Hermanos, realmente ¿qué experiencia
tenemos nosotros de lo que es la
Iglesia ?, ¿es acaso un lugar que frecuentamos, con mayor o
menor frecuencia, porque así se nos ha dicho que lo hagamos? ¿Es acaso algo que
ya tenemos como heredado de nuestros antepasados y que es tolerada y que no la
vamos a quitar ya que la tenemos ya puesta aquí? Muchas veces nos olvidamos de
lo esencial, nos liamos con cosas superfluas, -que tal persona me ha retirado
el saludo, que aquel no ha pagado la cuota parroquial, que la hija de aquella
está saliendo con aquel vecino que es un desaprensivo, que así estreno el traje
o el abrigo de los domingos, etc.-, cosas de escasa importancia de las que
hacemos ‘toda una montaña’ y olvidamos
que todo esto es una obra querida por el mismo Dios para podernos hacer llegar
la salvación. El Demonio bien se procura en hacer bajar un denso banco de
niebla para nublar nuestras mentes y enredarnos los unos contra los otros.
Hermanos ¿qué podemos
decir sobre lo que es la Iglesia ?
La Iglesia
es un gran hospital. Allí acudimos los ciegos, cojos, mudos, sordos,
tullidos y todas las personas aquejadas de cualquier tipo de mal. Jesucristo
nos dijo: «No he venido a llamar a los sanos, sino a los enfermos». Es cierto
que nuestros cuerpos están sanos, que no estamos ni ciegos, ni cojos, ni mudos,
ni sordo, ni tullidos; pero el pecado de nuestra soberbia, nuestro orgullo,
nuestra prepotencia, nuestro sentirnos superiores, nuestra sensualidad
descontrolada, nuestra lengua desenfrenada, nuestro apego al dinero, cada cual
con su pecado, nos hace estar ciegos para ver la presencia de Dios en nuestra
historia personal; nos hace andar con cojera acentuada cayéndonos por culpa de
las consecuencias de nuestros pecados; estar mudos porque al no hacer caso al
que es la Palabra ,
nos convertimos en charlatanes que no trasmiten nada; la sordera se acentúa ya
que no hemos educado a nuestro oído para escuchar a Dios en las Sagradas
Escrituras; seremos tullidos porque los afectos desordenados hacen que nuestro
cuerpo sea incapaz de comunicar lo que el puro corazón nos solicita.
Nuestra vida está ruinosa.
Hacemos aguas por todos los lados. Y aún teniendo nuestra vida hecha un
auténtico desastre por pretender vivir lejos de la presencia de Dios, el mismo Señor se quiere hacer presente
ante cada uno como el Rey victorioso. Se nos abre una puerta a la
esperanza, ¡es posible recomponer nuestra vida y romper con el pecado! El
profeta Isaías ya nos lo dice cuando –en la primera lectura-, hace la siguiente
invitación: «Romped a cantar a coro,
ruinas de Jerusalén, que el Señor consuela a su pueblo, rescata a Jerusalén».
Sin embargo lo primero es reconocer cómo
está en ruinas nuestras vidas. Si somos prepotentes, soberbios y
dominadores no querremos reconocer que
esas vidas personales están en ruinas. No nos engañemos, aunque esto de la Iglesia es para todos;
aunque en este particular hospital hay habitaciones y camas para todos, muy
pocos tienen la honradez suficiente y la humildad necesaria para solicitar
socorro al Señor para ser sanado de ese mal ocasionado por el pecado.
Nos dice el escrito a los
Hebreos que Dios «ahora, en esta etapa
final, nos ha hablado por el Hijo». Y podríamos decir, y este Hijo ¿cómo
nos habla?, ¿cómo se pone en contacto con nosotros?. Nos dice el Evangelio que «la
Palabra era la luz
verdadera, que alumbra a todo hombre». Ahora bien, la Palabra me podrá alumbrar
siempre que yo esté dispuesto a ser alumbrado. Cristo, que es la Palabra , podrá brillar en
mis tinieblas, poner ante mis ojos mi propia miseria y pecado y yo postrarme
ante su presencia, en el pobre portal, para que, con altas dosis de humildad y
arrepentimiento sincero pueda sentirme enfermo que necesita ser sanado.
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