DOMINGO
II DESPUÉS DE NAVIDAD
LECTURA DEL LIBRO DEL ECLESIÁSTICO 24, 1-4.12-16SALMO 147
LECTURA DE LA CARTA DEL APÓSTOL SAN PABLO A LOS EFESIOS 1, 3-6.15-18
LECTURA DEL SANTO EVANGELIO SEGÚN SAN JUAN 1, 1- 18
Recuerdo que cuando éramos pequeños, con cualquier tormenta de aire o de agua se iba la luz en la casa del pueblo de mis abuelos. Solía ocurrir de noche. Mi abuela ponía una vela prendida en el centro de la mesa de la salita y todos los que estábamos dispersos por toda la casa nos reuníamos allí. Era un momento mágico, entrañable. Allí reunidos en torno a la luz proporcionada por la vela desaparecían los miedos y temores por la oscuridad e incluso nos dedicábamos a hacer sobras con las manos que quedaban proyectadas en el techo. Fue trascurriendo el tiempo, uno va creciendo, espabilando y ‘abriendo los ojos’ y descubre que los miedos y temores ya no lo genera la oscuridad ni una vela prendida es la solución para disiparlos.
Humanamente siempre se tiende a buscar ‘las seguridades’; aquellas cosas que ‘por el hecho de tenerlas’
nos generan serenidad, o por lo menos creemos que nos proporcionan
‘estabilidad’. Uno empieza su carrera universitaria ya pensando en las salidas
laborales en el futuro; uno entabla una relación sentimental de noviazgo con
esa persona en concreto porque estar cerca de ella genera felicidad; uno acepta
un determinado puesto de trabajo con la esperanza de poder vivir con cierto
confort; uno se va afanando en buscar como ‘velas
prendidas en el centro de la mesa de la salita’ para que los temores y miedos
se desvanezcan. Sin embargo, si se dan cuenta uno termina depositando
todas sus seguridades en ‘uno
mismo’, en su estudios, en su pareja, en su matrimonio, en su trabajo… Y uno
mismo es sumamente frágil e inconsistente, de tal modo que nuestras seguridades
no dejan de ser simplemente espejismos, como castillos de arena en
las playas marinas.
A
todo esto irrumpe el Señor en tu vida y te envía un mensaje al centro de tu
corazón para orientarte sobre dónde has de tener
puestas tus seguridades: «La
Palabra era la luz verdadera, que alumbra a todo hombre». Con otras
palabras; Jesucristo te alumbra en tu realidad concreta. Sin embargo hay más,
no solamente nos alumbra personalmente a cada uno, sino que también «vino a su casa (…) y a cuantos la
recibieron, les da poder para ser hijos de Dios». Además el mismo
San Pablo, cuando escribe a la comunidad de los Efesios, ya les importe esta
bellísima catequesis:
«No ceso de dar gracias a vosotros, recordándoos
en mi oración, a fin de que el Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de la
gloria, os dé espíritu de sabiduría y revelación para conocerlo. Ilumine los
ojos de vuestro corazón, para que comprendáis cuál es la esperanza a la que os
llama, cuál la riqueza de gloria que da en herencia a los santos».
Hermanos, nosotros no somos los
‘fabricantes’ de nuestras propias seguridades ya que para que algo
sea seguro es preciso que alguien mucho más poderoso que uno me pueda
garantizar y proteger para que las cosas pueden mantenerse tal y como están, o
incluso perfeccionar. El Señor ya nos avisa en su palabra cuando nos dice:
«Cuando un hombre fuerte y bien armado guarda su palacio,
sus bienes están seguros. Pero si viene otro más fuerte que él y lo vence, le
quita las armas en que confiaba y reparte sus despojos. El que no está conmigo,
está contra mí; y el que no recoge conmigo, desparrama» (Lc 11,21-23).
Nos
podemos casar con la mujer más atenta, delicada, espectacular, femenina, inteligente
y con un millón de adjetivos calificativos positivos, pero como Dios no esté en
esa relación, esa relación ‘hará aguas por todos lados’. Y lo
mismo es aplicable con los que son novios o esposos con sus novias o esposas. Un
obispo o un presbítero como deposite su seguridad en las personas que le rodean
o en los planes de pastoral o en el ajetreo de las actividades o en sus propias
fuerzas, se terminará convirtiendo en estéril, no evangelizará, no podrá
engendrar a nuevos hijos a la fe porque su ministerio se ha vuelto ‘soso’ y ‘su
luz’ se ha sofocado.
Entonces
¿dónde podemos encontrar esa ‘vela prendida en el centro de la mesa de la
salita’ que nos pueda proporcionar algo que sepamos que no nos va a fallar y
que sea en sí mismo ya seguro? La
respuesta a esta pregunta se encuentra dentro de un gran regalo entregado
durante estos días navideños: La respuesta es JESUCRISTO. Jesucristo es nuestra seguridad. Él
es esa vela prendida en el centro de la mesa de la salita que «hasta de noche
me instruye internamente» (Sal 15, 7b). Y nos instruye, y nos enseña
el camino de la vida. Cierto es que el Señor no nos va a quitar los problemas,
berrinches y dificultades que nos encontremos en nuestra vida; pero sí los
podremos afrontar 'a la luz de su Palabra' y 'con los dictados y criterios
emanados de su Sabiduría'. Lo que resulta muy complicado es depositar toda
nuestra seguridad en Cristo cuando nos falta la fe. Eso es tanto como quitar el
amarre del puerto de una barca de remos para navegar y estar los tripulantes,
desde dentro de la barca, agarrando con todas sus fuerzas los amarres fijados
en el mismo hormigón del puerto. Si ponemos en Cristo nuestra confianza 'lo
hacemos con todas las de la ley'. Porque puede ser que el mismo Señor, al ver
que aunque estemos a su lado no terminamos de fiarnos de Él nos llegue a decir:
«¿También
vosotros queréis marcharos?». De nosotros depende el contestar como
lo hizo San Pedro: «Señor, ¿a quién iremos?. Tú tienes palabras de vida
eterna». (Jn 6, 67-68).
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