DOMINGO
SEGUNDO DE PASCUA, ciclo b, 12 de abril de 2014
La Sagrada Escritura, durante este
tiempo pascual, nos muestra los efectos de la resurrección de Cristo en los
discípulos. Tal es el cambio radical que operó en los discípulos la fe en la
Resurrección que Juan en su primera carta nos anima a los cristianos de todos
los tiempos a vivir esta experiencia como ‘un nuevo nacimiento’ que es
obra de Dios y nos capacita para ‘vencer al mundo’. Hermanos, se trata de un
nuevo nacimiento; nuestro modo de entender la vida, la labor cotidiana, el trabajo, todo lo que nos
va envolviendo durante las cosas que son cotidianas ha quedado desfasado. Todo
esto nos ha servido hasta ahora, pero a partir de ahora todo es distinto porque
Cristo nos ha abierto las puertas de un horizonte infinito, de vida eterna;
puertas que antes, si bien sabíamos que existían no nos lo terminábamos de
creer.
Nuestro mundo no cree en el hecho
real de la resurrección de Jesucristo, porque el modo de actuar sigue siendo el
mismo de siempre, o sea, más de lo mismo. Ya no nos debería de importar nuestras
seguridades; ya no nos debería de importar nuestras posesiones porque sabemos
con la certeza que es real, que Cristo Jesús al resucitar de entre los muertos
saldrá a nuestro encuentro para que nosotros también resucitemos con Él. Hay
cristianos, de esos que tienen su bautismo muerto, que declaran que ‘ellos,
alguna vez va a Misa, por si acaso hubiera algo en el más allá’. ¿Para qué va
un padre o madre de familia a ‘trasmitir la fe a sus hijos’ si viven muy
felices con sus posesiones, con sus amistades, con sus seguridades, es decir
que conviven en gran armonía y complicidad con sus propios ídolos? Llega el
niño donde su padre y le dice: «Papa, me han puesto la catequesis el mismo día
que tengo música», -y como el padre tiene menos discernimiento que el burro de
mi antigua la vecina del pueblo, que no
brillaba precisamente por su lucidez le dice: «Vete a música, que cada clase me
vale cara y queda mucho tiempo aún para tu Primera Comunión». Y tan fresco se
queda el padre creyendo que ha ejercido su autoridad con un esplendor digno de
elogio. Realmente un rebuzno de aquel burro es más sabio que las palabras de
este señor.
Cristo Resucitado nos capacita para
‘vencer al mundo’. Sacar adelante una vocación matrimonial, presbiteral,
consagrada –no nos engañemos- es bastante duro y muy exigente. Y que el mundo
con su mentalidad intenta ganar terreno tanto en nuestras mentes como en
nuestros corazones. Aparentemente es lo mejor, lo que más apetece, lo más
fácil, lo más atractivo y que nos seduce a primera vista. De tal modo que
llegamos a pensar que podemos vivir como nos de la gana y nos olvidamos de
nuestra realidad; y nuestra realidad es que somos como una flor campestre, que
por la mañana florece y por la noche se pone mustia.
Nosotros hemos sido consagrados por
Cristo; nosotros somos templos del Espíritu del Señor y nuestro destino es ser
testigos de la resurrección del Señor. «A vino nuevo, odres nuevos». Si somos
testigos es porque ha habido algo que nos ha cambiado por dentro nuestra
existencia. Todos estamos experimentando ese ‘nuevo nacimiento’ que no es otra
cosa más que redescubrir la riqueza insondable e inabarcable que nos genera
nuestro bautismo. Y esa riqueza que brota incesantemente del bautismo nos
orienta, nos posiciona para ir viviendo desde las posiciones de ese nuevo
nacimiento sobrenatural. Lo curioso es que, como consecuencia de ese nuevo
nacimiento, uno se siente denunciado en muchas cosas, ya que comportamientos
que uno llevaba a cabo en el pasado se nos revelan como impropios de un cristiano.
Los Apóstoles gozaron de esa
experiencia tan trascendental que supone el ser llamados a una vida que jamás
terminará. Cuando uno sabe esto y tiene experiencia de esto se comporta del
mismo modo que aquel de aquella parábola del Señor que vendió todo lo que tenía
para comprar aquel campo para tener así la joya preciosa. Es ese padre de
familia que ama con la integridad de su cuerpo y alma a la esposa, y viceversa,
permiten que Cristo esté en medio de su hogar, se esfuerzan en trasmitir su fe
a los hijos y con su forma de estar, pensar y comportarse esté haciendo
presente a Cristo porque su sola presencia ya evangeliza.
Todos tenemos que estar a la escucha
del Espíritu –afinando mucho los oídos- para poder tener el discernimiento
suficiente –a la luz de la Palabra- para ir naciendo a esa vida nueva en
Cristo.
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