jueves, 17 de abril de 2014

Homilía del JUEVES SANTO 2014, ciclo a

JUEVES SANTO 2014,  17 de abril de 2014

LECTURA DEL LIBRO DEL ÉXODO 12, 1-8.11-14;
SALMO 115;
LECTURA DE LA PRIMERA CARTA DEL APÓSTOL SAN PABLO A LOS CORINTIOS 11, 23-26;
LECTURA DEL SANTO EVANGELIO SEGÚN SAN JUAN 13, 1-15

            Una auténtica espiritualidad es un valioso potencial para sostener la identidad, la autonomía y la comunión entre todos aquellos que nos llamamos cristianos. Es más, aceptar a Dios como real y como Dios supone, asimismo, esperar pacientemente su discreta y progresiva manifestación. Mas la manifestación divina no es inmediata, ya que el Señor desea probarnos en la fe, para constatar si realmente somos dignos de tener su presencia.
           

                «Dadme muerte, dadme vida:
            Dad salud o enfermedad,
            Honra o deshonra me dad,
            Dadme guerra o paz crecida,
            Flaqueza o fuerza cumplida,
            Que a todo digo que sí.
            ¿Qué queréis hacer de mí?

 
            Dadme riqueza o pobreza,
            Dad consuelo o desconsuelo,
            Dadme alegría o tristeza,
            Dadme infierno, o dadme cielo,
            Vida dulce, sol sin velo,
            Pues del todo me rendí.
            ¿Qué mandáis hacer de mí?»

                (Santa Teresa de Jesús, VUESTRA SOY)

          
            Es tiempo de resistir a todas las tentaciones evasivas. Es tiempo de perseverar, sin forzar la máquina, en lo que hacemos y tenemos. Es hora de conocerse a sí mismo al trasluz de la prueba e ir dejando las «defensas» y todas nuestras «elaboradas escusas» que hasta ahora íbamos poniendo ante Dios. Es tiempo para dejarnos enternecer ante la Palabra de Dios y de permitir que los escalofríos atraviesen todo nuestro cuerpo ya que somos muy conscientes de que todo esto que experimentamos nos trasciende, nos supera y se nos regala.

            Una Palabra fue revelada a Moisés y a Aarón en tierra de Egipto: «Dios, allá por donde pasa, da vida». En el seno de la opresión, cuando los hebreos estaban sufriendo la esclavitud en Egipto, se implanta la fiesta de la liberación. Moisés había adquirido esa complicidad tan necesaria con el Señor, de tal modo que Dios se había constituido en su autentica pasión de amor.

            San Pablo optó por Jesucristo y nos urge a que no perdamos ni un segundo más en la duda ante esta opción. Ya no seguimos a Cristo como un imperativo categórico como aquel que acude a una clases o hace unos exámenes en la universidad para conseguir un título académico, o como aquel que hace algo como remedio a un mal mayor o fruto de la obligación. Ahora seguimos a Jesucristo porque ha pasado a nuestro corazón y aquí ha encontrado «una secreta y dichosa complicidad». De este modo, hacemos nuestras las palabras del salmista:         
 «Amo tu voluntad, Dios mío, llevo tu ley en mis entrañas»
                                                                                        (Sal 40,9)

            El gozo nace del afecto. Es tanto el atractivo que Jesucristo ejerce sobre nosotros que renunciamos a nuestras propias apetencias por gozar de la dulzura de su compañía en la Palabra revelada y en la Eucaristía.

            Cuando el frágil árbol de nuestra vida es sacudido por los agresivos vientos de las crisis, del dolor, de los desengaños, llegan hasta a hacer peligrar las hojas, las ramas y su tronco... es entonces cuando los motivos para continuar en la entrega interior y en la dedicación exterior se jerarquizan; y de entre ellos emerge el motivo de los motivos que nos hace brotar una sonrisa de honda alegría: Dios. La fidelidad a Dios se convierte, no en una simple norma de nuestra vida, sino en el motivo que nos sostiene, alimenta y alegra nuestra entrega diaria.

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