jueves, 25 de diciembre de 2014

Homilía de Navidad 2014, ciclo b

NAVIDAD 2014, ciclo b

            Hermanos, realmente ¿qué experiencia tenemos nosotros de lo que es la Iglesia?, ¿es acaso un lugar que frecuentamos, con mayor o menor frecuencia, porque así se nos ha dicho que lo hagamos? ¿Es acaso algo que ya tenemos como heredado de nuestros antepasados y que es tolerada y que no la vamos a quitar ya que la tenemos ya puesta aquí? Muchas veces nos olvidamos de lo esencial, nos liamos con cosas superfluas, -que tal persona me ha retirado el saludo, que aquel no ha pagado la cuota parroquial, que la hija de aquella está saliendo con aquel vecino que es un desaprensivo, que así estreno el traje o el abrigo de los domingos, etc.-, cosas de escasa importancia de las que hacemos ‘toda una montaña’ y olvidamos que todo esto es una obra querida por el mismo Dios para podernos hacer llegar la salvación. El Demonio bien se procura en hacer bajar un denso banco de niebla para nublar nuestras mentes y enredarnos los unos contra los otros.   

Hermanos ¿qué podemos decir sobre lo que es la Iglesia? La Iglesia es un gran hospital. Allí acudimos los ciegos, cojos, mudos, sordos, tullidos y todas las personas aquejadas de cualquier tipo de mal. Jesucristo nos dijo: «No he venido a llamar a los sanos, sino a los enfermos». Es cierto que nuestros cuerpos están sanos, que no estamos ni ciegos, ni cojos, ni mudos, ni sordo, ni tullidos; pero el pecado de nuestra soberbia, nuestro orgullo, nuestra prepotencia, nuestro sentirnos superiores, nuestra sensualidad descontrolada, nuestra lengua desenfrenada, nuestro apego al dinero, cada cual con su pecado, nos hace estar ciegos para ver la presencia de Dios en nuestra historia personal; nos hace andar con cojera acentuada cayéndonos por culpa de las consecuencias de nuestros pecados; estar mudos porque al no hacer caso al que es la Palabra, nos convertimos en charlatanes que no trasmiten nada; la sordera se acentúa ya que no hemos educado a nuestro oído para escuchar a Dios en las Sagradas Escrituras; seremos tullidos porque los afectos desordenados hacen que nuestro cuerpo sea incapaz de comunicar lo que el puro corazón nos solicita.  

Nuestra vida está ruinosa. Hacemos aguas por todos los lados. Y aún teniendo nuestra vida hecha un auténtico desastre por pretender vivir lejos de la presencia de Dios, el mismo Señor se quiere hacer presente ante cada uno como el Rey victorioso. Se nos abre una puerta a la esperanza, ¡es posible recomponer nuestra vida y romper con el pecado! El profeta Isaías ya nos lo dice cuando –en la primera lectura-, hace la siguiente invitación: «Romped a cantar a coro, ruinas de Jerusalén, que el Señor consuela a su pueblo, rescata a Jerusalén». Sin embargo lo primero es reconocer cómo está en ruinas nuestras vidas. Si somos prepotentes, soberbios y dominadores no querremos reconocer que esas vidas personales están en ruinas. No nos engañemos, aunque esto de la Iglesia es para todos; aunque en este particular hospital hay habitaciones y camas para todos, muy pocos tienen la honradez suficiente y la humildad necesaria para solicitar socorro al Señor para ser sanado de ese mal ocasionado por el pecado.

Nos dice el escrito a los Hebreos que Dios «ahora, en esta etapa final, nos ha hablado por el Hijo». Y podríamos decir, y este Hijo ¿cómo nos habla?, ¿cómo se pone en contacto con nosotros?. Nos dice el Evangelio que «la Palabra era la luz verdadera, que alumbra a todo hombre». Ahora bien, la Palabra me podrá alumbrar siempre que yo esté dispuesto a ser alumbrado. Cristo, que es la Palabra, podrá brillar en mis tinieblas, poner ante mis ojos mi propia miseria y pecado y yo postrarme ante su presencia, en el pobre portal, para que, con altas dosis de humildad y arrepentimiento sincero pueda sentirme enfermo que necesita ser sanado.

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