SANTA
MARÍA, MADRE DE DIOS, 1 de enero 2015
Núm 6,22-27Sal 66
Gál 4,4-7
Lc 2,16-21
La
mayoría de las veces lo más importante es aquello que pasa desapercibido. Muy
pocos reparan en todo el tiempo y dedicación que dedican las madres y esposas
en preparar la comida para que luego nosotros lo disfrutemos. Muy pocos reparan
en aquella señora de la empresa de limpieza que se afana en barrer y fregar lo
que otros ensuciamos. También tenemos otra modalidad de actuación: aquellos que
‘han conseguido lo que pretendían’ –o así lo creen ellos- y luego o bien
arrinconan a Dios o le permiten en paso en su vida ‘a cuenta gotas’. Dicen: ‘Dios
dame un trabajo para vivir’; ‘Dios permíteme tener un trabajo mejor; ‘Dios
regálame una novia’; ‘Dios ayúdame a sacar los exámenes’; ‘Dios concédeme una
vivienda’, etc… y cuando Dios ha accedido a nuestros deseos le arrinconamos
comportándonos como auténticos insensatos, ya que si Él no está en medio de todo
las cosas se desploman por sí mismas ya que es Dios quien las llama
a la existencia y las da la consistencia. Y resulta que ese trabajo, esa novia,
esos estudios, esa vivienda nosotros lo elevamos a la categoría de ídolos, en
ellos ponemos nuestro corazón y les tributamos -con los hechos- un gran culto. Un
chico puede querer mucho a su chica, pero como Cristo no esté en el centro de
esa relación de noviazgo el amor de donación se cambia en amor de dominio; la
preocupación que brota del querer a esa persona se convierte en preocupación
interesada; las cosas perdonadas son ‘echadas en cara’ como arma arrojadiza;
quizá todo esto no de la noche a la mañana, pero si vivimos como paganos
terminaremos pensando como paganos.
No somos hijos de la
Iglesia únicamente cuando nosotros lo decidamos tener ‘tiempo libre’ o
simplemente ‘nos de la gana’; si en verdad somos de Cristo, ¡somos de Cristo y
sólo de Cristo! La Santísima Virgen María fue y es una mujer responsable y fiel a Cristo.
A Ella no le valía las excusas para con Dios; para Ella estar con Cristo es el
regalo más sublime que puede alcanzar y el tiempo que estuvo con Él fue el
tiempo más bello y gozoso de toda su andadura en esta tierra. La Virgen era la
portadora de la Palabra, no solamente porque le llevó durante el tiempo de la
gestación en su seno materno, sino que
estaba totalmente empapada de la Palabra de Dios, tenía una capacidad
extraordinaria de hablar con autoridad, porque
su autoridad residía y reside en esa
obediencia y escucha de la Sagrada Escritura. Ella no ejerció la
autoridad buscando ser el centro de atención; Ella ejerció la autoridad
ayudando a los hermanos a descubrir la importancia de Cristo para cada uno de
ellos.
Muchos son los que
entienden que el desempeño de la autoridad es para que todo el mundo, todos los
hermanos, toda la comunidad, toda la iglesia gire en torno a uno; Santa María
nos enseña que el desempeño de la autoridad sirve para acercar al hermano a Cristo
y que empiecen a dar vueltas, a girar en torno a Cristo Jesús. Recordemos lo que nos dice San Pablo
en la carta a las comunidades cristianas de Galacia:
«Y la prueba de que sois hijos es que Dios envió a nuestros
corazones el Espíritu de su Hijo que clama ‘Abba’, es decir ‘Padre’».
Es el Espíritu de Dios el
que morando en cada uno nos faculta para girar nuestra vida en torno a Cristo,
de nosotros depende el permitírselo al Espíritu.
La Santísima Virgen nunca
tuvo una excusa; Ella nunca se puso en primer lugar; Ella nunca se olvidó de
los hermanos que estaban más débiles en la fe y siempre urgió a los Apóstoles y
a los discípulos a seguir con el corazón ardiente a Cristo anunciándole con el
testimonio de sus vidas. Muchos de los que nos ven por las calles no conocen a
Jesucristo o si dicen conocerle es ‘de oídas’, ‘de cosas anecdóticas e
incompletas’; nuestro modo de ser, de comportarnos, de amarnos, de perdonarnos,
de acogernos son el modo de dar a conocer a Cristo a estos hermanos nuestros
que aún no han oído de Él. Tenemos una responsabilidad altísima ante Dios. Recordemos
que la autoridad viene dada de lo Alto y la ejerceremos correctamente, todos y
cada uno de los aquí presentes, siempre que con nuestra vida proclamemos a Cristo, principio y
fundamento de nuestra vida. Aquellos que nos vean que puedan ver a Cristo;
aquellos que se relacionen con nosotros puedan percibir la influencia de
Cristo; que aquellos que nos oigan puedan oír la voz salvadora de Cristo… y si
no fuera así tener la humildad suficiente para volver a retomar el camino de
seguimiento en el punto exacto donde lo abandonamos. Además contamos con una
ayuda extraordinariamente potente, la bendición de Dios, que cae de lleno sobre
tu persona aquí y ahora:
y te conceda su favor;
el Señor te muestre su rostro
y te dé la paz».
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