DOMINGO XVII DEL TIEMPO
ORDINARIO, ciclo c. GÉNESIS
18, 20-32; SALMO 137; SAN
PABLO A LOS COLOSENSES 2, 12-14; SAN LUCAS 11, 1- 13
Hermanos,
cuando empezamos a hablar, con el idioma aprendemos a asumir una concepción de
la cultura, unas costumbres, un modo determinado de entender la historia tanto
del pueblo, de la familia como el de la época. No se trata únicamente de
aprender unas reglas gramaticales y un vocabulario, hay muchas cosas detrás.
Uno empieza a formar parte de un proyecto común, de una historia, de una
gastronomía, de unas tradiciones y de un recorrido de un pueblo determinado.
Nosotros,
los cristianos tenemos un idioma determinado. Un idioma que nos va enseñando un
maestro muy particular: El Espíritu Santo. Se trata del idioma del amor de
Dios. Ese es el idioma que tenemos los cristianos para comunicarnos. Si somos
dóciles discípulos/alumnos del Espíritu Santo iremos asumiendo una concepción
de la cultura que mane/brote del Evangelio; unas costumbres que sean coherentes
con la fe que se profesa y un modo de entender tanto la familia como la propia
vida en donde Jesucristo sea la pieza esencial.
Cada
región de nuestra nación tiene algo que la hace especial y atrayente, ya sea
por la gastronomía, por los encierros, por las fallas, por los toros, por la
cultura, por los monumentos, por el paisaje, las playas y por sus gentes... Todos
son reclamos que se explotan para que los turistas puedan disfrutar de eso que
es particular y exclusivo de esa tierra. Nosotros los cristianos formamos parte
de un pueblo de Dios, somos ciudadanos del Nuevo Pueblo de la Alianza. Sin
embargo algo debe de fallar porque la gente que 'nos ve desde fuera' no llegan
a percibir aquellas cosas que nos hacen irrepetibles y especiales. No tenemos 'ese
gancho' que sepa atraer la atención de los demás. Somos como ese pueblo que
pasa desapercibido al no mostrar sus señas particulares de identidad, y
nosotros no podemos pasar desapercibidos porque el amor de Dios nos urge, nos
obliga a anunciarle allá en donde nos encontremos, y hacerlo con convicción
valiente.
Es
que resulta que la vida y la cruz de Jesús ha hecho todo nuevo. Dice San Pablo
a los Colosenses: «Por el bautismo
fuisteis sepultados con Cristo y habéis resucitado con Él». Además nos dice
que 'Dios nos dio la vida en Cristo', por lo tanto es Cristo el que nos hace
muy especiales. Nuestra particular seña de identidad ante el mundo es disfrutar
y hacer descubrir la presencia real y activa de Jesucristo Resucitado.
Parece
que estamos acostumbrados a entender nuestro ser cristiano como un conjunto de
cosas a hacer. Y es que resulta que ser cristiano supone encontrarse
continuamente con Cristo, enriquecerse con su presencia y aportar a los demás
esa novedad que el mismo Cristo te ha dado. La educación y crecimiento de cada
cristiano consistirá en la asimilación personal de ese encuentro personal con
Jesucristo para llegar a ser capaz de comunicar esa novedad que engrandece a la
persona.
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