sábado, 3 de enero de 2015

Homilía del Domingo II después de Navidad


DOMINGO II DESPUÉS DE NAVIDAD
LECTURA DEL LIBRO DEL ECLESIÁSTICO 24, 1-4.12-16
SALMO 147
LECTURA DE LA CARTA DEL APÓSTOL SAN PABLO A LOS EFESIOS 1, 3-6.15-18
LECTURA DEL SANTO EVANGELIO SEGÚN SAN JUAN 1, 1- 18

            Recuerdo que cuando éramos pequeños, con cualquier tormenta de aire o de agua se iba la luz en la casa del pueblo de mis abuelos. Solía ocurrir de noche. Mi abuela ponía una vela prendida en el centro de la mesa de la salita y todos los que estábamos dispersos por toda la casa nos reuníamos allí. Era un momento mágico, entrañable. Allí reunidos en torno a la luz proporcionada por la vela desaparecían los miedos y temores por la oscuridad e incluso nos dedicábamos a hacer sobras con las manos que quedaban proyectadas en el techo. Fue trascurriendo el tiempo, uno va creciendo, espabilando y ‘abriendo los ojos’ y descubre que los miedos y temores ya no lo genera la oscuridad ni una vela prendida es la solución para disiparlos.

Humanamente siempre se tiende a buscar ‘las seguridades’; aquellas cosas que ‘por el hecho de tenerlas’ nos generan serenidad, o por lo menos creemos que nos proporcionan ‘estabilidad’. Uno empieza su carrera universitaria ya pensando en las salidas laborales en el futuro; uno entabla una relación sentimental de noviazgo con esa persona en concreto porque estar cerca de ella genera felicidad; uno acepta un determinado puesto de trabajo con la esperanza de poder vivir con cierto confort; uno se va afanando en buscar como ‘velas prendidas en el centro de la mesa de la salita’ para que los temores y miedos se desvanezcan. Sin embargo, si se dan cuenta uno termina depositando todas sus seguridades en ‘uno mismo’, en su estudios, en su pareja, en su matrimonio, en su trabajo… Y uno mismo es sumamente frágil e inconsistente, de tal modo que nuestras seguridades no dejan de ser simplemente espejismos, como castillos de arena en las playas marinas.  

            A todo esto irrumpe el Señor en tu vida y te envía un mensaje al centro de tu corazón para orientarte sobre dónde has de tener puestas tus seguridades: «La Palabra era la luz verdadera, que alumbra a todo hombre».  Con otras palabras; Jesucristo te alumbra en tu realidad concreta. Sin embargo hay más, no solamente nos alumbra personalmente a cada uno, sino que también «vino a su casa (…) y a cuantos la recibieron, les da poder para ser hijos de Dios». Además el mismo San Pablo, cuando escribe a la comunidad de los Efesios, ya les importe esta bellísima catequesis:

«No ceso de dar gracias a vosotros, recordándoos en mi oración, a fin de que el Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de la gloria, os dé espíritu de sabiduría y revelación para conocerlo. Ilumine los ojos de vuestro corazón, para que comprendáis cuál es la esperanza a la que os llama, cuál la riqueza de gloria que da en herencia a los santos».

            Hermanos, nosotros no somos los ‘fabricantes’ de nuestras propias seguridades ya que para que algo sea seguro es preciso que alguien mucho más poderoso que uno me pueda garantizar y proteger para que las cosas pueden mantenerse tal y como están, o incluso perfeccionar. El Señor ya nos avisa en su palabra cuando nos dice:

            «Cuando un hombre fuerte y bien armado guarda su palacio, sus bienes están seguros. Pero si viene otro más fuerte que él y lo vence, le quita las armas en que confiaba y reparte sus despojos. El que no está conmigo, está contra mí; y el que no recoge conmigo, desparrama» (Lc 11,21-23).

            Nos podemos casar con la mujer más atenta, delicada, espectacular, femenina, inteligente y con un millón de adjetivos calificativos positivos, pero como Dios no esté en esa relación, esa relación ‘hará aguas por todos lados’. Y lo mismo es aplicable con los que son novios o esposos con sus novias o esposas. Un obispo o un presbítero como deposite su seguridad en las personas que le rodean o en los planes de pastoral o en el ajetreo de las actividades o en sus propias fuerzas, se terminará convirtiendo en estéril, no evangelizará, no podrá engendrar a nuevos hijos a la fe porque su ministerio se ha vuelto ‘soso’ y ‘su luz’ se ha sofocado.

            Entonces ¿dónde podemos encontrar esa ‘vela prendida en el centro de la mesa de la salita’ que nos pueda proporcionar algo que sepamos que no nos va a fallar y que sea en sí mismo ya seguro? La respuesta a esta pregunta se encuentra dentro de un gran regalo entregado durante estos días navideños: La respuesta es JESUCRISTO. Jesucristo es nuestra seguridad. Él es esa vela prendida en el centro de la mesa de la salita que «hasta de noche me instruye internamente» (Sal 15, 7b). Y nos instruye, y nos enseña el camino de la vida. Cierto es que el Señor no nos va a quitar los problemas, berrinches y dificultades que nos encontremos en nuestra vida; pero sí los podremos afrontar 'a la luz de su Palabra' y 'con los dictados y criterios emanados de su Sabiduría'. Lo que resulta muy complicado es depositar toda nuestra seguridad en Cristo cuando nos falta la fe. Eso es tanto como quitar el amarre del puerto de una barca de remos para navegar y estar los tripulantes, desde dentro de la barca, agarrando con todas sus fuerzas los amarres fijados en el mismo hormigón del puerto. Si ponemos en Cristo nuestra confianza 'lo hacemos con todas las de la ley'. Porque puede ser que el mismo Señor, al ver que aunque estemos a su lado no terminamos de fiarnos de Él nos llegue a decir: «¿También vosotros queréis marcharos?». De nosotros depende el contestar como lo hizo San Pedro: «Señor, ¿a quién iremos?. Tú tienes palabras de vida eterna». (Jn 6, 67-68).

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