos encuentros nutren, alimentan nuestra alma y nos permiten percibir la presencia del Resucitado en medio de todos nosotros. Nuestra vida cristiana se nutre gracias a los encuentros con Cristo. Es más, del mismo modo que en la vida de una pareja de novios se van marcando como ‘hitos’, como momentos especiales, que van ofreciendo como ‘fogonazos de luz’ para poder discernir si esa persona es o no es la adecuada para compartir toda la vida, algo parecido sucede en el mundo del alma. Durante nuestra vida cristiana y siempre que nos pongamos en las manos del Espíritu Santo, el Señor nos va mostrando su rostro, su voluntad, su presencia. De tal modo que vamos adquiriendo experiencia de lo sobrenatural. Del mismo modo que el pueblo de Israel para destacar y rememorar la acción de Dios en un lugar concreto levantaba allí un altar para dejar constancia de lo allí acontecido, así Dios deja su impronta personal en cada uno.
            Me comentaban unos jóvenes que habían estado en la Jornada Mundial de la Juventud en Polonia que han regresado con las mochilas repletas de experiencias de fe. Contaban cómo familias cristianas les habían acogido en sus casas y que la hospitalidad que habían recibido les había llegado hasta el fondo de su corazón. Estos jóvenes no entendían ni una palabra de polaco, pero se sentían profundamente unidos a ellos porque Cristo estaba allí en medio de todo eso. Como un electroimán cuando le das la corriente eléctrica atrae hacia sí todo los hierros, así ocurre cuando la presencia de Cristo está en medio.  Resulta que allí había jóvenes de países enfrentados entre sí, y allí estaban ellos, mezclados, cantando, bailando, rezando y escuchando al Papa. Me contaban algunos hermanos del Camino Neocatecumenal que cristianos de países del continente africano y asiático cantando las canciones del Camino y muchos hermanos europeos cantándolas y bailándolas al reconocer el ritmo y la música; y allí todos formando un solo cuerpo, una sola Iglesia. Esas y muchas experiencias de fe que han adquirido, en las cuales Dios ha dejado en cada uno su impronta, su huella personal.
Sin embargo no olvidemos lo que nos dice hoy el libro de la Sabiduría, que tengamos buen ánimo y que tengamos certeza en las promesas que creemos. Porque las dificultades y la persecución por la Palabra va a aparecer por todos los frentes. Recordemos que el ambiente que refleja el trasfondo el libro de la Sabiduría parece identificarse con la diáspora judía en Egipto. Y allí en Egipto los judíos no lo tuvieron nada fácil, porque se movían en otras culturas, con otras ideas, con otra mentalidad totalmente distinta, con una cantidad de ídolos dando vueltas por todos los lados,  y cierto clima de hostilidad y de persecución a causa de la fe. Ante esto muchos judíos llegaron a apostatar y otros estuvieron a punto de hacerlo. Constantemente nuestra sociedad nos invita a dejarnos seducir por el materialismo, por el consumismo, lo sensual, lo cómodo y fácil. Nos envía eslóganes mensajes publicitarios, etc., cuyo mensaje es que lo que tienes que hacer ‘para vivir a tope’ es  apostatar de tu fe, no tanto de una manera oficial pero sí el apostatar con hechos consumados.
Por eso el autor del libro de la Sabiduría alienta a los creyentes y muestra al pueblo cómo Dios siempre provee, cómo Dios siempre auxilia. Dios día a día provee. Y provee siempre que acudamos a Él, porque por mucho que quiera poner un cántaro de agua debajo de un caño abundante de la fuente como se tenga puesta la mano en la entrada del cántaro taponándolo, poca agua entrará. Tal vez no seamos capaces de darnos cuenta en qué cosas está el Señor proveyendo. Pero sin embargo provee. Puede suceder como cuando alguien ha ideado y llevado a cabo un magnífico y enorme mosaico de dimensiones gigantescas que únicamente se puede contemplar en todo su esplendor desde una altura considerable del cielo. Cuando estás en tierra ni lo percibes, pero cuando estás arriba te quedas asombrado de lo que tenías allá abajo, que incluso lo estabas pisando  y no te dabas ni cuenta de ello. 
Nos hace una clara invitación para que recordemos, para que pasemos de nuevo por el corazón, para que tiremos de esas experiencias de fe que hemos adquirido para así recobrar fuerzas y el ánimo para avanzar hacia Cristo en nuestro particular desierto, cuando la cosas las veamos muy difíciles y en nuestras particulares alegrías cuando sintamos que la vida nos sonríe. Sabiendo que el mal no va a dejar de seducirnos y que Satanás se va a esforzar en ganarnos para su causa.

            Tengamos presentes las palabras de Cristo: «Tened encendidas las lámparas». Una llamada a la vigilancia. Las lámparas de las que nos habla el texto evangélico no son de modo alguno candiles de arcilla, ni tampoco faroles, sino antorchas: son palos en cuya parte superior se han arrollado trapos o estopa impregnados en aceite. Esto supone un mayor trabajo y más aceite de la cuenta. Y hay que esperar con las antorchas llameantes, ya que la llama no puede encenderse tan rápidamente. Es preciso preparar las antorchas, quitar de los trapos los restos carbonizados y volverlos a rociar de aceite para que ardan de nuevo con viva luz. El aceite, o sea la vigilancia, el estar en tensión de amor hacia Cristo no es improvisa de la noche a la mañana, es un proceso paulatino y constante... se trata de esos miles de encuentros diarios con el Señor que permiten que, como si fuera una hoguera madero tras madero, rama tras rama y tronco tras tronco, sea siempre alimentada para que en ningún momento se apague. 

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