Eclo 3,2-6.12-14
Sal 127
Col 3,12-21
Lc 2,22-40
Estamos
inmersos en una profunda crisis. Como el Pueblo de Israel estuvo atravesando
cuarenta años el desierto sufriendo todo tipo de penalidades, y eso que
estuvieron asistidos por la solicitud divina, así está atravesando la
institución familiar este particular desierto. El pueblo acudía a Moisés, la
mayoría de las veces para ‘ponerle la cabeza como un bombo’ con el sinfín de
quejas y protestas, porque reconocían en Moisés a un enviado puesto por Dios. El
pueblo de Israel acudía a Moisés porque ellos habían visto, de primera mano,
cómo Dios les había sacado con brazo fuerte de Egipto liberándolos del dominio
tiránico del Faraón. Si Dios no hubiera
obrado aún serían esclavos ya fuera de los egipcios o de otros pueblos más
fuertes que ellos.
Muchas parejas de novios e
incluso matrimonios no acuden a la Iglesia –tal y como hacían los hebreos con
Moisés-. No acuden porque su fe es muy débil, casi inexistente y están bajo los efectos de los falsos
perjuicios contra la Iglesia. Se contentan con saber dos o tres ideas
simplonas, eslóganes y consignas dándose por satisfechos y convencidos de saber
todo sobre lo que es la Iglesia. Viven engañados y ciegos, pero como dice el
refrán castellano, «no hay peor ciego que aquel que no quiere ver». Es cierto que hay matrimonios que lo viven
como lo que es, como vocación dada por
Dios, ayudados por movimientos eclesiales que invitan a otros matrimonios
para que descubran lo que Cristo les aporta en su matrimonio y no aceptan esa
invitación novedosa porque prefieren
estar cómodamente de modo mediocre antes que complicarse su vida en mejorarlo.
Son muchos las parejas de novios y de matrimonios que no son capaces de
reconocer la preciosa historia de Salvación que Dios está haciendo con ellos. Les
falta la fe para poder descubrir las numerosas huellas de Dios en sus
vidas, y al no descubrirlas se piensan que Dios no ha hecho nada, e incluso que
vivir sin Dios es una posibilidad razonable. Siendo muy realistas y teniendo
presente todo lo dicho: ¿Cómo vamos a pedir que trasmitan la fe a sus hijos
personas que no han llegado aún a descubrir la importancia de su ser cristiano?
La familia es una realidad
que precisa urgentemente ser evangelizada. No es compatible contraer matrimonio
y vivir ese matrimonio al estilo pagano. Ya en el libro del Eclesiástico nos
plantea un tipo de familia patriarcal cimentada en el respeto y honra a los
padres, basada en los derechos y obligaciones de los padres y de los hijos; teniendo en cuenta que este modo de
entender la familia es querido por Dios: «Dios hace al padre más respetable que a los hijos y (Dios) afirma la
autoridad de la madre sobre su prole». Luego en el Evangelio nos
encontramos la familia nazarena que se cimienta en el cumplimiento de la ley
establecida y en la creación de un espacio donde el Niño crezca y se llene de
sabiduría y de gracia. Y por último lugar, en la carta a los Colosenses, se
recalca un modelo de familia cristiana
que se basa en el amor y la gratuidad.
Es fundamental que las
parroquias cuiden de las familias, del mismo modo que las familias se dejen
cuidar por la parroquia y no sean los grandes ausentes. Es importante porque en
la calidad de las relaciones en el seno de la familia nos jugamos lo más
importante. Pero esa familia tiene que tener necesidad de pertenencia, de
pertenecer a una parroquia, de conocer a unos presbíteros, de tener la
confianza necesaria para preguntar o solicitar cualquier cosa; que esa familia
participe activamente en la vida parroquial, lo cual es muy difícil cuando los
presbíteros desean controlarlo todo e imponer su criterio cerrando las puertas
de su parroquia a las diversas espirituales eclesiales. Esto supone una
reestructuración pastoral total con criterios de nueva evangelización. Ante los
interrogantes tan novedosos y serios del presente no se puede responder con
medios e instrumentos que sirvieron en el pasado en otro contexto social,
político y religioso muy distinto. San Pablo nos escribe diciéndonos que «la Palabra de Dios habite entre vosotros en
toda su riqueza; enseñaos unos a otros con toda sabiduría; corregíos mutuamente».
La cuestión está en ¿cómo poder plasmar o traducir o llevar a la práctica la
Palabra de Dios de tal modo que se pueda la gente convencer que es un estilo de
vida concreto accesible y alentado por el Espíritu de Dios? ¿Cómo enseñar desde la vida diaria familiar
a otras familias que sí es posible fundar y construir el Reino de Dios en el
seno de su hogar? ¿Cómo hacer descubrir la inmensa riqueza y la alegría
incontenible que supone trasmitir la fe a los hijos y el gozo de tener a Cristo
en el centro dándoles la fuerza del amor que proviene de lo alto? Pues yo sí lo
estoy descubriendo en el Camino Neocatecumenal. Los matrimonios celebrando la
Palabra de Dios, participando en la Eucaristía en la comunidad del Camino y en
la convivencia con los hermanos adquieren la fuerza de lo alto para este
cometido. Las celebraciones en el ámbito del hogar, el rezar con los hijos los
domingos por la mañana, el bendecir la mesa diariamente y el despedir el día
dándole gracias a Dios en familia va marcando una línea clara donde de
manifiesta que allí hay alguien muy especial, que allí Cristo tiene un lugar
preferencial. Bebiendo de la Palabra de Dios, alimentándose con la Eucaristía,
caminando junto con los hermanos es como uno va descubriendo cómo se educan en
la fe a los hijos; cómo se opta por un tiempo libre sano; cómo se plantea un
noviazgo en cristiano; cómo se funda un hogar cristiano; y se descubre uno
parte de algo muy importante y grande: uno se descubre a sí mismo como seguidor
de Jesucristo, nuestro Señor.
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